sábado, 10 de mayo de 2008

Farco y Para- politicos que esta pasando?

uno oye en caracol radio, rcn radio o en cualquier canal de noticias lo siguiente cada mañana "fulanito de tal ha sido relacionado con las farc ya que su foto se encuentra en el computador de Raul Reyes" o cosas como esas ya que la justicia colombiana no creo que sea tan efectiva como parece, puede ser efectiva, si, pero si yo hable con Simon Trinidad ya me acusan de haberle dado plata pa que haya matado no se cuanta gente y cosas de ese estilo, pero la justicia colombiana tambien tiene sus aciertos, si no que lo diga el desgraciado de Alberto Santofimio, amigo de Pablo Escobar y politico para rematar, este señor tenia tanta o mas sed de matar que el otro desgraciado, pablo escobar, ya que siempre le decia cuando tenia a alguien en bandeja "matalo pablo" y si hasta quizo matar a andres pastrana,

DAN BROWN ANGELES Y DEMONIOS, LEELO AQUI! TOTALMENTE GRATIS. (primero 50 capitulos)





Dan Brown
Ángeles y demonios
Traducción de Eduardo G. Murillo
Umbriel
Argentina • Chile • Colombia • EspañaEstados Unidos • México • Uruguay • Venezuela

De la contracubierta:
El arma más poderosa creada por el hombre,una organización secreta sedienta de venganza…y apenas unas horas para evitar el desastre.
La eterna pugna entre ciencia y religiónse ha convertido en una guerra muy real.

En un laboratorio de máxima seguridad, aparece asesinado un científico con un extraño símbolo grabado a fuego en su pecho. Para el profesor Robert Langdon no hay duda: los Illuminati, los hombres enfrentados a la Iglesia desde los tiempos de Galileo, han regresado. y esta vez disponen de la más mortífera arma que ha creado la humanidad, un artefacto con el que pueden ganar la batalla fmal contra su eterno enemigo. Acompañado de una joven científica y un audaz capitán de la Guardia Suiza, Langdon comienza una carrera contra reloj, en una búsqueda desesperada por los rincones más secretos del Vaticano. Necesitará todo su conocimiento para descifrar las claves ocultas que los Illurninati han dejado a través de los siglos en manuscritos y templos, y todo su coraje para vencer al despiadado asesino que siempre parece llevarle la delantera.
El autor, de El Código Da Vinci nos arrastra a una espiral de acción sin pausa, un impactante thriller donde se suceden las sorpresas y se revelan algunos de los más oscuros enigmas de la historia. Fuerzas que han permanecido ocultas durante siglos y que ahora planean destruir la Iglesia... literalmente.


Para Blythe…
Agradecimientos

Mi sincero agradecimiento a Emily Bestler, Jason Kaufman, Ben Ka-plan y todo el personal de Pocket Books por su fe en este proyecto.
A mi amigo y agente, Jake Elwell, por su entusiasmo y esfuerzo incesante.
Al legendario George Wieser, por convencerme de que escribiera novelas.
A mi querido amigo Irv Sittler, por facilitarme una audiencia con el Papa, introducirme en lugares del Vaticano que pocas personas ven y lograr que los días pasados en Roma fueran inolvidables.
A uno de los artistas vivos más ingeniosos y dotados, John Langdon, que estuvo a la altura de mi desafío imposible y creó los ambigramas de la novela.
A Stan Plantón, bibliotecario jefe de la Ohio University-Chilli-cothe, por ser mi fuente principal de información sobre incontables temas.
A Sylvia Cavazzini, por su entretenida visita guiada por el Pas-setto secreto.
Y a los mejores padres que un hijo pudiera desear, Dick y Con-nie Brown, por todo.
Gracias también al CERN, Henry Beckett, Brett Trotter, la Academia Pontificia de Ciencia, Brookhaven Institute, FermiLab Library, Olga Wieser, Don Ulsch, del National Security Institute, Caroline H. Thompson de la Universidad de Gales, Kathryn Gerhard y Ornar Al Kindi John Pike y la Federación de Científicos Norteamericanos, Heimlich Viserholder, Corinna y Davis Hammond, Aizaz Ali, el Galileo Project de la Rice University, Julie Lynn y Charlie Ryan, de Mockingbird Pictures, Gary Goldstein, Dave (Vilas) Arnold y Andra Crawford, la Global Fraternal Network, la Phillips Exeter Academy Library, Jim Barrington, John Maier, al ojo excepcionalmente experto de Margie Wachtel, alt.masonic.members, Alan Wooley, la Library of Congress Vatican Codices Exhibit, Lisa Callamaro y la Callamaro Agency, Jon A. Stowell, Musei Vaticani, Aldo Baggia, Noah Alireza, Harriet Walker, Charles Terry, Micron Electrics, Mindy Renselaer, Nancy y Dick Curtin, Thomas D. Nadeau, NuvoMedia y Rocket E-books, Frank y Sylvia Kennedy, Simon Edwards, el Consorcio Turístico de Roma, el maestro Gregory Brown, Val Brown, Werner Brandes, Paul Krupin, de Direct Contact, Paul Stark, Tom King, de Computalk Network, Sandy y Jerry Nolan, la gurú de Internet Linda George, la Academia Nacional de Arte de Roma, el médico y cofrade de letras Steve Howe, Robert Weston, la Water Street Bookstore de Exeter (New Hampshire) y el Observatorio Vaticano.
Los hechos
Científicos del mayor laboratorio de investigación del mundo —el Conseil Européen pour la Recherche Nucléaire (CERN), cuya sede está en Ginebra— lograron en fecha reciente generar las primeras partículas de antimateria. La antimateria es idéntica a la materia, salvo por el hecho de que está compuesta de partículas cuya carga eléctrica es opuesta a las que se encuentran en la materia normal.
La antimateria es la fuente de energía más poderosa conocida por el hombre. Libera una energía de una eficacia del cien por cien (la fisión nuclear posee una eficacia del uno y medio por cien). La antimateria no genera contaminación ni radiación, y una gota podría proporcionar energía eléctrica a toda Nueva York durante un día.
Sin embargo, hay un problema...
La antimateria es muy inestable. Estalla cuando entra en contacto con lo que sea, incluido el aire. Un solo gramo de antimateria contiene la energía de una bomba nuclear de veinte kilotones, la potencia de la bomba arrojada sobre Hiroshima.
Hasta hace poco, sólo se habían creado cantidades ínfimas de antimateria (unos cuantos átomos cada vez), pero el CERN acaba de abrir nuevos horizontes con su Decelerador de Antiprotones, una avanzada instalación de producción de antimateria en la que se espera crear antimateria en cantidades mucho mayores.
Se suscita una pregunta: ¿salvará al mundo esta sustancia tan volátil, o se utilizará para crear el arma más mortífera de la historia?


Nota del autor
Las referencias a obras de arte, tumbas, túneles y monumentos arquitectónicos de Roma son reales (al igual que su emplazamiento exacto). Aún hoy pueden verse.
La hermandad de los Illuminati también es real.



Prólogo

El físico Leonardo Vetra olió a carne quemada, y comprendió que era la suya. Miró horrorizado a la figura oscura que le amenazaba.
—¿Qué quieres?
—La chiave —contestó la voz rasposa—. El santo y seña.
—Pero yo no...
El intruso hundió un poco más el objeto al rojo vivo en el pecho de Vetra. Se oyó el siseo de la carne al arder.
Vetra lanzó un grito de dolor.
—¡No hay santo y seña!
Sintió que se sumía en la inconsciencia.
La figura le fulminó con la mirada.
—Ne avevo paura. Me lo temía.
Vetra se esforzó por no perder el conocimiento, pero la oscuridad se estaba cerrando sobre él. Su único consuelo consistía en saber que su agresor nunca obtendría lo que había venido a buscar. Sin embargo, un momento después, la figura extrajo un cuchillo y lo acercó a la cara de Vetra. La hoja osciló. Con cautela. Como un escalpelo.
—¡Por el amor de Dios! —chilló Vetra.
Pero ya era demasiado tarde.

1

Desde los escalones superiores de una galería ascendente de la Gran Pirámide de Gizeh, una joven rió y le llamó.
—¡Date prisa, Robert! ¡Sabía que hubiera tenido que haberme casado con un hombre más joven!
Su sonrisa era mágica.
El hombre se esforzó por acelerar el paso, pero sentía las piernas como si fueran de piedra.
—Espera —suplicó—. Por favor...
A medida que subía, su visión se iba haciendo más borrosa. Sus oídos martilleaban. ¡He de alcanzarla! Pero cuando volvió a levantar la vista, la mujer había desaparecido. En su lugar había una anciana desdentada. El hombre bajó la mirada, y en sus labios se dibujó una mueca de soledad. Después lanzó un grito de angustia que resonó en el desierto.
Robert Langdon despertó de su pesadilla sobresaltado. El teléfono de la mesita de noche estaba sonando. Aturdido, lo descolgó.
—¿Diga?
—Estoy buscando a Robert Langdon —dijo una voz masculina.
Langdon se incorporó en la cama y trató de pensar con claridad.
-—Soy... Robert Langdon.
Consultó el reloj digital. Eran las cinco y dieciocho minutos de la mañana.
—Debo verle cuanto antes.
—¿Quién es usted?
—Me llamo Maximilian Kohler. Soy físico de partículas discontinuas.
—¿Cómo? —Langdon era incapaz de concentrarse—. ¿Está seguro de que soy el Langdon que busca?
—Es usted profesor de iconología religiosa en la Universidad de Harvard. Ha escrito tres libros sobre simbología y...
—¿Sabe qué hora es?
—Le ruego me disculpe. Tengo algo que ha de ver. No puedo hablar de ello por teléfono.
Un gemido escapó de los labios de Langdon. No era la primera vez que le ocurría. Uno de los peligros de escribir libros sobre simbología religiosa eran las llamadas de fanáticos religiosos, deseosos de que les confirmara la última señal de Dios. El mes pasado, una bailarina de striptease de Oklahoma había prometido a Langdon el mejor sexo de su vida si iba a verificar la autenticidad de una cruz que había aparecido como por arte de magia en las sábanas de su cama. El sudario de Tulsa, lo había llamado Langdon.
—¿Cómo ha conseguido mi número?
Langdon intentaba ser educado, pese a la hora.
—En Internet. La página web de su libro.
Langdon frunció el ceño. Sabía perfectamente que la página web no incluía el número telefónico de su casa. Era evidente que el hombre estaba mintiendo.
—He de verle —insistió el desconocido—. Le pagaré bien.
Langdon se estaba enfadando.
—Lo siento, pero le aseguro...
—Si parte ahora mismo, podría estar aquí a las...
—¡No voy a ir a ninguna parte! ¡Son las cinco de la mañana!
Langdon colgó y se derrumbó sobre la cama. Cerró los ojos e intentó dormir de nuevo. Fue inútil. El sueño estaba grabado a fuego en su mente. Se puso la bata desganadamente y descendió las escaleras.
Robert Langdon paseó descalzo por su casa victoriana de Massachu-setts y tomó su remedio habitual contra el insomnio, un chocolate caliente. La luna de abril se filtraba por las ventanas y bañaba las alfombras orientales. Los colegas de Langdon a menudo comentaban en broma que la casa parecía más un museo de antropología que un hogar. Las estanterías estaban atestadas de objetos religiosos de todo el mundo: un ekuaba de Ghana, un crucifijo de oro de España, un ídolo de las islas del Egeo, incluso un peculiar boccus tejido de Borneo, el símbolo de la eterna juventud de un joven guerrero.
Cuando Langdon se sentó sobre la tapa de un baúl maharishi de latón y saboreó el chocolate caliente, se vio reflejado en el cristal de una de las ventanas. La imagen estaba distorsionada y pálida... como un fantasma. Un fantasma envejecido, pensó, y se recordó con crueldad que su espíritu juvenil estaba viviendo en un cuerpo mortal.
Aunque no era apuesto en un sentido clásico, a sus cuarenta y cinco años Langdon poseía lo que sus colegas femeninas denominaban un atractivo «erudito»: espeso cabello castaño veteado de gris, ojos azules penetrantes, voz profunda y cautivadora, y la sonrisa alegre y espontánea de un deportista universitario. Buceador del equipo universitario, Langdon todavía conservaba el cuerpo de un nadador, un físico envidiable de metro ochenta que mantenía en forma con cincuenta largos al día en la piscina de la universidad.
Los amigos de Langdon siempre le habían considerado un enigma, un hombre atrapado entre siglos. Los fines de semana podía vérsele en el patio de la facultad vestido con tejanos, hablando de gráficos por ordenador o de historia de las religiones con los estudiantes; en otras ocasiones, aparecía con su chaleco de cuadros Harris en tonos vistosos, fotografiado en las páginas de revistas de arte en inauguraciones de museos, donde le habían pedido que dictara una conferencia.
Pese a ser un profesor riguroso y un amante de la disciplina, Langdon era el primero en abrazar lo que él denominaba el «arte perdido de pasarlo bien». Se entregaba a la diversión con un fanatismo contagioso que le había granjeado la aceptación fraternal de sus estudiantes. Su mote en el campus («El Delfín») era una referencia tanto a su naturaleza afable, como a su legendaria habilidad para zambullirse en una piscina y burlar a todo el equipo contrario en un partido de waterpolo.
Mientras contemplaba la oscuridad con aire ausente, el silencio de su casa se vio perturbado de nuevo, esta vez por el timbre de su fax. Demasiado agotado para enojarse, Langdon forzó una carcajada cansada.
El pueblo de Dios, pensó. Dos mil años esperando a su Mesías, y siguen tan tozudos como una mula.
Llevó el tazón vacío a la cocina y se encaminó pausadamente a su estudio chapado en roble. El fax recién llegado esperaba en la bandeja. Suspiró, recogió el papel y lo miró.
Al instante, una oleada de náuseas le invadió.
La imagen que mostraba la página era la de un cadáver humano. El cuerpo estaba desnudo, y tenía la cabeza vuelta hacia atrás en un ángulo de ciento ochenta grados. Había una terrible quemadura en el pecho de la víctima. Le habían grabado a fuego una sola palabra. Una palabra que Langdon conocía bien. Muy bien. Contempló las letras con incredulidad.
—Illuminati —tartamudeó, con el corazón acelerado. No puede ser...
Lentamente, temeroso de lo que iba a presenciar, Langdon dio la vuelta al fax. Miró la palabra al revés.
Al instante, se quedó sin respiración. Era como si le hubiera alcanzado un rayo. Incapaz de dar crédito a sus ojos, volvió a girar el fax y leyó la palabra en ambos sentidos.
—Illuminati —susurró.
Langdon, estupefacto, se dejó caer en una silla. Poco a poco, sus ojos se desviaron hacia la luz roja parpadeante del fax. Quien había enviado el fax estaba todavía conectado, a la espera de hablar. Langdon contempló la luz roja parpadeante durante largo rato.
Después, tembloroso, descolgó el auricular.

2

—¿He captado ahora su atención? —dijo la voz masculina cuando Langon contestó por fin.
—Sí, ya lo creo. ¿Quiere hacer el favor de explicarse?
—Intenté decírselo antes. —La voz era precisa, mecánica—. Soy físico. Dirijo un laboratorio de investigaciones. Se ha cometido un asesinato. Usted ha visto el cadáver.
—¿Cómo me ha localizado?
Langdon apenas podía concentrarse. Su mente huía de la imagen del fax.
—Ya se lo he dicho. Internet. La página web de su libro El arte de los llluminati.
Langdon intentó serenarse. Su libro era prácticamente desconocido en los círculos literarios dominantes, pero tenía un buen número de seguidores internautas. No obstante, la afirmación del desconocido era absurda.
—Esa página carece de información de contacto —explicó Langdon—. Estoy seguro.
—Tengo gente en el laboratorio muy experta en extraer información de la Red.
El escepticismo de Langdon no disminuía.
—Da la impresión de que su laboratorio sabe mucho sobre la Red.
—Por fuerza —replicó el hombre—. Nosotros la inventamos.

Algo en la voz del hombre reveló a Langdon que no estaba bromeando.
—He de verle —insistió el desconocido—. No podemos hablar de este asunto por teléfono. Mi laboratorio está a sólo una hora en avión de Boston.
Langdon analizó el fax que sostenía en la mano a la tenue luz del estudio. La imagen era impresionante, pues tal vez representaba el hallazgo epigráfico del siglo, una década de sus investigaciones confirmada en un solo símbolo.
—Es urgente —apremió la voz.
Los ojos de Langdon estaban clavados en el sello. Illuminati, leyó una y otra vez. Su trabajo siempre se había basado en el equivalente simbólico de los fósiles (documentos antiguos y rumores históricos), pero esta imagen era actual. Tiempo presente. Se sintió como un paleontólogo que se encontraba cara a cara con un dinosaurio vivo.
—Me he tomado la libertad de enviarle un avión —dijo la voz—. Llegará a Boston dentro de veinte minutos.
Langdon sintió la garganta seca. A una hora de vuelo...
—Le ruego que perdone mi atrevimiento —dijo la voz—. Le necesito aquí.
Langdon contempló otra vez el fax, un antiguo mito confirmado en blanco y negro. Las implicaciones eran aterradoras. Miró por la ventana. La aurora empezaba a insinuarse entre los abedules del patio trasero, pero la vista parecía algo diferente esta mañana. Cuando una extraña combinación de miedo y júbilo se apoderó de él, Langdon comprendió que no tenía elección.
—Usted gana —dijo—. Dígame dónde tomaré el avión.

3

A miles de kilómetros de distancia, dos hombres estaban reunidos. La estancia era sombría. Medieval. De piedra.
—Benvenuto —dijo el que estaba al mando. Se había sentado al abrigo de las sombras, para no ser visto—. ¿Tuvo éxito?
—Sí—contestó la figura oscura—. Todo salió a la perfección.
Sus palabras eran tan rotundas como las paredes de piedra.
—¿Y no habrá dudas de quién es el responsable?
—Ninguna.
—Espléndido. ¿Tiene lo que le había pedido?
Los ojos del asesino destellaron, negros como aceite. Mostró un pesado aparato electrónico y lo dejó sobre la mesa.
El hombre refugiado en las sombras pareció complacido.
—Buen trabajo.
—Servir a la hermandad es un honor —dijo el asesino.
—La fase dos está a punto de empezar. Vaya a descansar. Esta noche cambiaremos el mundo.

4

El Saab 900S de Robert Langdon salió del Callahan Tunnel por el lado este de Boston Harbor, cerca de la entrada al aeropuerto Logan. Langdon echó un vistazo al plano, localizó Aviation Road y giró a la izquierda una vez dejo atrás el antiguo edificio de Eastern Airlines. A trescientos metros de distancia, un hangar estaba sumido en la oscuridad. Tenía pintado un gran número «4» en la fachada. Aparcó en el estacionamiento y bajó del coche.
Un hombre de cara redonda con traje de vuelo azul salió de detrás del edificio.
—¿Robert Langdon? —inquirió. La voz del hombre era cordial. Tenía un acento que Langdon no pudo identificar.
—Soy yo —dijo Langdon, al tiempo que cerraba el coche con llave.
—Justo a tiempo —dijo el hombre—. Acabo de aterrizar. Sígame, por favor.
Mientras daban la vuelta al edificio, Langdon se sintió tenso. No estaba acostumbrado a llamadas telefónicas crípticas y citas secretas con desconocidos. Como no sabía qué esperar, se había puesto su típico atuendo de ir a clase: pantalones informales, jersey de cuello alto y chaqueta de tweed de cuadros Harris. Mientras caminaban, pensó en el fax que guardaba en el bolsillo de la chaqueta, incapaz de asimilar todavía la imagen que mostraba.
El piloto pareció intuir la angustia de Langdon.
—Volar no representa ningún problema para usted, ¿verdad, señor?
—En absoluto —contestó Langdon.
Los cadáveres marcados a fuego sí representan un problema para mí. Volar no tiene color, es lo de menos.
El hombre guió a Langdon hasta el final del hangar. Doblaron la esquina y desembocaron en la pista.
Langdon se detuvo y contempló boquiabierto el aparato aparcado en la pista.
—¿Vamos a volar en eso?
El hombre sonrió.
—¿Le gusta?
Langdon miró el avión durante un largo momento.
—¿Si me gusta? ¿Qué diablos es?
El aparato que tenía delante de sus narices era enorme. Recordaba vagamente a un trasbordador espacial, salvo que le habían afeitado la parte superior, de manera que era liso por completo. Semejaba una cuña colosal. La primera impresión de Langdon fue que debía de estar soñando. El vehículo parecía tan apropiado para volar como un Buick. Las alas prácticamente no existían. Eran dos aletas rechonchas en la parte posterior del fuselaje. Un par de timones dorsales se alzaban de la sección de popa. El resto del avión era casco (unos sesenta metros de longitud), sin ventanas, sólo casco.
—Doscientos cincuenta mil kilos con los depósitos llenos de combustible —explicó el piloto, como un padre que presumiera de su primogénito recién nacido—. Funciona con hidrógeno líquido. El fuselaje está hecho de una matriz de titanio con fibras de carburo de silicio. El director debe de tener mucha prisa por verle. No suele enviar al monstruo.
—¿Esa cosa vuela? —preguntó Langdon.
El piloto sonrió.
—Oh, sí. —Guió a Langdon hasta el avión—. Tiene un aspecto algo imponente, lo sé, pero será mejor que se acostumbre a él. Dentro de cinco años, sólo verá estas ricuras, TCAV: Transportes Civiles de Alta Velocidad. Nuestro laboratorio ha sido de los primeros en adquirir uno.

Menudo laboratorio será, pensó Langdon.
—Éste es un prototipo del Boeing X-33 —continuó el piloto— pero hay docenas de otros: el National Aero Space Plane, los rusos tienen el Scramjet, los ingleses el HOTOL. El futuro está aquí, pero tardará un poco en llegar a la aviación comercial. Ya puede ir despidiéndose de los aviones convencionales.
Langdon miró el aparato con cautela.
—Creo que preferiría un avión convencional.
El piloto indicó la pasarela con un ademán.
—Sígame, por favor, señor Langdon. Mire dónde pisa.
Minutos después estaba sentado en la cabina vacía. El piloto le ciñó el cinturón de seguridad en la primera fila y se dirigió a la parte delantera del aparato.
La cabina se parecía sorprendentemente a la de un avión comercial. La única diferencia era que carecía de ventanas, lo cual inquietó a Langdon. Toda su vida había padecido una cierta claustrofobia, vestigios de un incidente de la infancia que nunca había llegado a superar.
La aversión de Langdon a los espacios cerrados no influía en su vida cotidiana, pero siempre le frustraba. Se manifestaba de maneras sutiles. Evitaba deportes que se practicaban en recintos cerrados como el racquetball o el squash, y había pagado de buen grado una pequeña fortuna por su amplia casa victoriana de techos altos, aunque habría podido alojarse en la facultad por un precio módico. Langdon había sospechado con frecuencia que su atracción por el mundo del arte desde la infancia se debía a su amor por los espacios abiertos de los museos.
Los motores cobraron vida y el fuselaje vibró. Langdon tragó saliva y esperó. Sintió que el avión comenzaba a correr sobre la pista. Sonó música country en los altavoces.
Un teléfono de pared que tenía a su lado emitió dos pitidos. Langdon levantó el auricular.
—¿Diga?
—¿Está cómodo, señor Langdon?
—Ni hablar.
—Relájese. Llegaremos dentro de una hora.
—¿Adónde, exactamente? —preguntó Langdon, al darse cuenta de que no tenía ni idea de cuál era su lugar de destino.
—A Ginebra —contestó el piloto, acelerando los motores—. El laboratorio está en Ginebra.
—En Ginebra —repitió Langdon, y se sintió un poco mejor—. Estado de Nueva York. De hecho, tengo parientes cerca del lago Séneca. No sabía que había un laboratorio de física en Ginebra.
El piloto rió.
—En Ginebra, Nueva York, no, señor Langdon. En Ginebra, Suiza.
El cerebro de Robert Langdon tardó un momento en registrar la palabra.
—¿Suiza? —sintió que el pulso se le aceleraba—. ¿No ha dicho que el laboratorio estaba a una hora de distancia?
—En efecto, señor Langdon. —El piloto lanzó una risita—. Este avión vuela a Mach quince.

5

En una concurrida calle europea, el asesino se abría paso entre la multitud. Era un hombre poderoso. Malvado y fuerte. Engañosamente ágil. Aún sentía los músculos tensos por la emoción que le había causado la reunión.
Ha ido bien, se dijo. Aunque su patrón no había descubierto su rostro, el asesino se sentía honrado por haber estado en su presencia. ¿De veras habían transcurrido tan sólo quince días desde que su patrón se había puesto en contacto con él por primera vez? El asesino todavía recordaba cada palabra de aquella llamada...
—Mi nombre es Jano —había dicho el desconocido—. En cierto modo, estamos emparentados. Compartimos un enemigo. Me han dicho que sus habilidades pueden alquilarse.
—Depende de a quién represente usted —contestó el asesino.
El desconocido se lo dijo.
—¿Es esto su idea de una broma?
—Veo que le suena nuestro nombre —contestó el cliente.
—Por supuesto. La hermandad es legendaria.
—Y no obstante, duda de mi autenticidad.
—Todo el mundo sabe que de la hermandad no queda nada.
—Una treta muy hábil. El enemigo más peligroso es el que nadie teme.
El asesino se mostró escéptico.
—¿La hermandad perdura?
—Más clandestina que nunca. Nuestras raíces invaden todo lo visible, incluso la fortaleza sagrada de nuestro enemigo más encarnizado.
—Imposible. Son invulnerables.
—Nuestra mano llega muy lejos.
—Nadie llega tan lejos.
—Muy pronto, me creerá. Una demostración irrefutable del poder de la hermandad ha trascendido ya. Un solo acto de traición y prueba.
—¿Qué han hecho?
El cliente se lo dijo.
El asesino no acababa de creérselo.
—Una tarea imposible.
Al día siguiente, los periódicos de todo el mundo publicaron el mismo titular. El asesino se convirtió en un creyente.
Quince días después, la fe del asesino se había fortalecido más allá de toda duda. La hermandad perdura, pensó. Esta noche, saldrán a la superficie y revelarán su poder.
Mientras caminaba por las calles, un presagio aleteaba en sus ojos negros. Una de las hermandades más secretas y temidas de la historia le había llamado para solicitar sus servicios. Han escogido con sabiduría, pensó. La fama de su discreción sólo era superada por la de su eficacia a la hora de matar.
Hasta el momento, les había servido con nobleza. Había cometido el asesinato y entregado el objeto a Jano, tal como le habían pedido. Ahora, le tocaba a Jano utilizar su poder para depositar el objeto en el lugar elegido.
El lugar elegido...
El asesino se preguntó cómo podría llevar a cabo Jano una tarea tan asombrosa. Era evidente que el hombre tenía contactos en el interior. El dominio de la hermandad parecía ilimitado.
Jano, pensó el asesino. Un nombre en clave, sin duda. ¿Era una referencia al dios romano de las dos caras... o a la luna de Saturno?, se preguntó. Daba igual. El poder de Jano era ilimitado. Lo había demostrado sin la menor duda.
Mientras el asesino andaba, imaginó que sus antepasados le sonreían. Hoy estaba continuando su lucha, estaba combatiendo contra el mismo enemigo al que habían plantado cara durante siglos, hasta remontarse al siglo XI, cuando los ejércitos enemigos habían saqueado por primera vez su tierra, violado y asesinado a su gente, declarándolos impuros, profanando sus templos y dioses.
Sus antepasados habían formado un ejército, pequeño pero mortífero, para defenderse. Sus miembros se hicieron famosos en todo el país como protectores, hábiles ejecutores que recorrían la campiña exterminando a todos los enemigos que podían encontrar. Se hicieron famosos no sólo por sus brutales matanzas, sino también por cometer sus asesinatos sumiéndose previamente en estados alterados de conciencia inducidos por drogas. La droga que habían elegido era un potente estupefaciente llamado hachís.
A medida que se extendía su celebridad, estos hombres mortíferos fueron conocidos con una sola palabra, «Hassassin», literalmente «seguidores del hachís». El nombre hassassin se convirtió en sinónimo de muerte en casi todos los idiomas de la Tierra. La palabra todavía se utilizaba hoy, incluso en el inglés moderno, pero al igual que el arte de matar, la palabra también había evolucionado.
Ahora se pronunciaba asesino.

6

Habían transcurrido sesenta y cuatro minutos cuando un incrédulo y algo mareado Robert Langdon bajó por la pasarela a la pista bañada por el sol. Una brisa fresca agitó las solapas de su chaqueta de tweed. Salir al aire libre se le antojó maravilloso. Contempló el valle de un verde frondoso que se alzaba hasta los picos nevados que los rodeaban.
Estoy soñando, se dijo. Me despertaré de un momento a otro.
—Bienvenido a Suiza —dijo el piloto, que tuvo que gritar para imponerse al rugido de los motores.
Langdon consultó su reloj. Señalaba las siete y siete minutos de la mañana.
—Acaba de cruzar seis husos horarios —le advirtió el piloto—. Aquí pasan unos minutos de la una de la tarde.
Langdon puso en hora el reloj.
—¿Cómo se encuentra?
Langdon se masajeó el estómago.
—Como si hubiera comido poliuretano.
El piloto asintió.
—Efecto de la altitud. Nos elevamos a dieciocho mil metros. El peso disminuye un treinta por ciento. Es una suerte que sólo cruzáramos el charco. De haber ido a Tokio, habría alcanzado la altura máxima: ciento cincuenta kilómetros. Se le revuelven a uno las tripas.
Langdon asintió y se consideró afortunado. Teniendo en cuenta todo, el vuelo había sido muy normal. Aparte de que la aceleración de despegue le había triturado los huesos, el movimiento del avión había sido bastante típico: alguna turbulencia ocasional, unos pocos cambios de presión al ascender, pero nada que indicara que hubieran surcado el espacio a una velocidad de veinte mil kilómetros por hora.
Un grupo de técnicos se acercó a toda prisa para ocuparse del X-33. El piloto acompañó a Langdon hasta un Peugeot sedán negro aparcado junto a la torre de control. Momentos después, tomaron una carretera pavimentada que atravesaba el fondo del valle. Un tenue grupo de edificios se alzaba a lo lejos. Las praderas pasaban a su lado como una exhalación.
Langdon vio con incredulidad que el piloto aumentaba la velocidad hasta alcanzar los ciento setenta kilómetros por hora. ¿Qué le pasa a este tipo y a qué vienen tantas prisas?
—El laboratorio dista cinco kilómetros —dijo el piloto—. Estaremos allí dentro de dos minutos.
Langdon buscó en vano el cinturón de seguridad. ¿Por qué no lo dejamos en tres y llegamos sanos y salvos?
El coche aceleró.
—¿Le gusta Reba? —preguntó el piloto, al tiempo que introducía una cinta en el radiocasete.
Se oyó la voz de una cantante. «Es el miedo a estar sola...»
Pues yo no tengo miedo, pensó Langdon con aire ausente. Sus colegas femeninas solían decirle en broma que su colección de objetos, digna de un museo, no era nada más que un intento obvio de llenar una casa vacía, una casa que, insistían, se beneficiaría en grado sumo de la presencia de una mujer. Langdon siempre reía, y les recordaba que ya tenía tres amores en su vida (la simbología, el waterpolo y la soltería), siendo esta última una libertad que le permitía viajar a lo largo y ancho del mundo, acostarse tan tarde como le apeteciera y disfrutar de noches tranquilas en casa con un coñac y un buen libro.
—Somos como una ciudad en miniatura —dijo el piloto, arrancando a Langdon de sus pensamientos—. No sólo hay laboratorios. Tenemos supermercados, un hospital, hasta un cine.
Langdon asintió sin pensar y contempló el complejo de edificios que se alzaban ante ellos.
—De hecho —añadió el piloto—, poseemos la máquina más grande de la tierra.
—¿De veras?
Langdon inspeccionó el paisaje.
—No la verá ahí, señor. —El piloto sonrió—. Está enterrada a seis pisos bajo tierra.
Langdon no tuvo tiempo de preguntar. Sin previo aviso, el piloto pisó el freno. El coche se detuvo ante una caseta de vigilancia reforzada.
Langdon leyó el letrero. SÉCURITÉ. ARRETEZ. De pronto, experimentó una oleada de pánico, al tomar conciencia por fin de dónde estaba.
—¡Dios mío! ¡No he traído el pasaporte!
—Los pasaportes no son necesarios —le tranquilizó el chófer—. Tenemos un acuerdo con el gobierno suizo.
Langdon vio, perplejo, que el chófer entregaba al guardia una identificación. El guardia la pasó por un aparato de detección electrónica. Un destello verde apareció en el aparato.
—¿Nombre del pasajero?
—Robert Langdon —contestó el chófer.
—¿Quién le ha invitado?
—El director.
El guardia enarcó las cejas. Se volvió y echó un vistazo a una hoja impresa por ordenador, que cotejó con los datos de la pantalla de su ordenador. Después, se volvió hacia la ventana.
—Que disfrute de su estancia, señor Langdon.
El coche se puso en marcha de nuevo hacia la entrada del edificio principal situado a doscientos metros. Ante ellos se desplegaba una estructura rectangular ultramoderna de vidrio y acero. Langdon se quedó asombrado por el diseño transparente del edificio. Siempre había sido muy aficionado a la arquitectura.
—La Catedral de Cristal —explicó su acompañante.
—¿Una iglesia?
—No, por favor. Una iglesia es lo único que no tenemos. La física es la religión de este lugar. Puede tomar el nombre del Señor en vano cuantas veces quiera —rió—, pero no se meta con los quarks o los mesones.
Langdon se quedó perplejo, mientras el chófer frenaba ante el edificio de cristal. ¿Quarks y mesones? ¿Sin control de fronteras? ¿Aviones que alcanzan una velocidad de Mach quince? ¿Quién demonios SON estos tipos? La losa de granito grabada que había delante del edificio le facilitó la respuesta:
CERN
Conseil Européen pour la Recherche Nucléaire
—¿Investigaciones nucleares? —preguntó Langdon, casi seguro de que su traducción era correcta.
El chófer no contestó. Estaba inclinado hacia adelante, mientras manipulaba el radiocasete del coche.
—Aquí se baja usted. El director le recibirá en la entrada.
Langdon reparó en un hombre que salía del edificio sentado en una silla de ruedas. Aparentaba unos sesenta años. Enjuto y calvo, de mandíbula firme, llevaba una bata blanca de laboratorio y zapatos de calle plantados con determinación en el apoyapiés de la silla. Incluso desde lejos, sus ojos parecían carentes de vida, como dos piedras grises.
—¿Es él? —preguntó Langdon.
El chófer alzó la vista.
—Bien, me voy. —Se volvió y dirigió a Langdon una sonrisa ominosa—. Para que luego hablen del demonio.
Sin saber qué debía esperar, Langdon bajó del vehículo.
El hombre de la silla de ruedas aceleró hacia él y le extendió una mano fría y húmeda.
—¿Señor Langdon? Hablamos por teléfono. Me llamo Maximilian Kohler.

7


Maximilian Kohler, director general del CERN, era conocido a sus espaldas como Der König, el Rey. Era un título más de temor que de respeto por la figura que gobernaba sus dominios desde una silla de ruedas. Aunque pocos le conocían en persona, la horripilante historia de las circunstancias en que había quedado tullido circulaba por el CERN, y pocos le culpaban por su amargura... y por su dedicación a la ciencia pura.
A los pocos momentos de hallarse en presencia de Kohler, Lang-don ya presintió que el director era un hombre que mantenía las distancias. Descubrió que casi debía correr para no rezagarse de la silla de ruedas eléctrica de Kohler, que rodaba en silencio hacia la entrada principal. Langdon nunca había visto una silla eléctrica semejante, equipada con una hilera de aparatos electrónicos que incluían un teléfono multilínea, un sistema de buscapersonas, pantalla de ordenador e incluso una cámara de vídeo desmontable. El centro de mando móvil del rey Kohler.
Langdon atravesó una puerta mecánica y entró en el enorme vestíbulo principal del CERN.
La Catedral de Cristal, pensó Robert Langdon, y alzó la vista hacia el cielo.
El techo azulino de vidrio brillaba al sol de la tarde, proyectaba rayos de dibujos geométricos en el aire y dotaba a la estancia de una sensación de grandeza. Sombras angulares caían como venas sobre las paredes de baldosas blancas y los suelos de mármol. El aire olía a limpio, como esterilizado. Un puñado de científicos se movía de un lado a otro, y el eco de sus pasos resonaba en el espacio.
—Por aquí, señor Langdon. —Era una voz casi electrónica. Su acento era rígido y preciso, al igual que sus facciones severas. Kohler tosió y se secó la boca con un pañuelo blanco, mientras clavaba sus mortecinos ojos grises en Langdon—. Apresúrese, por favor.
Daba la impresión de que su silla de ruedas saltaba sobre el suelo de baldosas.
Langdon dejó atrás lo que se le antojaron incontables pasillos que nacían del atrio principal. Todos los corredores bullían de actividad. Los científicos que veían a Kohler parecían sorprenderse, y miraban a Langdon como si se preguntaran quién debía ser para merecer tan alto honor.
—Me avergüenza admitir —dijo Langdon, con el fin de entablar conversación—, que nunca había oído hablar del CERN.
—No me sorprende —contestó Kohler con fría eficiencia—. La mayoría de norteamericanos no consideran a Europa el líder mundial de la investigación científica. Nos ven como un distrito comercial peculiar. Una percepción extraña, teniendo en cuenta la nacionalidad de hombres como Einstein, Galileo y Newton.
Langdon no supo muy bien qué contestar. Sacó el fax de su bolsillo.
—¿Este hombre de la fotografía... ?
Kohler le interrumpió con un ademán.
—Aquí no, por favor. Ahora le acompaño a verle. —Extendió la mano—. Quizá debería quedarme con eso.
Langdon le tendió el fax y guardó silencio.
Kohler torció a la izquierda y entró en un amplio pasillo adornado con premios y menciones. Una placa de gran tamaño dominaba la entrada. Langdon se detuvo a leer la frase grabada en el bronce.
PREMIO ARS ELECTRONICA
A la Innovación Cultural en la Era Digital
Concedido a Tim Berners Lee y el CERN
por la invención de
INTERNET

Que me aspen, pensó Langdon, mientras leía el texto. Este tipo no estaba bromeando. Langdon siempre había creído que Internet era un invento norteamericano. Una vez más, sus conocimientos estaban limitados a la página web de su propio libro y a las ocasionales exploraciones on-line del Prado o del Louvre en su Macintosh.
—La Red —dijo Kohler. Tosió y volvió a secarse la boca— empezó aquí como una red de ordenadores internos. Permitía a los científicos de departamentos diferentes compartir los hallazgos diarios mutuamente. Claro, todo el mundo cree que la Red es tecnología norteamericana.
Langdon le siguió por el pasillo.
—¿Por qué no enmiendan el error?
Kohler se encogió de hombros, como si el tema no le interesara.
—Un malentendido sin importancia sobre una tecnología sin importancia. El CERN es mucho más grande que una conexión global de ordenadores. Nuestros científicos producen milagros casi a diario.
Langdon dirigió a Kohler una mirada inquisitiva.
—¿Milagros?
La palabra «milagro» no formaba parte del vocabulario empleado en el Fairchild Science Building de Harvard. Los milagros se dejaban a la Facultad de Teología.
—Parece escéptico —dijo Kohler—. Pensaba que era usted un simbolista religioso. ¿No cree en milagros?
—No lo tengo muy claro —dijo Langdon. Sobre todo en relación con los que tienen lugar en laboratorios científicos.
—Tal vez milagro no sea la palabra adecuada. Sólo intentaba adaptarme a su lenguaje.
—¿Mi lenguaje? —De repente, Langdon se sintió incómodo—. No es que quiera decepcionarle, señor, pero yo estudio simbología religiosa. Soy un académico, no un sacerdote.
De repente, Kohler aminoró la velocidad y se volvió. Su mirada se suavizó un tanto.
—Por supuesto. Ha sido una torpeza por mi parte. No es preciso padecer cáncer para analizar sus síntomas.
Langdon nunca lo había oído expresado de esa manera.

Mientras avanzaban por el corredor, Kohler asintió en señal de aceptación.
—Sospecho que usted y yo nos entenderemos a la perfección, señor Langdon.
Langdon se permitió dudarlo.
Mientras ambos continuaban a buen paso, Langdon empezó a percibir un ruido profundo a lo lejos. Se hizo más pronunciado a cada paso que daban, y resonaba en las paredes. Producía la impresión de proceder del final del pasillo.
—¿Qué es eso? —preguntó. Para hacerse oír, tuvo que gritar. Experimentó la sensación de que se estaban acercando a un volcán en actividad.
—El Tubo de Caída Libre —contestó Kohler, y su voz hueca cortó el aire sin esfuerzo. No le dio más explicaciones.
Langdon no preguntó. Estaba agotado, y a Maximilian Kohler no parecía interesarle ganar ningún premio a la hospitalidad. Langdon se recordó por qué estaba aquí, llluminati. Supuso que en esta colosal instalación había un cadáver, un cuerpo marcado a fuego con un símbolo por el que había volado cuatro mil ochocientos kilómetros para verlo.
Cuando se acercaron al final del pasillo, el estrépito se hizo ensordecedor, y vibraba en las suelas de los zapatos de Langdon. Doblaron la curva y apareció a la derecha una galería de observación. Cuatro portales de gruesos cristales estaban empotrados en una pared curva, como ventanas en un submarino. Langdon se detuvo y miró por uno de los agujeros.
El profesor Robert Langdon había visto algunas cosas extrañas en el curso de su vida, pero ésta las superaba a todas. Parpadeó varias veces, y se preguntó si padecía alucinaciones. Estaba contemplando una enorme cámara circular. En el interior de la cámara, flotando como si careciera de peso, había gente. Tres personas. Una saludó con la mano y dio un salto mortal en el aire.
Dios mío, pensó. Estoy en el país de Oz.
El suelo de la estancia era una reja, como una gigantesca plancha de alambre. Bajo la reja se veía la mancha metálica de un enorme propulsor.
—Tubo de Caída Libre —dijo Kohler, y se detuvo para esperarle—. Paracaidismo de interior. Para aliviar el estrés. Es un túnel de viento vertical.
Langdon miró asombrado. Uno de los tres paracaidistas, una mujer obesa, se acercó a la ventana. Las corrientes de aire la abofeteaban, pero sonrió y enseñó a Langdon los dos pulgares alzados. Langdon forzó una sonrisa y le devolvió el gesto, mientras se preguntaba si la mujer sabía que era el antiguo símbolo fálico de la virilidad masculina.
Langdon observó que la mujer era la única que llevaba lo que semejaba un paracaídas en miniatura. El casquete de tela flotaba sobre ella como un juguete.
—¿Para qué sirve el paracaídas pequeño? —preguntó Langdon a Kohler—. No debe de medir más de un metro de diámetro.
—Es por la fricción —dijo Kohler—. Disminuye su resistencia al aire para que el ventilador pueda alzarla. —Desvió la vista hacia el corredor—. Un metro cuadrado de tela disminuye la velocidad de caída de un cuerpo en un veinte por ciento.
Langdon asintió, perplejo.
No sospechó ni por un momento que más tarde, aquella noche, en un país situado a cientos de kilómetros, esa información le salvaría la vida..

8

Cuando Kohler y Langdon salieron del complejo principal del CERN al sol de Suiza, Langdon se sintió transportado a casa. El panorama que se extendía ante él parecía un campus universitario de cualquiera de las más prestigiosas instituciones educativas de la costa Este de Estados Unidos.
Una pendiente cubierta de hierba descendía hasta una planicie donde crecían bosquecillos de arces en cuadriláteros bordeados de edificios residenciales de ladrillo y senderos peatonales. Individuos con pinta de estudiosos entraban y salían de los edificios, cargados con libros. Como para acentuar la atmósfera universitaria, dos hippies melenudos se lanzaban un frisbee, mientras disfrutaban de la Cuarta sinfonía de Mahler, que surgía a todo volumen por la ventana de un dormitorio.
—Son las viviendas de los residentes —explicó Kohler, mientras aceleraba la silla de ruedas en dirección a los edificios—. Tenemos más de tres mil físicos aquí. Sólo el CERN emplea más de la mitad de los físicos de partículas del mundo. Las mentes más brillantes del planeta: alemanes, japoneses, italianos, holandeses, lo que quiera. Nuestros físicos representan a más de quinientas universidades y sesenta nacionalidades.
Langdon se quedó asombrado.
—¿Cómo se comunican?
—En inglés, por supuesto. El idioma universal de la ciencia.
Langdon siempre había oído que las matemáticas constituían el idioma universal de la ciencia, pero estaba demasiado cansado para discutir. Siguió obediente a Kohler.
A mitad de camino, un joven pasó corriendo. Su camiseta proclamaba: ¡SIN TGU NO HAY GLORIA!
Langdon le siguió con la mirada, intrigado.
—¿TGU?
—Teoría General Unificada —explicó Kohler—. La teoría de todo.
—Entiendo —dijo Langdon, que no entendía nada.
—¿Sabe algo de la física de partículas, señor Langdon?
Langdon se encogió de hombros.
—Sé algo de la física general: la caída de los cuerpos, esas cosas. —Sus años de buceador le habían inducido un profundo respeto por el asombroso poder de la aceleración gravitacional—. La física de partículas se ocupa del estudio de los átomos, ¿verdad?
Kohler negó con la cabeza.
—Los átomos son como planetas comparados con lo que nosotros estudiamos. Nuestro interés se centra en el nucleus del átomo, una mera diezmilésima parte del tamaño total. —Tosió de nuevo, como si estuviera enfermo—. Los hombres y mujeres del CERN están aquí para encontrar respuestas a las mismas preguntas que el hombre se ha planteado desde el principio de los tiempos. ¿De dónde venimos? ¿De qué estamos hechos?
—¿Y esas respuestas se encuentran en un laboratorio de física?
—Parece sorprendido.
—Lo estoy. La pregunta parece de tipo espiritual.
—Señor Langdon, todas las preguntas fueron de tipo espiritual en su momento. Desde el principio de los tiempos, la espiritualidad y la religión se han utilizado para llenar los huecos que la ciencia no comprendía. La salida y la puesta de sol se atribuyeron en otro tiempo a Helios y un carro de fuego. Los terremotos y los maremotos eran la ira de Poseidón. La ciencia ha demostrado ahora que esos dioses eran ídolos falsos. Pronto, demostraremos que todos los dioses son falsos ídolos. La ciencia ha proporcionado respuestas a casi todas las preguntas que el hombre puede formular. Sólo quedan unas cuantas,
y son las esotéricas. ¿De dónde venimos? ¿Qué hacemos aquí? ¿Cuál es el sentido de la vida y del universo?
Langdon estaba asombrado.
—¿Son éstas las preguntas que intenta contestar el CERN?
—Le corrijo: éstas son las preguntas que estamos contestando.
Langdon guardó silencio, mientras los dos hombres deambulaban a través de los cuadriláteros residenciales. Un frisbee voló sobre sus cabezas y aterrizó delante de ellos. Kohler no hizo caso y siguió adelante.
Una voz llamó desde el otro ángulo del cuadrilátero.
—S'il vous plaît!
Langdon miró. Un hombre canoso de edad avanzada, con una sudadera del College Paris, le estaba haciendo señas. Langdon recogió el frisbee y se lo devolvió con pericia. El anciano lo atrapó sobre un dedo y lo hizo rebotar varias veces antes de lanzarlo por encima del hombro hacia su compañero.
—Merci! —gritó a Langdon.
—Le felicito —dijo Kohler cuando Langdon le alcanzó—. Acaba de lanzarle el frisbee al ganador del premio Nobel Georges Char-pak, inventor de la cámara proporcional multihilo.
Langdon asintió. Hoy es mi día de suerte.
Langdon y Kohler tardaron tres minutos más en llegar a su destino, un edificio amplio y bien cuidado, situado en un bosquecillo de álamos. Comparado con los demás, el edificio parecía lujoso. El letrero de piedra tallada anunciaba EDIFICIO C.
Muy imaginativo, pensó Langdon.
Pero pese a su nombre vulgar, el Edificio C coincidía con el gusto arquitectónico de Langdon: conservador y sólido. Tenía una fachada de ladrillo rojo, una balaustrada trabajada, y estaba cercado por setos esculpidos simétricos. Cuando los dos hombres subieron por el sendero de piedra hacia la entrada, pasaron bajo un pórtico formado por un par de columnas de mármol. Alguien había pegado una nota adhesiva en una de ellas.

ESTA COLUMNA ES IÓNICA
¿Graffitis de físicos?, se preguntó Langdon, mientras estudiaba la columna y reía para sí.
—Me tranquiliza ver que hasta los físicos brillantes cometen errores.
Kohler le miró.
—¿A qué se refiere?
—Quien escribió esa nota cometió un error, aparte de escribirlo mal. La columna no es iónica, sino jónica. Las columnas jónicas son de anchura uniforme. Ésta es ahusada. Es dórica, la contrapartida griega. Un error muy común.
Kohler no sonrió.
—El autor quería hacer una broma, señor Langdon. «Iónica» significa que contiene iones, partículas cargadas eléctricamente. La mayoría de objetos las contienen.
Langdon miró la columna y gruñó.
Langdon aún se sentía como un estúpido cuando salió del ascensor en el último piso del Edificio C. Siguió a Kohler por un corredor bien amueblado. La decoración no era la que se esperaba, de estilo francés colonial tradicional: un diván cereza, un jarrón de porcelana y muebles con volutas de madera.
—Nos gusta que nuestros científicos se sientan cómodos —explicó Kohler.
Es evidente, pensó Langdon.
—¿El hombre del fax vivía aquí? ¿Era uno de sus empleados de alto nivel?
—En efecto —dijo Kohler—. No acudió a una reunión que teníamos concertada esta mañana y su buscapersonas no contestó. Vine a buscarle y le encontré muerto en su sala de estar.
Langdon sintió un escalofrío cuando comprendió que estaba a punto de ver un cadáver. Se le revolvía el estómago con facilidad. Era una debilidad que había descubierto en sus tiempos de estudiante de historia del arte, cuando el profesor informó a la clase de que Leo-nardo da Vinci había profundizado sus conocimientos del cuerpo humano exhumando cadáveres y diseccionando su musculatura.
Kohler le guió hasta el final del pasillo. Había una sola puerta.
—El apartamento del ático, como dirían ustedes —anunció Kohler, al tiempo que se secaba una gota de sudor de la frente.
Langdon echó un vistazo a la solitaria puerta de roble. Una placa rezaba:
LEONARDO VETRA
—Leonardo Vetra —dijo Kohler— habría cumplido cincuenta y ocho años la semana que viene. Era uno de los científicos más brillantes de nuestro tiempo. Su muerte significa una profunda pérdida para la ciencia.
Por un instante, Langdon creyó percibir emoción en el rostro endurecido de Kohler, pero se esfumó al instante. Kohler introdujo la mano en el bolsillo y empezó a buscar en un llavero.
De pronto, a Langdon se le ocurrió una idea extraña. El edificio parecía desierto.
—¿Dónde está todo el mundo? —preguntó. La falta de actividad no era lo que esperaba encontrar, considerando que estaban a punto de entrar en el escenario de un crimen.
—Los residentes están en sus laboratorios —contestó Kohler, que al fin había encontrado la llave.
—Me refiero a la policía —aclaró Langdon—. ¿Ya se han ido?
Kohler se detuvo, con la llave a medio camino de la cerradura.
—¿La policía?
Los ojos de Langdon se encontraron con los del director.
—La policía. Usted me envió un fax acerca de un homicidio. Tiene que haber llamado a la policía.
—Por supuesto que no.
—¿Cómo?
Los ojos grises de Kohler se hicieron más penetrantes.
—La situación es complicada, señor Langdon.
Langdon sintió una oleada de aprensión. —Pero... ¡alguien más se habrá enterado!
—Sí. La hija adoptiva de Leonardo. También trabaja como física aquí. Ella y su padre comparten el laboratorio. Son compañeros. La señorita Vetra se ausentó esta semana para llevar a cabo investigaciones de campo. Le he comunicado la muerte de su padre, y se halla de camino en este momento.
—Pero un hombre ha sido ase...
—Tendrá lugar una investigación oficial —afirmó Kohler—. Sin embargo, eso significará un registro a fondo del laboratorio de Vetra, un espacio que su hija y él consideraban absolutamente privado. Por consiguiente, esperaremos a que la señorita Vetra llegue. Creo que le debo esa pequeña muestra de discreción.
Kohler giró la llave.
Cuando la puerta se abrió, una ráfaga de aire helado siseó y alcanzó a Langdon en plena cara. Retrocedió, confuso. Estaba contemplando el interior de un mundo extraño. El piso estaba inmerso en una espesa niebla blanca. La niebla remolineaba formando vórtices humeantes alrededor de los muebles, como una mortaja que envolviera la habitación en una neblina opaca.
—¿Qué es...? —tartamudeó Langdon.
—Sistema de aire acondicionado por freón —contestó Kohler—. Refrigeré el piso para conservar el cuerpo.
Langdon se abotonó la chaqueta para protegerse del frío. Estoy en Oz, pensó. Y he olvidado mis zapatillas mágicas.

9

El aspecto del cadáver era espantoso. El difunto Leonardo Vetra yacía de espaldas, desnudo, y la piel había adquirido un color gris azulado. Los huesos del cuello sobresalían en el punto donde los habían roto, y tenía la cabeza girada por completo hacia atrás. La cara no se veía, aplastada contra el suelo. El hombre estaba tendido sobre un charco congelado de su propia orina, y el vello que rodeaba sus genitales encogidos estaba salpicado de escarcha.
Sobreponiéndose a la náusea que la vista del cadáver le producía, Langdon se obligó a que sus ojos se posaran sobre el pecho de la víctima. Aunque había examinado la herida simétrica una docena de veces en el fax, ésta era infinitamente más impresionante en vivo. La carne, levantada y quemada, estaba perfectamente delineada y el símbolo formado sin mácula.
Langdon se preguntó si el intenso escalofrío que recorría su columna vertebral se debía al aire acondicionado o al asombro que le embargó cuando captó el significado de lo que estaba mirando.

Su corazón se aceleró cuando caminó alrededor del cadáver y leyó la palabra al revés, lo cual reafirmaba el genio de la simetría. El símbolo se le antojó aún menos concebible ahora que lo miraba.
—¿Señor Langdon?
Langdon no le oyó. Estaba en otro mundo, su mundo, su elemento, un mundo en el que la historia, el mito y la realidad colisiona-ban e inundaban sus sentidos. Los engranajes giraban.
—¿Señor Langdon?
Los ojos de Kohler le sondeaban, expectantes.
Langdon no levantó la vista. Su atención estaba concentrada por completo.
—¿Ha averiguado algo ya?
—Sólo lo que tuve tiempo de leer en su página web —respondió Kohler—. La palabra llluminati significa «los iluminados». Es el nombre de una hermandad antigua.
Langdon asintió.
—¿Había oído el nombre antes?
—No, hasta que lo vi grabado en el cuerpo del señor Vetra.
—¿Lo buscó en Internet?
—Sí.
—Y encontró cientos de referencias, sin duda.
—Miles —dijo Kohler—. Su página web, no obstante, contenía referencias a Harvard, Oxford, un reputado editor y una lista de publicaciones relacionadas. Como científico, he llegado a aprender que la información sólo es tan válida como su origen. Sus credenciales parecían auténticas.
Los ojos de Langdon seguían clavados en el cadáver.
Kohler no dijo nada más. Esperó a que Langdon arrojara alguna luz sobre lo sucedido.
Langdon alzó la vista y paseó la mirada por el piso.
—¿Y si hablamos en un lugar más cálido?
—Esta habitación es perfecta. —Kohler parecía indiferente al frío—. Hablaremos aquí.
Langdon frunció el ceño. La historia de los llluminati no era nada sencilla. Moriré congelado intentando explicarla. Contempló de nuevo la marca, asombrado.
Aunque las referencias sobre el emblema de los Illuminati eran legendarias en la simbología moderna, ningún erudito lo había visto. Antiguos documentos describían el símbolo como un ambigrama, lo cual quería decir que se podía leer en ambos sentidos. Y si bien los ambigramas eran habituales en la simbología (esvásticas, ying y yang, las estrellas judías, cruces sencillas), la idea de que una palabra pudiera convertirse en un ambigrama parecía imposible. Los expertos en simbología modernos habían intentado durante años imprimir a la palabra «Illuminati» un estilo perfectamente simétrico, pero habían fracasado miserablemente. Casi todos los estudiosos habían llegado a la conclusión de que la existencia del símbolo era un mito.
—¿Quiénes son los Illuminati? —preguntó Kohler.
Sí, pensó Langdon, ¿quiénes son, en realidad? Empezó su relato.
—Desde el inicio de la historia —explicó Langdon—, ha existido una profunda brecha entre ciencia y religión. Científicos sin pelos en la lengua como Copérnico...
—Fueron asesinados —interrumpió Kohler—. Asesinados por la Iglesia por revelar verdades científicas. La religión siempre ha perseguido a la ciencia.
—Sí, pero en el siglo dieciséis, un grupo de hombres luchó en Roma contra la Iglesia. Algunos de los italianos más esclarecidos (físicos, matemáticos, astrónomos) empezaron a reunirse en secreto para compartir sus preocupaciones sobre las enseñanzas equivocadas de la Iglesia. Temían que el monopolio de la «verdad» que ejercía la Iglesia amenazara al esclarecimiento cultural del mundo entero. Fundaron el primer gabinete estratégico científico del mundo, y se auto-proclamaron «los iluminados».
—Los Illuminati.
—Sí —dijo Langdon—. Las mentes más preclaras de Europa... dedicadas a la búsqueda de la verdad científica.
Kohler guardó silencio.
—Como es natural, los Illuminati fueron perseguidos ferozmente por la Iglesia católica. Los científicos sólo consiguieron salvarse gracias a ritos de extremado secretismo. Corrió la voz entre los estu-diosos clandestinos, y la hermandad de los Illuminati creció hasta incluir a eruditos de toda Europa. Los científicos se reunían con regularidad en Roma, en una guarida ultrasecreta que llamaban la Iglesia de la Iluminación.
Kohler tosió y se removió en su silla.
—Muchos Illuminati —continuó Langdon— quisieron combatir la tiranía de la Iglesia con actos de violencia, pero su miembro más reverenciado los disuadió. Era pacifista, así como uno de los científicos más famosos de la historia.
Langdon estaba seguro de que Kohler reconocería el nombre. Hasta los no científicos conocían la historia del desventurado astrónomo que había sido detenido y casi ejecutado por la Iglesia cuando proclamó que el Sol, y no la Tierra, era el centro del sistema solar. Aunque sus datos eran incontrovertibles, el astrónomo fue castigado con severidad por insinuar que Dios había colocado a la humanidad en un lugar que no era el centro de Su universo.
—Se llamaba Galileo Galilei —dijo.
Kohler alzó la vista.
—¿Galileo?
—Sí, Galileo era un Illuminatus, y también un católico devoto. Intentó suavizar la posición de la Iglesia sobre la ciencia cuando proclamó que la ciencia no socavaba la existencia de Dios, sino que, antes al contrario, la reafirmaba. En una ocasión, escribió que, cuando miraba por su telescopio los planetas, oía la voz de Dios en la música de las esferas. Sostenía que la ciencia y la religión no eran enemigas, sino aliadas: dos idiomas diferentes que contaban la misma historia, una historia de simetría y equilibrio... Cielo e infierno, noche y día, calor y frío, Dios y Satán. Tanto la ciencia como la religión se regocijaban en la simetría de Dios..., la pugna constante entre luz y oscuridad.
Langdon hizo una pausa, y pateó el suelo para calentar los pies.
Kohler se limitó a mirarle.
—Por desgracia —añadió Langdon—, la unificación de la ciencia y la religión era algo que la Iglesia no deseaba.
—Claro que no —interrumpió Kohler—. La unificación habría acabado con la pretensión de la Iglesia de que era el único vehículo mediante el cual el hombre podía comprender a Dios. En consecuencia, la Iglesia juzgó por herejía a Galileo, le declaró culpable y le puso bajo arresto domiciliario permanente. Conozco muy bien la historia de la ciencia, señor Langdon. Pero esto sucedió hace siglos. ¿Cuál es la relación de este episodio con Leonardo Vetra?
La pregunta del millón. Langdon fue al grano.
—La detención de Galileo trastornó a los Illuminati. Se cometieron equivocaciones, y la Iglesia descubrió la identidad de cuatro miembros, a los que capturaron e interrogaron. Pero los cuatro científicos no revelaron nada... ni siquiera bajo tortura.
—¿Tortura?
Langdon asintió.
—Los marcaron a fuego. En el pecho. Con el símbolo de la cruz.
Kohler abrió los ojos desmesuradamente, y dirigió una mirada inquieta al cadáver de Vetra.
—Luego, los científicos fueron brutalmente asesinados, y sus cadáveres abandonados en las calles de Roma, como advertencia a los que pensaban unirse a los Illuminati. Debido al acoso de la Iglesia, los restantes Illuminati huyeron de Italia.
Langdon hizo una pausa. Miró los ojos muertos de Kohler.
—Los Illuminati pasaron a la clandestinidad, donde empezaron a mezclarse con otros grupos de refugiados que huían de las purgas católicas: místicos, alquimistas, ocultistas, musulmanes, judíos. Surgieron unos nuevos Illuminati. Unos Illuminati más oscuros. Unos Illuminati profundamente anticatólicos. Adquirieron un gran poder, mediante el empleo de misteriosos ritos y un secretismo mortal, y juraron que un día se alzarían de nuevo y se vengarían de la Iglesia católica. Su poder creció hasta el punto de que la Iglesia los consideró la fuerza anticristiana más poderosa de la tierra. El Vaticano tildó a la hermandad de Shaitan.
—¿Shaitan?
—Es árabe. Significa «adversario»... El adversario de Dios. La Iglesia escogió una palabra árabe porque lo consideraba un idioma sucio. —Langdon vaciló—. Shaitan es la raíz de la palabra... Satanás.
La inquietud se reflejó en el rostro de Kohler.

Langdon habló con voz sepulcral.
—Señor Kohler, no sé cómo apareció esta marca en el pecho de este hombre, ni por qué, pero está contemplando el símbolo, desaparecido hace mucho tiempo, de la secta satánica más antigua y poderosa de la tierra.

10

La callejuela era oscura y desierta. El hassassin caminaba a buen paso, y en sus ojos negros se transparentaba la impaciencia. Cuando se acercó a su destino, las palabras de despedida de Jano resonaron en su mente. La fase dos está a punto de empezar. Vaya a descansar.
El hassassin sonrió con presunción. Había estado despierto toda la noche, pero dormir era lo último que tenía en mente. Dormir era para los débiles. Era un guerrero, al igual que sus antepasados, y su pueblo nunca dormía una vez que empezaba la batalla. No cabía duda de que esta batalla acababa de empezar, y le habían concedido el honor de derramar la primera sangre. Le quedaban dos horas para celebrar su gloria antes de empezar a trabajar.
¿Dormir? Hay mejores maneras de relajarse...
Sus antepasados le habían transmitido el apetito por los placeres hedonistas. Sus antepasados se habían deleitado con el hachís, pero él prefería un tipo de gratificación diferente. Se enorgullecía de su cuerpo, una máquina letal bien engrasada que, pese a su herencia, se negaba a contaminarse con narcóticos. Había desarrollado una adicción más nutricia que las drogas, que le brindaba una recompensa mucho más sana y satisfactoria.
El hassassin aceleró el paso, cada vez más impaciente. Llegó a una puerta como tantas otras y tocó el timbre. Se abrió una mirilla en la puerta, y dos ojos castaños le estudiaron. Después, la puerta se abrió.
—Bienvenido —dijo la elegante mujer. Le guió hasta una sala de estar, amueblada con gusto y apenas iluminada. El aire estaba impregnado de perfume caro e intenso. Le entregó un álbum de fotografías—. Cuando se haya decidido, llame al timbre.
La mujer desapareció.
El hassassin sonrió.
Cuando se sentó en el mullido diván y colocó el álbum de fotos sobre su regazo, sintió que su apetito carnal se despertaba. Aunque su pueblo no celebraba la Navidad, imaginó que así debía de sentirse un niño cristiano, sentado ante un montón de regalos, a punto de descubrir los prodigios que contenían. Abrió el álbum y examinó las fotos. Toda una vida de fantasías sexuales le devolvió la mirada.
Marisa. Una diosa italiana. Fogosa. Una Sofía Loren en joven.
Sachiko. Una geisha japonesa. Flexible como un junco. Experta, sin duda.
Kanara. Una impresionante visión negra. Musculosa. Exótica.
Examinó todo el álbum dos veces y eligió. Apretó un botón de la mesa contigua. Un minuto después, la mujer que le había recibido reapareció. El hombre indicó su selección. Ella sonrió.
—Sígame.
Después de pactar las condiciones económicas, la mujer hizo una llamada telefónica en voz baja. Esperó unos minutos, y luego le guió por una escalera de mármol sinuosa hasta un lujoso vestíbulo.
—Es la puerta dorada del final —dijo—. Tiene gustos caros.
Pues claro, pensó él. Soy un connaisseur.
El hassassin recorrió el pasillo como una pantera que anticipara una larga comida aplazada. Cuando llegó a la puerta, sonrió para sí. Ya estaba entreabierta... Como para darle la bienvenida. Empujó la hoja, y la puerta se abrió sin ruido.
Cuando vio su elección, supo que había elegido bien. Era justo lo que había solicitado... Desnuda, tumbada sobre la espalda, los brazos atados a los postes de la cama con gruesos cordones de terciopelo.
Cruzó la habitación y recorrió con un dedo oscuro el abdomen marfileño. Anoche cometí un asesinato, pensó. Tú eres mi recompensa.

11

—¿Satánico? —Kohler se secó la boca y se removió, inquieto—. ¿Esto es el símbolo de una secta satánica?
Langdon paseó por la habitación para entrar en calor.
—Los Illuminati eran satanistas, pero no en el sentido moderno.
Langdon se apresuró a explicar que casi todo el mundo imaginaba a los satanistas como monstruos adoradores del diablo, pero la historia demostraba que eran hombres cultos que se alzaban como adversarios de la Iglesia. Shaitan. Los rumores acerca de prácticas de magia negra y sacrificios de animales y el ritual del pentagrama no eran más que mentiras propagadas por la Iglesia para denostar a sus adversarios. Con el tiempo, los enemigos de la Iglesia, deseosos de emular a los Illuminati, habían empezado a creer en las mentiras y a ponerlas en práctica. Así nació el satanismo moderno.
Kohler le interrumpió con acritud.
—Todo eso es historia antigua. Quiero saber cómo ha llegado aquí este símbolo.
Langdon respiró hondo.
—Este símbolo fue creado por un artista anónimo del siglo dieciséis como tributo al amor de Galileo por la simetría, una especie de logotipo sagrado de los Illuminati. La hermandad guardó en secreto el dibujo, se supone que con el propósito de revelarlo sólo cuando hubiera reunido el poder suficiente para resurgir y alcanzar su objetivo final.
Kohler parecía inquieto.
—¿Este símbolo significa que la hermandad de los Illuminati está resurgiendo?
Langdon frunció el ceño.
—Eso sería imposible. Hay un capítulo de la historia de los Illuminati que todavía no he explicado.
Kohler alzó la voz.
—Ilumíneme.
Langdon se frotó las palmas de las manos, y pasó revista mental a los cientos de documentos que había leído o escrito sobre los Illuminati.
—Los Illuminati eran supervivientes —explicó—. Cuando huyeron de Roma, atravesaron toda Europa en busca de un lugar seguro donde reagruparse. Fueron acogidos por otra sociedad secreta, una hermandad de ricos canteros bávaros llamados francmasones.
Kohler se quedó de una pieza.
—¿Los masones?
Langdon asintió, sin sorprenderse de que Kohler hubiera oído hablar del grupo. La hermandad de los masones contaba con más de cinco millones de miembros en todo el mundo, la mitad de ellos residentes en Estados Unidos, y más de un millón en Europa.
—Los masones no son satanistas, desde luego —afirmó Kohler en tono escéptico.
—Por supuesto que no. Los masones fueron víctimas de su propia bondad. Después de acoger a los científicos huidos en el siglo dieciocho, los masones se convirtieron sin querer en una tapadera de los Illuminati. Los Illuminati fueron ascendiendo en sus rangos, y poco a poco fueron copando puestos de poder en las logias. Restablecieron con discreción su hermandad científica en el seno de los masones, una especie de sociedad secreta dentro de una sociedad secreta. Después, los Illuminati utilizaron los contactos a escala mundial de las logias masónicas para extender su influencia.
Langdon respiró hondo antes de continuar.
—El exterminio del catolicismo era el objetivo principal de los Illuminati. La hermandad sostenía que el dogma supersticioso vomitado por la Iglesia era el mayor enemigo de la humanidad. Temían que si la religión seguía propugnando el mito piadoso como un hecho incontrovertible, el progreso científico se paralizaría, y la humanidad sería condenada a un futuro ignorante de guerras santas absurdas.
—Como vemos hoy tan a menudo.
Langdon frunció el ceño. Kohler tenía razón. Las guerras santas seguían ocupando los titulares de los periódicos. Mi Dios es mejor que el tuyo. Daba la impresión de que siempre existía una estrecha correlación entre los verdaderos creyentes y las cifras elevadas de cadáveres.
—Continúe —dijo Kohler.
Langdon ordenó sus ideas y siguió.
—Los Illuminati adquirieron más poder en Europa y se impusieron como objetivo Estados Unidos, un gobierno bisoño muchos de cuyos líderes eran masones, George Washington, Ben Franklin, hombres honrados y temerosos de Dios que desconocían la existencia de los Illuminati en el seno de los masones. Los Illuminati se aprovecharon de la infiltración y contribuyeron a fundar bancos, universidades e industrias para financiar su objetivo final. —Langdon hizo una pausa—. La creación de un solo Estado mundial unificado, una especie de Nuevo Orden Mundial seglar.
Kohler no se movió.
—Un Nuevo Orden Mundial —repitió Langdon—, basado en el esclarecimiento científico. Lo llamaron Doctrina Luciferina. La Iglesia insistió en que Lucifer era una referencia al demonio, pero la hermandad afirmó que había que entender Lucifer en su significado latino literal: el que trae la luz. O Iluminador.
Kohler suspiró, y su voz adoptó un tono solemne.
—Haga el favor de sentarse, señor Langdon.
Langdon se acomodó vacilante en una silla cubierta de escarcha.
Kohler acercó su silla de ruedas.
—No estoy seguro de entender todo lo que acaba de decir, pero sí entiendo esto. Leonardo Vetra era uno de los elementos más valiosos del CERN. También era un amigo. Necesito que me ayude a localizar a los Illuminati.
Langdon no supo cómo contestar.
—¿Localizar a los Illuminati? —Está bromeando, ¿verdad?—. Me temo, señor, que eso va a ser imposible.
Kohler arrugó el entrecejo.
—¿Qué quiere decir? No pretenderá...
—Señor Kohler. —Langdon se inclinó hacia su anfitrión, sin saber cómo hacerle entender lo que iba a decir—. No he terminado mi historia. Pese a las apariencias, es muy improbable que esta marca fuera hecha por los Illuminati. No existen pruebas de su existencia desde hace más de medio siglo, y la mayoría de eruditos coincide en que los Illuminati se extinguieron hace muchos años.
Las palabras de Langdon se estrellaron contra un silencio momentáneo. Kohler le miró entre la niebla con una expresión a medio camino entre estupefacción y furia.
—¿Cómo diantres puede decirme que este grupo está extinto, cuando su emblema está grabado en el pecho de este hombre?
Langdon llevaba formulándose la misma pregunta durante toda la mañana. La aparición del ambigrama de los Illuminati era sorprendente. Los expertos en simbología del mundo entero se quedarían perplejos. No obstante, el erudito que era Langdon comprendía que la reaparición de la marca no demostraba nada acerca de los Illuminati.
—Los símbolos no confirman la presencia de sus creadores originales —contestó.
—¿Qué quiere decir?
—Quiero decir que cuando doctrinas organizadas como la de los Illuminati dejan de existir, sus símbolos permanecen, de forma que otros grupos los pueden adoptar. Se llama transferencia. Es muy común en simbología. Los nazis tomaron la esvástica de los hindúes, los cristianos adoptaron la cruz de los egipcios, los...
—Esta mañana —le desafió Kohler—, cuando tecleé la palabra «Illuminati» en el ordenador, encontré miles de referencias actuales. Por lo visto, un montón de gente cree todavía que este grupo sigue activo.
—Devotos de las conspiraciones —contestó Langdon.
Siempre le habían irritado la multitud de teorías conspirativas que circulaban en la moderna cultura pop. Los medios de comunicación anhelaban titulares apocalípticos, y autoproclamados «especialistas en cultos» conseguían suculentos ingresos gracias a la histeria del milenio, inventando historias acerca de que los Illuminati estaban vivos y organizando su Nuevo Orden Mundial. Hacía poco, el New York Times había publicado un reportaje sobre los misteriosos lazos masónicos de incontables personajes famosos: sir Arthur Conan Doyle, el duque de Kent, Peter Sellers, Irving Berlin, el príncipe Felipe de Edimburgo, Louis Armstrong, así como una galería de industriales y magnates de la banca actuales bien conocidos.
Kohler señaló airado el cadáver de Vetra.
—Considerando las pruebas, yo diría que tal vez los devotos de las conspiraciones tienen razón.
—Soy consciente de adónde apuntan las apariencias —dijo Langdon con la mayor diplomacia posible—. No obstante, una explicación mucho más plausible es que otra organización se haya apropiado del emblema de los Iluminati y lo está utilizando para alcanzar sus designios.
—¿Qué designios? ¿Qué demuestra este asesinato?
Buena pregunta, pensó Langdon. A él también le costaba imaginar de dónde habrían podido sacar el emblema de los Illuminati después de cuatrocientos años.
—Sólo puedo decirle que, aunque los Iluminati siguieran en activo hoy, cosa que me parece imposible, no estarían implicados en la muerte de Leonardo Vetra.
—¿No?
—No. Puede que los Iluminati creyeran en la abolición de la cristiandad, pero adquirieron su poder mediante herramientas políticas y económicas, no con actos terroristas. Además, los Iluminati poseían un estricto código de moralidad en lo tocante a sus enemigos. Tenían en suma consideración a los hombres de ciencia. No habrían asesinado a un hermano científico como Leonardo Vetra.
Kohler le lanzó una mirada gélida.
—Tal vez he olvidado mencionar que Leonardo Vetra era un científico fuera de lo común.
Langdon exhaló un suspiro.
—Señor Kohler, estoy seguro de que Leonardo Vetra era brillante en muchos sentidos, pero es un hecho irrefutable que...
Kohler dio media vuelta a su silla de ruedas sin previo aviso y salió como una flecha de la sala de estar, dejando una estela de niebla remolineante cuando se alejó por el pasillo.
Por el amor de Dios, gruñó Langdon. Le siguió. Kohler le estaba esperando en un pequeño hueco situado al final del pasillo.
—Esto es el estudio de Leonardo —dijo Kohler, y señaló la puerta deslizante—. Quizá cuando lo vea enfocará la situación desde una perspectiva muy diferente.
Kohler abrió la puerta con un gruñido.
Langdon echó un vistazo al estudio y notó al instante que se le erizaba el vello. Santa Madre de Dios, se dijo.

12

En otro país, un joven guardia estaba sentado pacientemente ante una extensa hilera de monitores de vídeo. Miraba las imágenes que destellaban ante él, tomas en directo de cientos de cámaras de vídeo inalámbricas que rodeaban el complejo. Las imágenes no cesaban de desfilar.
Un pasillo ornamentado.
Un despacho privado.
Una cocina de tamaño industrial.
Mientras desfilaban las imágenes, el guardia se abstuvo de fantasear. Estaba llegando al final de su turno, pero aún seguía vigilante. El servicio era un honor. Algún día, le concederían la recompensa definitiva.
Una imagen captó toda su atención. Con un movimiento reflejo que consiguió sobresaltarle incluso a él, extendió la mano y oprimió un botón del panel de control. La imagen se congeló.
Hecho un manojo de nervios, se inclinó hacía la pantalla para ver mejor. La lectura del monitor le dijo que la imagen estaba siendo transmitida desde la cámara 86, una cámara que debía estar vigilando un pasillo.
Pero la imagen que tenía ante él no era la de un pasillo.

13

Langdon contempló con perplejidad el estudio.
—¿Qué es este lugar?
Pese a la agradable ráfaga de aire caliente en la cara, atravesó el umbral con nerviosismo.
Kohler no dijo nada y siguió a Langdon.
Langdon examinó la habitación, sin saber qué deducir de lo que veía. Contenía la mezcla de objetos más peculiar que había visto en su vida. En la pared del fondo, dominando el decorado, había un enorme crucifijo de madera, que Langdon atribuyó a la España del siglo XIV. Sobre el crucifijo, suspendido del techo, vio un móvil metálico de planetas en órbita. A la derecha había un óleo de la Virgen María, y al lado una lámina con la tabla periódica de los elementos. En la pared lateral, otros dos crucifijos de latón flanqueaban un cartel de Albert Einstein, con su famosa cita DIOS NO JUEGA A LOS DADOS CON EL UNIVERSO.
Langdon siguió avanzando, y miró a su alrededor con estupor. Una Biblia encuadernada en piel descansaba sobre el escritorio de Vetra, junto a un modelo de Bohr en plástico de un átomo y una réplica en miniatura del Moisés de Miguel Ángel.
Toma eclecticismo, pensó Langdon. El calor le sentaba bien, pero algo en el decorado le provocó nuevos escalofríos. Experimentó la sensación de estar presenciando la colisión de dos titanes de la filosofía, la coexistencia inquietante de fuerzas opuestas. Examinó los títulos de la librería:
La partícula de Dios
El tao de la física
Dios: la prueba
Había una cita grabada en un sujetalibros:
LA VERDADERA CIENCIA DESCUBRE A DIOS
ESPERANDO DETRÁS DE CADA PUERTA.
PAPA PÍO XII
—Leonardo era un sacerdote católico —dijo Kohler.
Langdon se volvió.
—¿Un sacerdote? ¿No dijo que era físico?
—Ambas cosas. La combinación de científico y religioso abunda en la historia. Leonardo era un ejemplo. Consideraba a la física «la ley natural de Dios». Afirmaba que la caligrafía de Dios era visible en el orden natural que nos rodea. Mediante la ciencia, aspiraba a demostrar la existencia de Dios a las masas dubitativas. Se consideraba un teofísico.
¿Teofísico? Langdon pensó que era un oxímoron imposible.
—En los últimos tiempos, el campo de la física de partículas ha hecho descubrimientos sorprendentes, descubrimientos de implicaciones muy espirituales. Leonardo fue responsable de muchos de ellos.
Langdon estudió al director del CERN, mientras intentaba asimilar todavía el peculiar entorno.
—¿Espiritualidad y física?
Langdon había pasado su carrera estudiando historia de las religiones, y si existía un tema recurrente, era que la ciencia y la religión habían sido como agua y aceite desde el primer día... Archienemigas, no miscibles.
—Vetra caminaba en el filo de la física de partículas —dijo Kohler—. Estaba empezando a fundir ciencia y religión, demostrando que se complementaban de formas insospechadas. Llamaba a este campo Nueva Física.
Kohler sacó un libro de una estantería y se lo dio a Langdon.

Langdon estudió la portada. Dios, milagros y la Nueva Física, por Leonardo Vetra.
—El campo es pequeño —dijo Kohler—, pero está aportando respuestas nuevas a preguntas viejas, preguntas sobre el origen del universo y las fuerzas que nos sojuzgan. Leonardo creía que su investigación poseía el potencial de convertir a millones de personas a una vida más espiritual. El año pasado, demostró de manera categórica la existencia de una energía que nos une a todos. Demostró que todos estamos conectados físicamente, que las moléculas de su cuerpo están entrelazadas con las moléculas del mío, que una sola fuerza actúa en el interior de todos nosotros...
Langdon se sintió desconcertado. Y el poder de Dios nos unirá. —¿El señor Vetra descubrió una forma de demostrar que las partículas están conectadas?
—Pruebas concluyentes. Un reciente artículo del Scientific American saludaba a la Nueva Física como un camino más seguro que la religión para llegar a Dios.
El comentario surtió efecto. Langdon se encontró de repente pensando en los antirreligiosos Illuminati. A regañadientes, se permitió una momentánea incursión intelectual en el terreno de lo imposible. Si los Illuminati seguían en activo, ¿habrían asesinado a Leonardo para impedir que predicara su mensaje religioso a las masas? Langdon desechó la idea. ¡Absurdo! ¡Los Illuminati son historia antigua!. ¡Todos los estudiosos lo saben!
—Vetra se había granjeado muchas enemistades en el mundo científico —continuó Kohler—. Muchos científicos puristas le despreciaban. Incluso aquí, en el CERN. Creían que utilizar física analítica para apoyar principios religiosos era una traición a la ciencia.
—Pero ¿no están los científicos de hoy algo menos a la defensiva con la Iglesia?
Kohler emitió un gruñido de desagrado.
—¿Usted cree? Puede que la Iglesia ya no queme científicos en la pira, pero si cree que han aflojado su presa sobre la ciencia, pregúntese por qué la mitad de los colegios de su país no pueden enseñar la evolución. Pregúntese por qué la Coalición Cristiana norteamericana es la organización más influyente contra el progreso científico en el mundo. La batalla entre la ciencia y la religión todavía prosigue, señor Langdon. Se ha trasladado de los campos de batalla a las salas de juntas, pero aún se halla en pleno apogeo.
Langdon comprendió que Kohler tenía razón. Hacía apenas una semana que los estudiantes y profesores de la Facultad de Teología de Harvard se habían manifestado ante el edificio de la Facultad de Biología, en protesta por los experimentos de ingeniería genética que tenían lugar en el programa de licenciatura. El presidente del Departamento de Biología, el famoso ornitólogo Richard Aaronian, defendió su plan de estudios colgando una gigantesca pancarta de la ventana de su despacho. La pancarta plasmaba al «pez» cristiano modificado con cuatro piececitos, un tributo, afirmó Aaronian, a la evolución de los dipnoos africanos. Bajo el pez, en lugar de la palabra «Jesús» se leía «¡DARWIN!»
Se oyó un pitido penetrante, y Langdon alzó la vista. Kohler rebuscó en la colección de aparatos electrónicos de la silla de ruedas. Sacó un beeper de su funda y leyó el mensaje enviado.
—Bien. Es la hija de Leonardo. La señorita Vetra está a punto de llegar al helipuerto. La iremos a recibir. Considero más conveniente que no vea a su padre de esta manera.
Langdon se mostró de acuerdo. Se llevaría una impresión que ningún hijo merecía.
—Pediré a la señorita Vetra que explique el proyecto en el que ella y su padre estaban trabajando... Tal vez arrojará luz sobre el móvil del asesinato.
—¿Cree que el trabajo de Vetra fue la causa de que le mataran?
—Es muy posible. Leonardo me dijo que estaba trabajando en algo trascendental. Es lo único que adelantó. Se mostraba muy reservado sobre el proyecto. Tenía un laboratorio privado y exigió que respetaran su aislamiento, cosa que le concedí de buen grado debido a su brillantez. En los últimos tiempos, su trabajo estaba consumiendo ingentes cantidades de energía eléctrica, pero me abstuve de interrogarle. —Kohler giró hacia la puerta del estudio—. No obstante, tiene que saber algo más antes de salir de este apartamento.
Langdon no estaba seguro de querer oírlo.
—El asesino robó un objeto de Vetra.
—¿Un objeto?
—Sígame.
El director propulsó la silla de ruedas hacia la sala de estar. Langdon le siguió, sin saber qué esperar. Kohler se detuvo a escasos centímetros del cadáver de Vetra. Indicó con un gesto a Langdon que se acercara. Langdon obedeció de mala gana, y sintió que la bilis se le subía a la garganta cuando percibió el olor de la orina congelada de la víctima.
—Mire su cara —dijo Kohler.
¿Que mire su cara? Langdon frunció el ceño. ¿No me has dicho que habían robado algo?
Langdon se arrodilló, vacilante. Intentó ver la cara de Vetra, pero la cabeza estaba girada en un ángulo de ciento ochenta grados hacia atrás, con el rostro apretado contra la alfombra.
Kohler, pese a las dificultades de movilidad, logró inclinarse y giró con cuidado la cabeza congelada de Vetra. Con un crujido audible, la cara del cadáver, deformada en una mueca de dolor, quedó visible. Kohler la inmovilizó así un momento.
—¡Santo Dios! —exclamó Langdon, que retrocedió dando tumbos. El rostro de Vetra estaba cubierto de sangre. Un solo ojo color avellana le miraba. La otra cavidad estaba acuchillada y vacía.
»¿Le arrancaron el ojo?

14

Langdon salió del Edificio C y respiró aire puro dando gracias por haber abandonado el piso de Vetra. El sol ayudó a disipar la imagen de la cuenca ocular vacía, grabada a fuego en su mente.
—Sígame, por favor —dijo Kohler, subiendo por un sendero empinado. Daba la impresión de que la silla de ruedas se desplazaba sin el menor esfuerzo—. La señorita Vetra llegará de un momento a otro.
Langdon corrió para alcanzarle.
—Bien —dijo Kohler—, ¿todavía duda de que los Illuminati están implicados?
Langdon ya no sabía qué pensar. Las teorías religiosas de Vetra eran muy inquietantes, pero se resistía a desprenderse de todas las pruebas científicas que había investigado en su vida. Además, estaba el ojo...
—Todavía sostengo —dijo Langdon, con más energía de la que pretendía— que los Illuminati no son responsables de este asesinato. El ojo desaparecido es la prueba.
—¿Cómo?
—Los Illuminati no practican la mutilación aleatoria —explicó Langdon—. Los especialistas en cultos achacan la mutilación aleatoria a sectas marginales carentes de experiencia, fanáticos que cometen actos fortuitos de terrorismo, pero los Illuminati han sido siempre más metódicos.
—¿Metódicos? ¿Extraer el ojo de alguien no es metódico?
—No envía un mensaje claro. No sirve a un propósito más elevado.
La silla de ruedas de Kohler se detuvo de repente en lo alto de la colina. Se volvió.
—Créame, señor Langdon, ese ojo desaparecido sirve a un propósito más elevado..., mucho más elevado.
Mientras los dos hombres cruzaban la colina, el zumbido del helicóptero se oyó hacia el oeste, y vieron que viraba en su dirección. Se inclinó con brusquedad, aminoró la velocidad y se posó sobre una he-lipista pintada en la hierba.
Langdon miraba como sin ver, y su cabeza daba vueltas como las hélices del aparato, mientras se preguntaba si una noche de sueño reparador contribuiría a paliar su desorientación. De todos modos, lo dudaba.
Cuando los patines tocaron el suelo, un piloto saltó a tierra y empezó a descargar. Había de todo, bolsos marineros, bolsas impermeables de vinilo, botellas de submarinismo y cajas de lo que parecía ser un equipo de buceo de alta tecnología.
Langdon estaba confuso.
—¿Es ése el instrumental de la señorita Vetra? —gritó a Kohler por encima del ruido de los motores.
Kohler asintió.
—Estaba llevando a cabo investigaciones biológicas en las islas Baleares —gritó a su vez Kohler.
—¿No había dicho que era física?
—Y lo es. Estudia la interacción de los sistemas vivos. Su trabajo se halla íntimamente ligado al de su padre en física de partículas. Hace poco refutó una de las teorías fundamentales de Einstein, utilizando cámaras sincronizadas atómicamente para observar un banco de atunes.
Langdon escrutó la cara de su anfitrión en busca de algún rastro de humor. ¿Einstein y atunes? Empezaba a preguntarse si el avión espacial X-33 le había depositado por error en otro planeta.
Un momento después, Vittoria Vetra descendió del helicóptero. Robert Langdon comprendió que el día iba a depararle incontables sorpresas. Vittoria Vetra, en pantalones cortos caqui y top blanco sin mangas, no se parecía en nada a la científica estudiosa que había imaginado. Flexible y graciosa, era alta, de piel color castaño y pelo negro largo, que revolvía la ventolera causada por las palas de las hélices. Tenía un rostro típicamente italiano, no de una belleza avasalladora, pero sí de facciones terrenales que, incluso desde doce metros de distancia, parecían proyectar una sensualidad a flor de piel. Cuando las corrientes de aire azotaron su cuerpo, las ropas se pegaron a sus formas, revelando el esbelto torso y unos pechos pequeños.
—La señorita Vetra es una mujer de una energía personal tremenda —dijo Kohler, como si intuyera la fascinación de Langdon—. Pasa meses seguidos trabajando en sistemas ecológicos peligrosos. Es una estricta vegetariana y la gurú residente en el CERN de hatha yoga.
¿Hatha yoga?, pensó Langdon. El antiguo arte budista de la meditación parecía una disciplina poco apropiada para la hija científica de un sacerdote católico.
Langdon contempló a Vittoria mientras se acercaba. Era evidente que había estado llorando, y sus ojos de un negro profundo estaban invadidos de unos sentimientos que Langdon fue incapaz de identificar. De todos modos, avanzaba hacia él con decisión y energía. Sus extremidades eran fuertes y tonificadas, e irradiaban la saludable luminiscencia de la carne mediterránea que había disfrutado de largas horas al sol.
—Vittoria —dijo Kohler cuando estuvo cerca—. Mi más sentido pésame. Es una terrible pérdida para la ciencia... y para todos los que trabajamos en el CERN.
Vittoria asintió, agradecida. Cuando habló, lo hizo en voz baja y ronca, con fuerte acento.
—¿Ya saben quién ha sido el responsable?
—Estamos trabajando en ello.
Se volvió hacia Langdon y extendió una mano esbelta.
—Me llamo Vittoria Vetra. Supongo que es usted de la Interpol, ¿no?
Langdon estrechó su mano, fascinado por la profundidad de su mirada lacrimosa.

—Robert Langdon.
No sabía muy bien qué más decir.
—El señor Langdon no es policía —explicó Kohler—. Es un especialista de Estados Unidos. Ha venido para ayudarnos a descubrir al responsable de esta situación.
Vittoria compuso una expresión de perplejidad.
—¿Y la policía?
Kohler exhaló un suspiro, pero no dijo nada.
—¿Dónde está el cuerpo? —preguntó la joven.
—Se están ocupando de él.
La descarada mentira sorprendió a Langdon.
—Quiero verle —dijo Vittoria.
—Vittoria —la apremió Kohler—, tu padre fue brutalmente asesinado. Sería mejor que le recordaras tal como era.
Vittoria empezó a hablar, pero la interrumpieron.
—¡Eh, Vittoria! —llamaron varias voces desde lejos—. ¡Bienvenida a casa!
Se volvió. Un grupo de científicos que pasaba cerca del helipuerto la saludó con alegría.
—¿Has refutado alguna teoría más de Einstein? —gritó uno.
—¡Tu padre estará orgulloso de ti! —añadió otro.
Vittoria miró a los hombres, confusa. Después, se volvió hacia Kohler.
—¿Nadie lo sabe aún?
—Decidí que la discreción era fundamental.
—¿No ha dicho al personal que mi padre había sido asesinado?
Su tono de sorpresa se tiñó de ira.
—Tal vez olvidas, Vittoria —replicó Kohler con dureza—, que en cuanto informe del asesinato de tu padre se abrirá una investigación en el CERN. Incluyendo un registro minucioso de su laboratorio. Siempre he intentado respetar la privacidad de tu padre. Sólo me contó dos cosas sobre vuestro proyecto actual. Una, que existe la posibilidad de que aporte al CERN millones de francos en contratos durante la siguiente década. Y dos, que aún no es el momento para darlo a conocer al público debido a su tecnología, todavía peligrosa. Considerando estos dos hechos, prefiero que ningún extraño fisgo-nee en su laboratorio, para o bien robar su trabajo, o morir en el ínterin y poner en peligro al CERN. ¿Me he expresado con claridad?
Vittoria le miró sin decir nada. Langdon intuyó que respetaba y aceptaba a regañadientes la lógica de Kohler.
—Antes de informar a las autoridades —dijo Kohler—, he de saber en qué estabais trabajando vosotros dos. Has de llevarnos a vuestro laboratorio.
—El laboratorio carece de importancia —dijo Vittoria—. Nadie sabía lo que estábamos haciendo mi padre y yo. El experimento no puede estar relacionado con el asesinato de mi padre.
Kohler exhaló un suspiro.
—Las pruebas sugieren lo contrario.
—¿Las pruebas? ¿Qué pruebas?
Langdon se estaba preguntando lo mismo.
Kohler se secó la boca de nuevo.
—Tendrás que confiar en mí.
Estaba claro, a juzgar por la mirada encendida de Vittoria, que no iba a hacerlo.

15

Langdon caminó en silencio detrás de Vittoria y Kohler en dirección al atrio principal, donde había empezado su peculiar visita. Las piernas de Vittoria avanzaban con ágil eficacia, como un buceador de alto nivel, con una potencia, supuso Langdon, nacida de la flexibilidad y el control del yoga. Oyó que respiraba lenta y deliberadamente, como si intentara filtrar su dolor.
Langdon deseaba decirle algo, ofrecerle su compasión. Él también había experimentado en una ocasión el brusco vacío de perder a un padre de manera inesperada. Recordaba el funeral, lluvioso y gris. Dos días después de cumplir doce años, la casa se llenó de hombres con trajes grises de la oficina, hombres que estrecharon su mano con excesiva fuerza. Todos murmuraron palabras como cardíaco y estrés. Su madre bromeó entre lágrimas que siempre había podido seguir la marcha de la Bolsa sujetando la mano de su padre. El pulso era su cinta de teleimpresor particular.
Una vez, cuando su progenitor vivía, Langdon había oído a su madre suplicar a su padre que «se parara a oler las rosas». Aquel año, Langdon regaló a su padre por Navidad una diminuta rosa de cristal soplado. Era el objeto más bello que Langdon había visto nunca. Cuando el sol daba en ella, arrojaba un arco iris de colores sobre la pared. «Es muy bonita», había dicho su padre cuando abrió el paquete, y le dio un beso en la frente. «Vamos a buscarle un sitio donde no pueda romperse.» Entonces, su padre la depositó con sumo cuidado en una estantería elevada del rincón más oscuro de la sala de estar. Unos días después, Langdon se hizo con un taburete, recuperó la rosa y la devolvió a la tienda. Su padre nunca reparó en su desaparición.
El timbre de un ascensor devolvió a Langdon a la realidad. Vit-toria y Kohler, que le precedían, estaban a punto de entrar en él. Langdon vaciló ante las puertas abiertas.
—¿Pasa algo? —preguntó Kohler, más impaciente que preocupado.
—En absoluto —dijo Langdon, y se obligó a entrar en la estrecha cabina. Sólo utilizaba ascensores cuando era absolutamente necesario. Prefería los espacios abiertos de las escaleras.
—El laboratorio de la doctora Vetra es subterráneo —explicó Kohler.
Maravilloso, pensó Langdon cuando entró, y sintió una corriente de aire frío procedente del hueco del ascensor. Las puertas se cerraron, y la cabina empezó a descender.
—Seis pisos —anunció Kohler como en un alarde de precisión.
Langdon imaginó la oscuridad del hueco desierto. Intentó alejar la imagen contemplando los números que iban cambiando a medida que bajaban pisos. El ascensor sólo mostraba dos paradas. PLANTA BAJA y LHC.
—¿Qué quiere decir LHC? —preguntó, procurando disimular su nerviosismo.
—Large Hadron Collider —dijo Kohler—. Un acelerador de partículas.
¿Un acelerador de partículas? El término le resultaba vagamente familiar. Lo había oído por primera vez en una cena con unos colegas en Dunster House, en Cambridge. Un amigo físico, Bob Brownell, había llegado a cenar un noche hecho una furia.
—¡Esos bastardos lo han cancelado! —maldijo.
—¿Cancelado qué? —preguntaron todos.
—¡El SSC!
—¿Cómo?
—¡El Superconducting Super Collider!
Alguien se encogió de hombros.
—No sabía que Harvard estaba construyendo uno.
—¡No es Harvard! —exclamó—. ¡Estados Unidos! ¡Iba a ser el acelerador de partículas más potente del mundo! ¡Uno de los proyectos científicos más importantes del siglo! ¡Dos mil millones de dólares invertidos, y el Senado rechaza el proyecto! ¡Malditos sean los lobbies de los grupos fundamentalistas cristianos!
Cuando Brownell se calmó por fin, explicó que un acelerador de partículas era un tubo ancho y circular en el que se aceleraban partículas subatómicas. Imanes situados en el tubo se conectaban y desconectaban en rápida sucesión para «empujar» partículas de un lado a otro, hasta que alcanzaban velocidades tremendas. Las partículas aceleradas al máximo daban vueltas al tubo a una velocidad superior a los doscientos ochenta mil kilómetros por segundo.
—Pero eso es casi la velocidad de la luz —exclamó uno de los profesores.
—Muy cierto —dijo Brownell. Explicó que al acelerar dos partículas en direcciones opuestas en el tubo, para luego hacerlas colisio-nar, los científicos podían romper las partículas en sus partes constituyentes y echar un vistazo a los componentes fundamentales de la naturaleza—. Los aceleradores de partículas —declaró Brownell— son cruciales para el futuro de la ciencia. Conseguir que las partículas colisionen es la clave para comprender los patrones de construcción del universo.
El Poeta Residente de Harvard, un hombre silencioso llamado Charles Pratt, no pareció impresionado.
—A mí me parece un abordaje de la ciencia propio de los nean-dertales —dijo—, algo así como destrozar relojes para saber cómo es su mecanismo interno.
Brownell dejó caer su tenedor y salió de la sala como una exhalación.
¿Así que el CERN tiene un acelerador de partículas?, pensó Langdon, mientras el ascensor bajaba. Un tubo circular para romper partículas. Se preguntó por qué lo habían sepultado bajo tierra.
Cuando el ascensor paró, se sintió aliviado de tener tierra firme bajo los pies, pero cuando las puertas se abrieron, su alivio se evapo-ró. Robert Langdon se encontró de nuevo ante un mundo totalmente desconocido.
El pasadizo se alejaba hasta perderse de vista en ambas direcciones, a izquierda y derecha. Era un túnel de cemento liso, lo bastante ancho para permitir el paso de un camión de dieciocho ruedas. El pasillo, muy bien iluminado en el punto donde se encontraban, estaba muy oscuro más adelante. Un viento húmedo surgía de la oscuridad, un recordatorio inquietante de que se hallaban en las entrañas de la tierra. Langdon casi podía sentir el peso de la tierra y la piedra sobre su cabeza. Por un momento, volvió a tener nueve años... y la oscuridad le obligaba a retroceder... a las cinco horas de aplastante negrura que todavía le atormentaban. Cerró los puños y luchó por sobreponerse.
Vittoria continuó en silencio cuando salieron del ascensor y se adentró en la oscuridad sin la menor vacilación. Los fluorescentes del techo se iban encendiendo a su paso. El efecto era inquietante, pensó Langdon, como si el túnel estuviera vivo... y se anticipara a sus movimientos. Langdon y Kohler la siguieron a una prudente distancia. Las luces se iban apagando de forma automática a sus espaldas.
—Este acelerador de partículas —dijo Langdon en voz baja—, ¿está en este túnel?
—Está allí.
Kohler indicó a la izquierda, donde un tubo de cromo pulido corría a lo largo de la pared interna del túnel.
Langdon miró el tubo, confuso.
—¿Eso es el acelerador? —El aparato no se parecía a nada que hubiera imaginado. Era perfectamente recto, de unos noventa centímetros de diámetro, y se extendía a todo lo largo del túnel hasta desaparecer en la oscuridad. Recuerda más a una alcantarilla de alta tecnología, pensó Langdon—. Creía que los aceleradores de partículas eran circulares.
—Este acelerador es un círculo —dijo Kohler—. Parece recto, pero se trata de una ilusión óptica. La circunferencia de este túnel es tan grande que la curva es imperceptible... como la de la Tierra.
Langdon se quedó estupefacto. ¿Esto es un círculo?
—Pero... ¡debe de ser enorme!
—El LHC es la máquina más grande de la tierra.
Langdon recordó que el chófer del CERN había hablado de una máquina enorme sepultada bajo tierra. Pero...
—Tiene más de ocho kilómetros de diámetro... y veintisiete kilómetros de largo.
Langdon volvió la cabeza al instante.
—¿Veintisiete kilómetros? —Miró al director, y luego escudriñó de nuevo el túnel oscuro que se extendía ante él—. ¿Este túnel mide veintisiete kilómetros de largo? Eso es más de... ¡dieciséis millas!
Kohler asintió.
—Forma un círculo perfecto. Se adentra en Francia y luego vuelve hacia aquí. Las partículas aceleradas al máximo dan la vuelta al tubo más de diez mil veces en un solo segundo antes de colisionar.
Langdon sintió que las piernas le fallaban.
—¿Me está diciendo que el CERN excavó millones de toneladas de tierra sólo para fraccionar partículas diminutas?
Kohler se encogió de hombros.
—A veces, para encontrar la verdad, hay que mover montañas.

16

A cientos de kilómetros del CERN, una voz surgió de un walkie-talkie.
—Ya estoy en el pasillo.
El técnico que vigilaba las pantallas de vídeo oprimió el botón de su transmisor.
—Estás buscando la cámara ochenta y seis. Se supone que está al fondo de todo.
Se hizo un largo silencio en la radio. El técnico empezó a sudar. Por fin, la radio cobró vida de nuevo.
—La cámara no está aquí —dijo la voz—. Pero veo dónde estaba montada. Alguien se la ha llevado.
El técnico exhaló aire ruidosamente.
—Gracias. Espera un segundo, por favor.
Suspiró y dedicó de nuevo su atención a la hilera de pantallas de vídeo que tenía delante. Enormes partes del complejo estaban abiertas al público, y ya habían desaparecido cámaras inalámbricas en ocasiones anteriores, robadas por visitantes bromistas que querían llevarse un recuerdo. Pero en cuanto la cámara abandonaba la instalación y estaba fuera de alcance, la señal se perdía, y la pantalla se quedaba en blanco. Perplejo, el técnico miró el monitor. Una imagen clara seguía llegando de la cámara 86.
Si han robado la cámara, se preguntó, ¿por qué seguimos recibiendo señal? Sabía que sólo existía una explicación, por supuesto. La cámara seguía dentro del complejo, y alguien la había movido de sitio. Pero ¿quién? ¿Y por qué?
Estudió el monitor durante un largo momento. Por fin, levantó su walkie-talkie.
—¿Hay armarios en esa escalera? ¿Aparadores o gabinetes?
La voz que contestó parecía confusa.
—No. ¿Por qué?
El técnico frunció el ceño.
—Da igual. Gracias por tu ayuda.
Cerró el walkie-talkie y se humedeció los labios.
Teniendo en cuenta el pequeño tamaño de la cámara de vídeo y el hecho de que era inalámbrica, el técnico sabía que la cámara 86 podía transmitir desde cualquier lugar dentro del recinto, fuertemente vigilado, un conjunto de treinta y dos edificios diferentes que abarcaban un radio de un kilómetro. La única pista consistía en que, al parecer, habían emplazado la cámara en un lugar a oscuras. Eso tampoco servía de mucho, por supuesto. El complejo albergaba incontables lugares oscuros: cuartos de mantenimiento, conductos de calefacción, cobertizos de jardinería, guardarropas, incluso un laberinto de túneles subterráneos. Podían tardar semanas en localizar la cámara 86.
Pero ése es el menor de mis problemas, pensó.
Pese al dilema planteado por la desaparición de la cámara, había otro problema aún más inquietante. El técnico miró la imagen que estaba transmitiendo la cámara perdida. Era un objeto inmóvil. Un aparato de aspecto moderno, que no se parecía a nada que el técnico hubiera visto nunca. Estudió la pantalla electrónica parpadeante que tenía en la base. Si bien el guardia había sido sometido a un riguroso entrenamiento que le preparaba para situaciones similares, notó que su pulso se aceleraba. Se dijo que debía dominar su pánico. Tenía que existir una explicación. El objeto parecía demasiado pequeño para representar un peligro importante. No obstante, su presencia en el interior del complejo era preocupante. Muy preocupante, en realidad. Precisamente hoy, pensó.
La seguridad siempre era prioritaria para su patrón, pero hoy, más que cualquier otro día de los últimos doce años, la seguridad era de suprema importancia. El técnico contempló el objeto durante largo rato, y percibió el rugido de una tormenta lejana.
Después, sudoroso, marcó el número de su superior.


17

Muy pocos niños podían decir que recordaban el día que conocieron a su padre, pero Vittoria Vetra era uno de ellos. Tenía ocho años de edad, vivía donde siempre, el Orfanotrofio di Siena, un orfanato católico cerca de Florencia, abandonada por padres que no llegó a conocer. Aquel día estaba lloviendo. Las monjas la habían llamado dos veces para que fuera a cenar, pero como siempre, fingió no oírlas. Estaba tumbada en el patio, mirando las gotas de lluvia. Las sentía estrellarse sobre su cuerpo... Intentaba adivinar dónde caería la siguiente. Las monjas la llamaron de nuevo, con la amenaza de que la neumonía conseguiría que una niña de una tozudez insufrible sintiera mucha menos curiosidad por la naturaleza.
No puedo oíros, pensó Vittoria.
Estaba empapada hasta los huesos cuando el joven sacerdote salió a buscarla. No le conocía. Era nuevo. Vittoria suponía que la agarraría y la metería dentro. Pero no fue así. En cambio, ante su asombro, se tumbó a su lado, y empapó su hábito en un charco.
—Dicen que haces muchas preguntas —dijo el joven.
Vittoria frunció el ceño.
—¿Es malo preguntar?
El joven rió.
—Supongo que no.
—¿Qué haces aquí?
—Lo mismo que tú, preguntándome por qué cae la lluvia.
—¡No me estoy preguntando por qué cae! ¡Ya lo sé!
El sacerdote la miró estupefacto.
—¿Sí?
—La hermana Francisca dice que las gotas de lluvia son como lágrimas de ángel que bajan a limpiar nuestros pecados.
—¡Caramba! —exclamó el joven, como asombrado—. Eso lo explica todo.
—¡Pues no! —replicó la niña—. ¡Las gotas de lluvia caen porque todo cae! ¡Todo cae! ¡No sólo la lluvia!
El sacerdote se rascó la cabeza, con expresión perpleja.
—Tienes razón, jovencita. Todo cae. Debe de ser la gravedad.
—¿La qué?
El joven la miró, estupefacto.
—¿No has oído hablar de la gravedad?
—No.
El sacerdote se encogió de hombros con tristeza.
—Lástima. La gravedad contesta a un montón de preguntas.
Vittoria se incorporó.
—¿Qué es la gravedad? —preguntó—. ¡Dímelo!
El sacerdote le guiñó un ojo.
—Te lo contaré durante la cena.
El joven sacerdote era Leonardo Vetra. Aunque había sido un estudiante de física laureado en la universidad, había oído otra llamada e ingresado en el seminario. Leonardo y Vittoria se hicieron excelentes amigos en el mundo solitario de las monjas y sus normas. Vittoria hacía reír a Leonardo, y él la tomó bajo su protección, le enseñó que cosas tan hermosas como los arco iris y los ríos tenían muchas explicaciones. Le habló de la luz, los planetas, las estrellas y la naturaleza, a través de los ojos de Dios y de la ciencia al mismo tiempo. La inteligencia y curiosidad innatas de Vittoria la convirtieron en una estudiante cautivadora. Leonardo la protegió como a una hija.
Vittoria también era feliz. Nunca había conocido la dicha de tener un padre. Si todos los demás adultos contestaban a sus preguntas con una palmada en la muñeca, Leonardo dedicaba horas a enseñarle libros. Hasta le preguntaba cuáles eran sus ideas. Vittoria rezaba para que Leonardo estuviera siempre con ella. Después, un día, su peor pesadilla se convirtió en realidad. El padre Leonardo le dijo que se iba del orfanato.
—Me traslado a Suiza —dijo Leonardo—. He conseguido una beca para estudiar física en la Universidad de Ginebra.
—¿Física? —exclamó Vittoria—. ¡Pensaba que amabas a Dios!
—Le amo, y mucho. Por eso quiero estudiar Sus divinas reglas. Las leyes de la física son el lienzo que Dios dispuso para pintar en él su obra maestra.
Vittoria se quedó desolada, pero el padre Leonardo era portador de otras noticias. Dijo a Vittoria que había hablado con sus superiores, y le habían dado permiso para adoptarla.
—¿Te gustaría que te adoptara? —preguntó Leonardo.
—¿Qué significa adoptar? —preguntó Vittoria.
El padre Leonardo se lo dijo.
Vittoria le abrazó durante varios minutos, llorando de alegría.
—¡Oh, sí! ¡Sí!
Leonardo le dijo que debía estar ausente una temporada para instalarse en su nueva casa en Suiza, pero prometió que iría a buscarla al cabo de seis meses. Fue la espera más larga de la vida de Vittoria, pero Leonardo cumplió su palabra. Cinco días antes de su noveno cumpleaños, Vittoria se mudó a la ciudad del lago Leman. Durante el día asistía a la Escuela Internacional de Ginebra, y por la noche le daba clase su padre.
Tres años después, Leonardo Vetra fue contratado por el CERN. El y Vittoria se trasladaron a un lugar de ensueño, como la joven no había imaginado jamás.

Vittoria Vetra sentía el cuerpo entumecido mientras avanzaba por el túnel del LHC. Vio su reflejo apagado en el tubo, y notó la ausencia de su padre. Por lo general, vivía en un estado de profunda calma, en armonía con el mundo que la rodeaba. Pero ahora, de repente, todo parecía absurdo. Las últimas tres horas se le antojaban una mancha borrosa.
Eran las diez de la mañana en las Baleares cuando recibió la llamada de Kohler. Tu padre ha sido asesinado. Vuelve de inmediato.
Pese al calor que hacía en la cubierta del barco, las palabras la habían estremecido hasta lo más hondo. El tono desprovisto de sentimientos de Kohler la había herido tanto como la noticia.
Había vuelto a casa. Pero ¿qué clase de casa? El CERN, su hogar desde los doce años, le pareció extraño de repente. Su padre, el hombre que lo había transformado en algo mágico, había muerto.
Respira hondo, se dijo, pero no podía calmar su mente. Las preguntas no cesaban de multiplicarse. ¿Quién había matado a su padre? ¿Por qué? ¿Quién era ese «especialista» norteamericano? ¿Por qué insistía Kohler en ver el laboratorio?
Kohler había dicho que existían pruebas de que el asesinato de su padre estaba relacionado con el proyecto actual. ¿Qué pruebas? ¡Nadie sabía en qué estábamos trabajando! Y aunque alguien lo hubiera averiguado, ¿por qué tenían que matarle?
Mientras avanzaba por el túnel del LHC en dirección al laboratorio de su padre, Vittoria cayó en la cuenta de que iba a desvelar el gran logro de su padre sin que él estuviera presente. Había imaginado este momento de una manera muy diferente. Había imaginado que su padre convocaría en su laboratorio a los científicos más importantes del CERN para enseñarles su descubrimiento, y verían sus caras estupefactas. Después, sonreiría con orgullo paternal cuando les explicara que había sido una de las ideas de Vittoria la que le había ayudado a transformar el proyecto en realidad, que su hija había sido la pieza clave de su éxito. Vittoria sintió un nudo en la garganta. Mi padre y yo debíamos compartir este momento. Pero estaba sola. Sin colegas. Sin caras felices. Tan sólo un norteamericano desconocido y Maximilian Kohler.
Maximilian Kohler. Der König.
A Vittoria no le había gustado ese hombre ni cuando era niña. Si bien llegó a respetar su poderoso intelecto, su comportamiento frío siempre le pareció inhumano, la antítesis exacta del calor humano de su padre. Kohler era un adepto de la ciencia por su lógica inmaculada, y su padre por su prodigiosa espiritualidad. No obstante, tenía la impresión de que siempre había existido un respeto no verbalizado entre los dos hombres. Los genios, le había explicado alguien una vez, aceptan el genio sin condiciones.
Los genios, pensó. Mi padre... Papá. Muerto.
Se accedía al laboratorio de Leonardo Vetra por un largo pasillo esterilizado, pavimentado por completo con baldosas blancas. Langdon experimentó la sensación de estar entrando en una especie de manicomio subterráneo. Docenas de imágenes en blanco y negro enmarcadas flanqueaban el corredor. Aunque se había ganado su prestigio a base de estudiar imágenes, éstas eran totalmente desconocidas para él. Parecían los negativos caóticos de rayas y espirales fortuitas. ¿Arte moderno?, meditó. ¿Jackson Pollock atiborrado de anfetaminas?
—Diagramas de dispersiones —dijo Vittoria, como si hubiera intuido el interés de Langdon—. Representaciones informáticas de colisiones de partículas. Ésa es la partícula Z —dijo, señalando una tenue estela, casi invisible en la confusión—. Mi padre la descubrió hace cinco años. Energía pura, carente de masa. Puede que sea la construcción más pequeña de la naturaleza. La materia no es más que energía atrapada.
¿La materia es energía? Langdon ladeó la cabeza. Suena muy zen. Miró la diminuta estela de la fotografía y se preguntó qué dirían sus colegas del Departamento de Física de Harvard cuando les contara que había pasado un fin de semana en el túnel de un Large Hadron Collider, admirando partículas Z.
—Vittoria —dijo Kohler, cuando se acercaron a la imponente puerta de acero del laboratorio—, debería decirte que esta mañana bajé aquí en busca de tu padre.
Vittoria se ruborizó un poco.
—¿Sí?
—Sí. Imagina mi sorpresa cuando descubrí que había sustituido el teclado de seguridad habitual del CERN por otra cosa.
Kohler indicó un complicado aparato electrónico montado junto a la puerta.
—Lo siento —dijo la joven—. Ya sabe cuánto apreciaba su privacidad. No quería que nadie, salvo nosotros dos, tuviera acceso. —Bien —dijo Kohler—. Abre la puerta.
Vittoria esperó un largo momento. Después, respiró hondo y se acercó al mecanismo de la pared.
Langdon no estaba preparado para lo que sucedió a continuación.
Vittoria se plantó ante el aparato y miró con su ojo derecho por una lente que sobresalía como un telescopio. Después, apretó un botón. Algo chasqueó en el interior del mecanismo. Un rayo de luz osciló de un lado a otro, y exploró el ojo como una fotocopiadora.
—Es un lector retiniano —explicó la joven—. Seguridad infalible. Sólo puede validar dos patrones retinianos. El mío y el de mi padre.
Robert Langdon se quedó horrorizado. Revivió la imagen de Leonardo Vetra en todos sus siniestros detalles: el rostro ensangrentado, el solitario ojo de color avellana que le había mirado sin ver, la cuenca vacía. Intentó rechazar la verdad evidente, pero entonces lo vio... debajo del lector, en el suelo de baldosas blancas, tenues gotas de color púrpura. Sangre seca.
Vittoria, por suerte, no se fijó.
La puerta de acero se abrió y ella entró.
Kohler dirigió a Langdon una mirada inflexible. Su mensaje estaba claro: Ya se lo dije... El ojo desaparecido sirve a un propósito más elevado.

18

Las manos de la mujer estaban atadas, con las muñecas hinchadas y teñidas de púrpura debido al roce. El hassassin de piel color caoba estaba acostado a su lado, agotado, admirando a su presa desnuda. Se preguntó si el sueño en que parecía sumida era un engaño, un patético intento de evitar prestarle más servicios.
Daba igual. Ya había obtenido suficiente recompensa. Saciado, se incorporó en la cama.
En su país, las mujeres eran posesiones. Débiles. Herramientas de placer. Esclavas que se vendían como ganado. Y sabían cuál era su lugar. Pero aquí, en Europa, las mujeres fingían una energía y una independencia que le divertía y excitaba a la vez. Forzarlas a la sumisión física era una gratificación que siempre disfrutaba.
Aunque satisfecho, el hassassin notó que otro apetito crecía en su interior. Había matado anoche, matado y mutilado, y para él matar era como la heroína. Cada encuentro le satisfacía tan sólo de manera temporal, y luego su deseo de más aumentaba. El júbilo se había disipado. El ansia había regresado.
Estudió a la mujer dormida a su lado. Recorrió su cuello con la palma de la mano, y tuvo una erección producida por la certeza de que podía acabar con su vida en un solo instante. ¿Qué importaría? Era una subhumana, un vehículo de placer y servidumbre. Sus fuertes dedos rodearon su garganta, saborearon su delicado pulso. Después, reprimió el deseo y apartó la mano. Tenía trabajo que hacer. Servir a una causa más elevada que su deseo.
Cuando se apartó de la cama, se regocijó con el honor del trabajo que le aguardaba. Aún no podía vislumbrar la influencia del hombre llamado Jano, ni de la antigua hermandad a cuyo frente estaba. La hermandad le había elegido a él, aunque pareciera un milagro. De alguna manera, se habían enterado de su odio... y de su talento. Cómo, nunca lo sabría. Sus raíces son profundas.
Ahora, le habían concedido el honor definitivo. Sería sus manos y su voz. Su asesino y su mensajero. Aquel a quien su pueblo conocía como Malaq al-haq: el Ángel de la Verdad.

19

El laboratorio de Vetra tenía un aspecto increíblemente futurista.
De un blanco reluciente, repleto de ordenadores y equipo electrónico sofisticado, parecía una especie de sala de operaciones. Lang-don se preguntó qué secretos podía ocultar este lugar, capaces de justificar la mutñación de un ojo para poder acceder a él.
Kohler parecía inquieto cuando entraron, y dio la impresión de que sus ojos buscaban señales de un intruso, pero el laboratorio estaba desierto. Vittoria también se movía con lentitud, como si no reconociera el laboratorio sin la presencia de su padre.
La mirada de Langdon se posó de inmediato en el centro de la sala, donde una serie de columnas cortas se alzaban del suelo. Como un Stonehenge en miniatura, una docena de columnas de acero pulido se erguían en círculo en mitad de la sala. Las columnas medían unos noventa centímetros de altura, y recordaron a Langdon vitrinas de museo donde se exhibían piedras preciosas. No obstante, estaba claro que las columnas cumplían otra función. Cada una sostenía un contenedor transparente grueso, del tamaño de un bote de pelotas de tenis. Parecían vacíos.
Kohler contempló los contenedores con expresión perpleja. Por lo visto, decidió hacer caso omiso de ellos por el momento. Se volvió hacia Vittoria.
—¿Han robado algo?
—¿Robado? ¿Cómo? El lector retiniano sólo nos permite la entrada a nosotros.
—Echa un vistazo.
Vittoria suspiró e inspeccionó la sala unos momentos. Se encogió de hombros.
—Todo parece seguir como mi padre lo deja siempre. Caos ordenado.
Langdon intuyó que Kohler estaba sopesando sus opciones, como si se preguntara hasta qué punto podía presionar a Vittoria... o cuánto podía revelarle. Al parecer, decidió esperar. Dirigió la silla de ruedas hacia el centro de la sala y estudió el misterioso grupo de contenedores, en apariencia vacíos.
—Los secretos son un lujo que ya no nos podemos permitir —dijo por fin.
Vittoria asintió, con expresión conmovida de repente, como si el hecho de estar en este lugar la abrumara con un torrente de recuerdos.
Concédele un minuto, pensó Langdon.
Como si se preparara para lo que estaba a punto de revelar, Vittoria cerró los ojos e inhaló aire. Después, volvió a respirar. Y una vez más. Y otra...
Langdon la miró, preocupado de repente. ¿Se encuentra bien? Miró a Kohler, que parecía impertérrito, como si hubiera contemplado el ritual en otras ocasiones. Transcurrieron diez segundos antes de que Vittoria abriera los ojos.
Langdon no dio crédito a la metamorfosis. Vittoria Vetra se había transformado. Sus labios sensuales estaban relajados, los hombros caídos, los ojos mansos y obedientes. Era como si hubiera realineado todos los músculos de su cuerpo para aceptar la situación. El resentimiento y la angustia habían sido aplacados bajo una frialdad más profunda.
—¿Por dónde empiezo? —preguntó.
—Por el principio —dijo Kohler—. Hablanos del experimento de tu padre.
—El sueño de la vida de mi padre fue rectificar los postulados de la ciencia mediante la religión —dijo Vittoria—. Aspiraba a demostrar que la ciencia y la religión son dos campos totalmente compatibles, dos formas diferentes de encontrar la misma verdad. —Hizo una pausa, como incapaz de creer lo que estaba a punto de decir—. Y hace poco... concibió una forma de hacerlo.
Kohler permaneció mudo.
—Ideó un experimento, el cual creía capaz de solucionar uno de los conflictos más amargos en la historia de la ciencia y la religión.
Langdon se preguntó a qué conflicto se refería, entre tantos que había.
—El creacionismo —anunció Vittoria—. La eterna batalla sobre la creación del universo.
Oh, pensó Langdon. El debate con mayúsculas.
—La Biblia, por supuesto, afirma que Dios creó el universo —explicó la joven—. Dios dijo: «Hágase la luz», y todo lo que vemos surgió de la nada. Por desgracia, una de las leyes fundamentales de la física dice que la materia no puede crearse de la nada.
Langdon había leído acerca de la polémica. La idea de que Dios había creado «algo de la nada» era totalmente contraria a las leyes aceptadas de la física moderna y, por tanto, los científicos afirmaban que el Génesis era absurdo desde un punto de vista científico.
—Señor Langdon —dijo Vittoria, volviéndose hacia él—, supongo que estará familiarizado con la teoría del Big Bang, ¿verdad?
Langdon se encogió de hombros.
—Más o menos.
Sabía que el Big Bang era el modelo aceptado por la ciencia de la creación del universo. En realidad, no lo entendía pero, según la teoría, un solo punto de energía muy concentrada estalló en una explosión cataclísmica, expandiéndose hacia fuera para formar el universo. O algo por el estilo.
Vittoria continuó.
—Cuando la Iglesia católica propuso la teoría del Big Bang en 1927, el...
—¿Perdón? —interrumpió Langdon, sin poder reprimirse—. ¿Dice que el Big Bang fue una idea católica?
La pregunta pareció sorprender a Vittoria.
—Por supuesto. Propuesta por un monje católico, Georges Le-maitre, en 1927.
—Pero yo pensaba... —Langdon se interrumpió—. ¿El Big Bang no fue propuesto por el astrónomo de Harvard Edwin Hubble? Kohler se encrespó.
—Una vez más, la arrogancia científica norteamericana. Hubble publicó su teoría en 1929, dos años después de Lemaître.
Langdon frunció el ceño. Se llama el Telescopio de Hubble, señor. ¡Nunca he oído hablar del Telescopio de Lemaître!
—El señor Kohler tiene razón —dijo Vittoria—. La idea pertenecía a Lemaître. Hubble se limitó a confirmarla, reuniendo las pruebas que demostraban que el Big Bang era científicamente probable.
—Oh —dijo Langdon, mientras se preguntaba si los fanáticos de Hubble del Departamento de Astronomía de Harvard habían mencionado alguna vez a Lemaître en sus conferencias.
—Cuando Lemaitre propuso por primera vez la teoría del Big Bang —continuó Vittoria—, los científicos afirmaron que era ridicula. La materia, dijeron, no se creaba de la nada. Por lo tanto, cuando Hubble asombró al mundo demostrando por medios científicos que el Big Bang era correcto, la Iglesia cantó victoria, y anunció que constituía la prueba de que la Biblia era correcta desde un punto de vista científico. La verdad divina.
Langdon asintió, concentrado en las explicaciones. —Por supuesto, a los científicos no les gustó que la Iglesia utilizara sus descubrimientos para promocionar la religión, de modo que tradujeron en matemáticas de inmediato la teoría del Big Bang, eliminaron todos los matices religiosos y se la apropiaron. Por desgracia para la ciencia, sin embargo, sus ecuaciones, incluso hoy, adolecen de una grave deficiencia que a la Iglesia le gusta subrayar. Kohler gruñó. —La singularidad.

Pronunció la palabra como si fuera la maldición de su existencia. —Sí, la singularidad —dijo Vittoria—. El momento exacto de la creación, Tiempo Cero. Incluso hoy, la ciencia es incapaz de fijar el momento inicial de la creación. Nuestras ecuaciones explican el universo primitivo con gran eficacia, pero a medida que retrocedemos en el tiempo y nos aproximamos al momento cero, nuestras matemáticas se desintegran de repente, y todo pierde significado.
—Correcto —dijo Kohler en tono nervioso—, y la Iglesia se aferra a esta laguna como prueba de la intervención milagrosa de Dios. Vayamos al meollo de la cuestión.
Vittoria adoptó una expresión distante.
—La cuestión es que mi padre siempre creyó en la intervención divina en el Big Bang. Aunque la ciencia era incapaz de comprender el divino momento de la creación, él creía que algún día lo haría.
—Señaló con tristeza una hoja impresa clavada con chinchetas cerca de la zona de trabajo de su padre—. Mi padre me restregaba eso por la cara cada vez que tenía dudas.
Langdon leyó el mensaje:
CIENCIA Y RELIGIÓN NO SON ADVERSARIAS. LA CIENCIA ES DEMASIADO JOVEN PARA COMPRENDERLO.
—Mi padre quería elevar la ciencia a un nivel superior —dijo Vittoria—, en que la ciencia sustentara el concepto de Dios. —Se pasó la mano por su largo pelo con expresión melancólica—. Estaba dispuesto a acometer algo que a ningún científico se le había ocurrido jamás. Algo para lo que nadie había dispuesto de la tecnología adecuada. —Hizo una pausa, como insegura de lo que iba a decir a continuación—. Ideó un experimento capaz de demostrar que el Génesis fue posible.
¿Demostrar el Génesis?, se preguntó Langdon. ¿Hágase la luz? ¿Materia creada de la nada?
Kohler paseó su mirada mortecina por la sala.
—¿Perdón?
—Mi padre creó un universo... de la nada.
Kobler meneó la cabeza.
—¿Cómo?
—Mejor dicho, recreó el Big Bang.
Dio la impresión de que Kohler estaba a punto de ponerse en pie.
Langdon no entendía nada. ¿Crear un universo? ¿Recrear el Big Bang?
—Lo hizo a una escala mucho menor, por supuesto —dijo Vittoria—. El proceso fue de una simplicidad sorprendente. Aceleró dos haces de partículas ultrafinas en direcciones opuestas dentro del tubo del acelerador. Los dos haces colisionaron a velocidades enormes, y toda la energía de ambos se concentró en un solo punto. Consiguió densidades de energía extremas.
Enumeró a toda prisa una ristra de unidades, y los ojos del director se abrieron desmesuradamente.
Langdon intentaba no perder el hilo. O sea, Leonardo Vetra estaba recreando el punto de energía comprimida del cual surgió el universo. —El resultado —dijo Vittoria— fue espectacular. Cuando se publique, sacudirá los cimientos de la física moderna. —Ahora hablaba despacio, como si saboreara la trascendencia de la noticia—. Sin previo aviso, dentro del tubo del acelerador, en ese momento de energía muy concentrada, empezaron a aparecer de la nada partículas de materia. Kohler no reaccionó. Se limitó a seguir mirándola. —Materia —repitió Vittoria—. Surgida de la nada. Un increíble espectáculo de fuegos artificiales subatómicos. Un universo en miniatura que nacía a la vida. Demostraba no sólo que la materia puede crearse de la nada, sino que el Big Bang y el Génesis pueden explicarse aceptando la presencia de una enorme fuente de energía.
—¿Te refieres a Dios? —preguntó Kohler.
—Dios, Buda, la Fuerza, Yavé, la singularidad, el punto de unicidad, llámelo como quiera, el resultado es el mismo. Ciencia y religión defienden la misma verdad: la energía pura es el padre de la creación.
Cuando Kohler habló por fin, lo hizo con voz sombría.
—Vittoria, me tienes desconcertado. Da la impresión de que me estás diciendo que tu padre creó materia... ¿de la nada?
—Sí. —Vittoria indicó los contenedores—. Y ahí está la prueba. En esos contenedores hay especímenes de la materia que creó.
Kohler tosió y avanzó hacia los contenedores, como un animal cauteloso que diera vueltas alrededor de algo que intuyera peligroso.
—Me he perdido algo, sin duda —dijo—. ¿Cómo esperas que alguien crea que estos cilindros contienen partículas de la materia que tu padre creó? Podrían ser partículas procedentes de cualquier otro lugar.
—De hecho, eso no es posible —dijo Vittoria, muy segura de sí misma—. Estas partículas son únicas. Se trata de una clase de materia que no existe en la tierra. Por consiguiente tuvieron que ser creadas.
La expresión de Kohler se ensombreció.
—Vittoria, ¿qué quieres decir en realidad? Sólo existe un tipo de materia, y es...
Kohler se interrumpió.
Vittoria le miró con expresión triunfal.
—Usted mismo ha pronunciado conferencias sobre ella, director. El universo contiene dos clases de materia. Hecho científico. —Vittoria se volvió hacia Langdon—. Señor Langdon, ¿qué dice la Biblia acerca de la Creación? ¿Qué creó Dios?
Langdon se sintió perdido, sin saber qué hacer ni qué decir.
—Er, Dios creó... la luz y la oscuridad, el cielo y el infierno...
—Exacto —dijo Vittoria—. Todo cuanto creó tenía su contrario. Simetría. Equilibrio perfecto. —Se volvió hacia Kohler—. Director, la ciencia afirma lo mismo que la religión, que el Big Bang creó todo junto con su contrario.
—Incluyendo la propia materia —susurró Kohler, como si hablara consigo mismo.
Vittoria asintió.
—Y cuando mi padre llevó a cabo su experimento, aparecieron dos clases de materia, claro está.
Langdon se preguntó qué significaba esto. ¿Leonardo Vetra creó lo contrario de la materia?
Kohler se enfureció.
—La sustancia a la que te refieres sólo existe en otra parte del universo. En la Tierra no, desde luego. ¡Tal vez ni siquiera en nuestra galaxia!
—Exacto —contestó Vittoria—, lo cual demuestra que las partículas de esos contenedores tuvieron que ser creadas.
La tensión era patente en el rostro de Kohler.
—Vittoria, no me estarás diciendo que esos cilindros contienen especímenes reales, ¿verdad?
—Pues sí. —La joven contempló con orgullo los contenedores—. Director, está viendo los primeros especímenes de antimateria del mundo.

20

Fase dos, pensó el hassassin, mientras se internaba en el lóbrego túnel.
La antorcha que blandía en la mano era superflua. Lo sabía. Pero era para impresionar. Atemorizar al enemigo era fundamental. Había aprendido que el miedo era su aliado. El miedo mutila con más rapidez que cualquier arma de guerra.
No había espejos en el pasadizo donde admirar su disfraz, pero intuía, a juzgar por la sombra de su holgado hábito, que era perfecto. Fundirse con el entorno formaba parte del plan, de la maldad de la conspiración. Ni en sus sueños más desaforados había imaginado interpretar este papel.
Dos semanas atrás, habría considerado una misión imposible la tarea que le aguardaba al final del túnel. Una misión suicida. Adentrarse desnudo en la guarida de un león. Pero Jano había cambiado la definición de imposible.
Los secretos que Jano había compartido con el hassassin durante las últimas dos semanas eran numerosos. Este túnel era uno de ellos. Antiguo, pero perfectamente transitable.
Mientras se acercaba a su enemigo, el hassassin se preguntó si lo que le esperaba dentro sería tan fácil como Jano había prometido. Jano le había asegurado que alguien, desde el interior, tomaría las medidas pertinentes. Alguien de dentro. Increíble. Cuanto más lo pensaba, más se daba cuenta de que era un juego de niños.
Wahad... tintain.. thalatha... arbaa, se dijo en árabe cuando estuvo cerca del final. Uno... dos... tres... cuatro...

21

—Imagino que habrá oído hablar de la antimateria, ¿verdad, señor Langdon?
Vittoria le estaba estudiando, y su piel morena contrastaba con la blancura del laboratorio.
Langdon alzó la vista. De pronto, se sintió aturdido.
—Sí. Bien... Más o menos.
Una tenue sonrisa se insinuó en los labios de la joven.
—¿Sigue Star Trek?
Langdon se ruborizó.
—Bien, a mis estudiantes les gusta... —Frunció el ceño—. ¿El combustible del U.S.S. Enterprise es la antimateria?
Ella asintió.
—La buena ficción científica hunde sus raíces en la buena ciencia.
—¿La antimateria existe?
—Es un hecho de la naturaleza. Todo tiene su contrario. Los protones tienen electrones. Los quarks up tienen quarks down. Existe una simetría cósmica en el nivel subatómico. La antimateria es al ying lo que el yang a la materia. Equilibra la ecuación física.
Langdon recordó que Galileo creía en la dualidad.
—Los científicos saben desde 1918 —continuó Vittoria— que en el Big Bang se crearon dos tipos de materia. Una materia es la que vemos en la tierra, la que compone rocas, árboles, personas. La otra es su contraria, idéntica a la materia en todos los aspectos, excepto en que las cargas de sus partículas son inversas.

Kohler habló como si emergiera de la niebla, inseguro. —Pero existen enormes obstáculos tecnológicos que impiden almacenar la antimateria. ¿Qué me dices de la neutralización?
—Mi padre construyó un vacío de polaridad invertida para absorber los positrones de antimateria del acelerador antes de que se destruyeran.
Kohler frunció el ceño.
—Pero un vacío también absorbería la materia. No habría manera de separar las partículas.
—Aplicó un campo magnético. La materia formando un campo voltaico a la derecha, y la antimateria a la izquierda. Tienen polos opuestos.
En aquel instante, la muralla de dudas de Kohler pareció resquebrajarse. Miró a Vittoria con manifiesto estupor, y después, sin previo aviso, sufrió un acceso de tos.
—Incre... íble —dijo, mientras se secaba la boca—. Y no obstante. .. —Dio la impresión de que su lógica aún oponía resistencia—. Y no obstante, aunque el vacío funcionara, esos contenedores están hechos de materia. No es posible almacenar antimateria en contenedores hechos de materia. La antimateria reaccionaría al instante con... —Los especímenes no están en contacto con el contenedor —dijo Vittoria, como si esperara la pregunta—. La antimateria está flotando. Los contenedores se llaman «trampas de antimateria», porque atrapan literalmente a la antimateria en el centro del contenedor, y la mantienen flotando a una distancia prudencial de los lados y el fondo.
—¿Flotando? Pero... ¿cómo?
—Entre campos magnéticos que se cruzan. Venga a echar un vistazo.
Vittoria atravesó la sala y recogió un aparato electrónico de buen tamaño. El artefacto recordó a Langdon los fusiles de rayos desintegradores de los dibujos animados: un cañón ancho con una mira telescópica encima y una maraña de elementos electrónicos colgando por debajo. Vittoria apuntó el aparato a uno de los contenedores, miró por el ocular y manipuló algunos botones. Después, se apartó e invitó a Kohler a mirar.

Kohler puso cara de perplejidad.
—¿Habéis extraído cantidades visibles?
—Cinco mil nanogramos —dijo Vittoria—. Un plasma líquido que contiene millones de positrones.
—¿Millones? Pero si sólo se han detectado algunas partículas, a lo sumo, hasta el momento.
—Xenón —dijo Vittoria—. Mi padre aceleró el haz de partículas mediante un chorro de xenón, extrayendo los electrones. Insistió en mantener en secreto el procedimiento exacto, pero implicaba inyectar electrones puros en el acelerador al mismo tiempo.
Langdon se sentía perdido, y se preguntó si todavía continuaban hablando en una lengua incomprensible para él.
Kohler hizo una pausa y frunció el entrecejo. De pronto, respiró hondo. Se derrumbó como si le hubiera alcanzado una bala.
—Técnicamente, eso liberaría...
Vittoria asintió.
—Sí. Montones.
Kohler volvió a posar la mirada en el contenedor. Con expresión perpleja, se izó en la silla y aplicó el ojo al visor. Miró durante largo rato sin decir nada. Cuando se sentó por fin, su frente estaba perlada de sudor. Las arrugas de su rostro habían desaparecido. Habló en un susurro.
—Dios mío... Es verdad que lo conseguisteis.
Vittoria asintió.
—Mi padre lo consiguió.
—No... no sé qué decir.
Vittoria se volvió hacia Langdon.
—¿Quiere mirar?
Indicó el aparato.
Sin saber muy bien qué esperar, Langdon avanzó. Desde medio metro de distancia, el contenedor parecía vacío. El tamaño de lo que hubiera dentro era infinitesimal. Langdon aplicó el ojo al visor. La imagen tardó un momento en definirse.
Y entonces, lo vio.
El objeto no se encontraba en el fondo del contenedor, tal como él esperaba, sino que flotaba en el centro, un globo brillante de líqui-do similar al mercurio. Flotando como por arte de magia, el líquido giraba en el aire. Diminutas olas metálicas recorrían la superficie de la gota. El líquido flotante recordó a Langdon un vídeo que había visto en una ocasión de una gota de agua en gravedad cero. Aunque sabía que el glóbulo era microscópico, podía ver cada surco y ondulación, mientras la bola de plasma giraba poco a poco en suspensión. —Está... flotando —dijo.
—Menos mal —contestó Vittoria—. La antimateria es muy inestable. Hablando en términos de energía, la antimateria es la imagen especular de la materia, de manera que se anulan al instante si entran en contacto. Mantener aislada la antimateria de la materia constituye todo un reto, porque todo en la tierra está hecho de materia. Las muestras han de ser almacenadas sin que toquen nada... ni siquiera el aire.
Langdon se quedó asombrado. Para que luego hablen de trabajar en el vacío.
—Estas trampas de antimateria —interrumpió Kohler con expresión de estupor, mientras recorría con un dedo pálido la base de una—, ¿las diseñó tu padre?
—De hecho —contestó la joven—, las diseñé yo. Kohler levantó la vista. Vittoria habló con modestia.
—Mi padre produjo las primeras partículas de antimateria, pero no sabía cómo almacenarlas. Yo sugerí esto. Cápsulas de nanocom-puestos herméticas con electroimanes opuestos en cada extremo.
—Das a entender que el ingenio de tu padre se había agotado.
—La verdad es que no. Tomé prestada la idea de la naturaleza. Las medusas atrapan peces entre sus tentáculos utilizando descargas nematocísticas. El mismo principio rige aquí. Cada contenedor tiene dos electroimanes, uno en cada extremo. Sus campos magnéticos opuestos se cruzan en el centro del contenedor y retienen la antimateria en ese punto, suspendida en el vacío.
Langdon miró otra vez el contenedor. La antimateria flotaba en el vacío, sin tocar nada. Kohler tenía razón. Era una idea genial.
—¿Dónde está la fuente de energía de los imanes? —preguntó Kohler.

Vittoria señaló.
—En la columna, debajo de la trampa. Los contenedores están atornillados a una plataforma que los recarga continuamente, para que los imanes no fallen nunca.
—¿Y si el campo falla?
—Ocurre lo evidente. La antimateria deja de flotar, toca el fondo de la trampa y presenciamos la aniquilación.
Langdon era todo oídos.
—¿Aniquilación?
No le gustó la palabra.
Vittoria no parecía muy preocupada.
—Sí. Si la antimateria y la materia entran en contacto, ambas se destruyen al instante. Los físicos llaman al proceso «aniquilación».
Langdon asintió.
—Ah.
—Es la reacción más simple de la naturaleza. Una partícula de materia y una partícula de antimateria se combinan para liberar dos partículas nuevas, llamadas fotones. Un fotón es una diminuta mota de luz.
Langdon había leído acerca de los fotones, partículas de luz, la forma más pura de energía. Decidió reprimirse y no preguntar sobre la tecnología que permitía al capitán Kirk utilizar torpedos de fotones contra los klingons.
—De manera que, si la antimateria cae, ¿veremos una diminuta mota de luz?
Vittoria se encogió de hombros.
—Depende de lo que considere usted diminuto. Se lo voy a demostrar.
Empezó a desenroscar el contenedor de su plataforma.
Kohler lanzó un grito de terror y se lanzó hacia adelante, apartando las manos de la joven.
—¡Estás loca, Vittoria!

22

Kohler, por imposible que pareciera, se había puesto en pie, apoyado sobre dos piernas maltrechas. Su rostro estaba blanco de miedo.
—¡Vittoria! ¡No puedes sacar esa trampa!
Langdon contemplaba la escena, perplejo por el repentino pánico del director.
—¡Quinientos nanogramos! —dijo Kohler—. Si rompes el campo magnético...
—Director —le tranquilizó Vittoria—, no hay peligro. Cada trampa cuenta con un mecanismo de seguridad, una batería de apoyo por si la sacan de su recargador. Los especímenes permanecen suspendidos aunque libere el contenedor.
Kohler no parecía muy convencido. Después, vacilante, se acomodó en su silla.
—Las baterías se activan automáticamente —dijo Vittoria—, cuando la trampa se separa del recargador. Tienen veinticuatro horas de vida. Como un depósito de reserva de gasolina. —Se volvió hacia Langdon, como si intuyera su inquietud—. La antimateria posee algunas características sorprendentes, señor Langdon, lo cual la convierte en algo muy peligroso. Sostenemos la hipótesis de que una muestra de diez miligramos, el volumen de un grano de arena, alberga tanta energía como doscientas toneladas métricas de combustible convencional de cohete.
La cabeza de Langdon se puso a dar vueltas de nuevo.
—Es la fuente energética del mañana. Mil veces más poderosa que la energía nuclear. Cien por cien eficaz. Sin secuelas. Sin radiación. Sin contaminación. Unos pocos gramos podrían proporcionar energía eléctrica a una ciudad grande durante una semana.
¿Gramos? Langdon se alejó de la plataforma.
—No se preocupe —dijo Vittoria—. Estas muestras son fracciones minúsculas de gramo, millonésimas partes. Relativamente inofensivas.
Extendió la mano hacia el contenedor y lo desenroscó de la plataforma.
Kohler se agitó, pero no intervino. Al liberarse la trampa, se oyó un pitido agudo, y una pequeña pantalla se activó cerca de la base de la trampa. Las cifras rojas parpadearon, empezando a desgranar la cuenta atrás de veinticuatro horas.
24.00.00...
23.59.59...
23.59.58...
Langdon examinó la cuenta regresiva y decidió que el contenedor se parecía de una manera muy inquietante a una bomba de tiempo.
—La batería funcionará durante veinticuatro horas seguidas antes de gastarse —explicó Vittoria—. Se recarga colocando de nuevo la trampa en su plataforma. Está pensada como medida de seguridad, pero también es útil para el transporte.
—¿El transporte? —preguntó Kohler, desconcertado—. ¿Vas a sacar esto del laboratorio?
—Claro que no —dijo Vittoria—, pero la movilidad nos permite estudiarlo.
Vittoria guió a Kohler y Langdon hasta el fondo de la sala. Apartó una cortina que dejó al descubierto una ventana, tras la cual se veía una amplia habitación. Las paredes, los suelos y el techo estaban chapados de acero. La habitación recordó a Langdon la bodega de carga de un viejo petrolero en el que había viajado a Nueva Guinea para estudiar tatuajes llanta.
—Es un tanque de aniquilación —anunció Vittoria.
Kohler levantó la vista.
—¿Has observado aniquilaciones?
—Mi padre estaba fascinado por la física del Big Bang: grandes cantidades de energía generadas por minúsculos núcleos de materia. Vittoria abrió un cajón de acero que había bajo la ventana. Colocó la trampa dentro del cajón y lo cerró. Después, tiró de una palanca que había al lado del cajón. Un momento después, la trampa apareció al otro lado del cristal, describió un amplio arco sobre el suelo de metal y se detuvo cerca del centro de la habitación. Vittoria sonrió.
—Están a punto de presenciar su primera aniquilación materia-antimateria. Unas pocas millonésimas de gramo. Un especimen relativamente minúsculo.
Langdon contempló la trampa de antimateria que descansaba en el suelo del enorme tanque. Kohler también se volvió hacia la ventana, con expresión dubitativa.
—En circunstancias normales —explicó Vittoria—, tendríamos que esperar veinticuatro horas, hasta que las baterías se agotaran, pero esta cámara contiene imanes bajo el suelo capaces de neutralizar la trampa y anular la suspensión de la antimateria. Cuando la materia y la antimateria entran en contacto... —Aniquilación —susurró Kohler.
—Una cosa más —continuó Vittoria—. La antímateria libera energía pura. Una transformación de masa a fotones del cien por cien. Eso quiere decir que no deben mirar directamente la muestra. Protéjanse los ojos.
Langdon estaba preocupado, pero se dio cuenta de que Vittoria había adoptado un tono melodramático. ¿No miren directamente al contenedor? El aparato se hallaba a casi treinta metros de distancia, tras un muro ultragrueso de plexiglás tintado. Además, la partícula del contenedor era invisible, microscópica. ¿Proteger mis ojos?, pensó Langdon. ¿Cuánta energía podría esa partícula... ? Vittoria oprimió el botón.
Langdon quedó cegado al instante. Un punto de luz brilló en el contenedor, y luego estalló hacia fuera en una oleada de luz que irradió en todas direcciones, lanzándose contra la ventana con fuerza colosal. Retrocedió dando tumbos cuando la detonación sacudió la cámara. La luz cegadora brilló un momento, y luego, al cabo de un instante, se replegó en sí misma, hasta transformarse en un diminuto punto que se desvaneció sin más. Langdon parpadeó, dolorido, mientras iba recobrando poco a poco la visión. Miró la cámara. El contenedor del suelo había desaparecido por completo. Desintegrado. Ni rastro.
—Dios.
Vittoria asintió con tristeza.
—Eso es justo lo que mi padre decía.


23

Kohler estaba mirando la cámara de aniquilación con una expresión de estupor total, debido al espectáculo que acababa de presenciar. Robert Langdon estaba a su lado, aún más estupefacto.
—Quiero ver a mi padre —exigió Vittoria—. Les he enseñado el laboratorio. Ahora, quiero ver a mi padre.
Kohler se volvió poco a poco, como si no la hubiera oído.
—¿Por qué esperasteis tanto, Vittoria? Tu padre y tú tendríais que haberme hablado de este descubrimiento enseguida.
Vittoria le miró. ¿Cuántos motivos quieres?
—Ya discutiremos de esto más tarde, director. Ahora quiero ver a mi padre.
—¿Sabes lo que implica esta tecnología?
—Claro —replicó Vittoria—. Ingresos para el CERN. Montones. Ahora quiero...
—¿Por eso lo guardasteis en secreto? —preguntó Kohler en tono de reproche—. ¿Porque temíais que la junta y yo votáramos a favor de otorgar la patente?
—Debería otorgarse la patente —replicó Vittoria, arrastrada a la discusión—. La antimateria es tecnología importante, pero también peligrosa. Mi padre y yo queríamos tiempo para mejorar los procedimientos y aumentar la seguridad.
—En otras palabras, no confiabais en que la junta directiva antepusiera la prudencia de la ciencia a la codicia económica.
El tono indiferente de Kohler sorprendió a Vittoria.
—Había otras cuestiones también —dijo—. Mi padre quería tiempo para presentar la antimateria a la luz apropiada.
—¿Qué quieres decir?
¿A ti qué te parece?
—¿Materia a partir de la energía? ¿Crear algo de la nada? Es la prueba definitiva de que el Génesis es una posibilidad científica.
—O sea, no quería que las implicaciones religiosas de su descubrimiento se perdieran en aras del mercantilismo.
—Por decirlo de alguna manera.
—¿Y tú?
Por una ironía, las preocupaciones de Vittoria eran más bien las contrarias. El mercantilismo era fundamental para el éxito de la nueva fuente de energía. Si bien la tecnología de la antimateria poseía un sorprendente potencial como fuente de energía no contaminante y eficaz, si se descubría su existencia prematuramente, la antimateria corría el riesgo de ser vilipendiada por los fracasos políticos y de relaciones públicas que habían matado las energías solar y nuclear. La nuclear había proliferado antes de ser segura, y se habían producido algunos accidentes. La solar había proliferado antes de ser eficaz, y hubo gente que perdió dinero. Ambas tecnologías tenían mala fama y languidecían sin remisión.
—Mis intereses eran algo menos elevados que la unificación de ciencia y religión —dijo Vittoria.
—El medio ambiente —aventuró Kohler.
—Energía sin límites. Sin minas. Sin contaminación. Sin radiación. La tecnología de la antimateria podría salvar el planeta.
—O destruirlo —repuso Kohler—. En función de quién la utilice y para qué. —Vittoria notó que el director del CERN fue presa de un escalofrío—. ¿Quién más está enterado de esto?
—Nadie —dijo la joven—. Ya se lo he dicho.
—Entonces, ¿por qué crees que asesinaron a tu padre?
Los músculos de Vittoria se tensaron.
—No tengo ni idea. Tenía enemigos en el CERN, y usted ya lo sabe, pero el crimen no puede estar relacionado con la antimateria. Juramos que mantendríamos en secreto el hallazgo durante unos meses más, hasta que estuviéramos preparados.

—¿Y estás segura de que tu padre fue fiel al juramento? Vittoria se estaba enfureciendo.
—¡Mi padre ha sido fiel a juramentos más difíciles que ése! —¿Se lo contaste a alguien?
—¡Claro que no!
Kohler exhaló un suspiro. Hizo una pausa, como si quisiera elegir sus siguientes palabras con cautela.
—Supón que alguien lo averiguó. Supón que alguien consiguió acceder al laboratorio. ¿Qué crees que buscaría? ¿Tu padre guardaba notas aquí? ¿Alguna documentación de su trabajo?
—He sido paciente, director. Necesito algunas respuestas ya. Habla de un hipotético intruso, pero ya ha visto el lector retiniano. Mi padre no ha descuidado en ningún momento el secretismo y la seguridad.
—No te vayas por las ramas —dijo con brusquedad Kohler, lo cual sobresaltó a la joven—. ¿Qué podría faltar?
—No tengo ni idea. —Vittoria examinó el laboratorio, irritada. Todos los especímenes de antimateria estaban controlados. La zona de trabajo de su padre parecía en orden—. Nadie ha entrado en el laboratorio —afirmó—. Todo aquí arriba parece estar en su sitio.
—¿Aquí arriba? —preguntó Kohler sorprendido.
Vittoria lo había dicho sin pensar.
—Sí, aquí, en el laboratorio de arriba. —¿También estáis utilizando el laboratorio de abajo?
—Como almacén.
Kohler rodó hacia ella y volvió a toser.
—¿Estáis utilizando la cámara de materiales peligrosos como almacén? ¿Almacén de qué?
¡De materiales peligrosos, claro está! Vittoria estaba perdiendo la paciencia.
—De antimateria.
Kohler se izó sobre los brazos de la silla.
—¿Hay más especímenes? ¿Por qué demonios no me lo has dicho?
—Acabo de hacerlo —replicó Vittoria—. ¡Y usted apenas me ha concedido la oportunidad!
—Hemos de ir a ver esos especímenes —dijo Kohler—. Ahora.
—Especimen —corrigió Vittoria—. En singular. Y está seguro. Nadie podría...
—¿Sólo uno? —interrumpió Kohler—. ¿Por qué no está aquí arriba?
—Mi padre quería conservarlo bajo el lecho de roca como precaución. Es más grande que los demás.
La mirada de alarma que intercambiaron Kohler y Langdon no pasó inadvertida a Vittoria. El director rodó hacia ella de nuevo.
—¿Habéis creado un especimen mayor de quinientos nanogra-mos?
—Por fuerza —se defendió Vittoria—. Teníamos que demostrar que el umbral de la ecuación inversión/rendimiento podía cruzarse sin peligro.
Ella sabía que el problema de las nuevas fuentes energéticas siempre residía en la delicada relación entre inversión y rendimiento: cuánto dinero había que gastar para recolectar el combustible. Construir una plataforma petrolífera para obtener un solo barril era tirar el dinero. Sin embargo, si esa misma plataforma, con un mínimo de gastos añadidos, podía producir millones de barriles, había negocio. Con la antimateria sucedía lo mismo. Poner a funcionar veintisiete kilómetros de electroimanes para crear un diminuto especimen de antimateria gastaba más energía que la contenida en la antimateria resultante. Con el fin de demostrar que la antimateria era eficaz y viable, había que crear especímenes de mayor magnitud.
Aunque el padre de Vittoria se había mostrado reticente a crear un especimen grande, ella había insistido sin descanso. Decía que, si querían que la antimateria fuera tomada en serio, ella y su padre tenían que demostrar dos cosas. Primero, que se podían producir cantidades que compensaran los gastos. Y segundo, que los especímenes podían almacenarse sin riesgo. Al final, había ganado ella, y su padre había accedido contra su voluntad. Pero no sin firmes instrucciones acerca del secretismo y la accesibilidad. La antimateria, había insistido su padre, se almacenaría en la sección de materiales peligrosos, una pequeña cavidad de granito, ubicada a veinticinco metros más abajo. El especimen sería su secreto. Y sólo los dos tendrían acceso.
—Vittoria —insistió Kohler—, ¿es muy grande el espécimen que tu padre y tú creasteis?
Vittoria sentía un irónico placer en su fuero interno. Sabía que la cantidad asombraría hasta al gran Maximilian Kohler. Recreó en su mente la antimateria almacenada. Una visión increíble. Suspendida dentro de la trampa, perfectamente visible a simple vista, bailaba una diminuta esfera de antimateria. No era una partícula microscópica. Era una gota del tamaño de un balín para escopeta de aire comprimido.
Vittoria respiró hondo.
—Un cuarto de gramo.
Kohler palideció.
—¡Cómo! —Se puso a toser—. ¿Un cuarto de gramo? ¡Eso equivale a... casi cinco kilotones!
Kilotones. Vittoria detestaba la palabra. Su padre y ella nunca la empleaban. Un kilotón equivalía a mil toneladas métricas de TNT. Los kilotones se utilizaban en armamento. Carga explosiva. Poder destructivo. Su padre y ella hablaban de voltios y julios electrónicos: potencia de energía constructiva.
—¡Esa cantidad de antimateria podría destruir todo lo contenido en un radio de un kilómetro! —exclamó Kohler.
—Sí, si se aniquilara toda a la vez —replicó Vittoria—, ¡cosa que nadie haría jamás!
—Excepto alguien con pocos conocimientos. ¡O si tu fuente de energía fallara!
Kohler ya se estaba encaminando hacia el montacargas.
—Por eso mi padre la guardó en Materiales Peligrosos con todo tipo de precauciones.
Kohler se volvió con expresión esperanzada.
—¿Hay sistemas de seguridad complementarios en Materiales Peligrosos?
—Sí. Un segundo lector de retina.
Kohler sólo dijo dos palabras.
—Abajo. Ya.
♦ ♦ ♦

El montacargas descendió como una piedra.
Veinticinco metros más abajo.
Vittoria estaba segura de que presentía miedo en ambos hombres mientras el montacargas bajaba. El rostro de Kohler, por lo general carente de emociones, estaba tirante. Sé que la muestra es enorme, pensó Vittoria, pero las precauciones que hemos tomado son...
El montacargas se detuvo y luego se abrió, y Vittoria los precedió por el corredor apenas iluminado. Más adelante, el pasillo terminaba en una enorme puerta de acero. MAT-PEL. El lector retiniano que había junto a la puerta era idéntico al de arriba. La joven se acercó. Aplicó su ojo a la lente.
Retrocedió. Algo pasaba. La lente, siempre impoluta, estaba manchada, manchada de algo parecido a... ¿sangre? Confusa, se volvió hacia los dos hombres, pero sólo vio dos rostros empalidecidos, con los ojos clavados en el suelo, muy cerca de sus pies.
Vittoria siguió su mirada.
—¡No! —gritó Langdon, y extendió la mano en su dirección. Pero ya era demasiado tarde.
La vista de Vittoria se clavó en el objeto del suelo. Le resultó desconocido y muy familiar al mismo tiempo.
Sólo necesitó un instante.
Después, horrorizada, cayó en la cuenta. Mirándola desde el suelo, como restos de basura desechados, había un ojo. Habría reconocido aquel tono avellana en cualquier parte.

24

El técnico de seguridad contuvo el aliento cuando su comandante se inclinó por detrás de él, estudiando la hilera de monitores. Transcurrió un minuto.
El silencio del comandante era de esperar, se dijo el técnico. El comandante era un hombre adicto al protocolo más inflexible. No había obtenido el mando de una de las fuerzas de seguridad de élite mundiales hablando primero y pensando después.
Pero ¿qué está pensando?
El objeto que estaban observando en el monitor era una especie de contenedor, de paredes transparentes. Eso era sencillo. Lo difícil era el resto. Dentro del contenedor, como por obra de algún efecto especial, una pequeña gota de metal líquido parecía flotar en el aire. La gota aparecía y desaparecía en el rítmico parpadeo rojo de una pantalla de cristal líquido, la cual desgranaba una cuenta atrás incesante que provocaba escalofríos al técnico.
—¿Puede aclarar el contraste? —preguntó el comandante, lo cual sobresaltó al técnico.
El técnico obedeció, y la imagen ganó más brillo. El comandante se inclinó hacia adelante y escudriñó algo que se había hecho visible en la base del contenedor. El técnico siguió la mirada de su comandante. Junto a la pantalla había un acrónimo, apenas visible. Cuatro letras mayúsculas brillaban en los destellos de luz intermitentes.
—Quédese aquí —dijo el comandante—. No diga nada. Yo me ocuparé de esto.

25

Materiales Peligrosos. A cincuenta metros bajo tierra.
Vittoria Vetra avanzó tambaleante, y casi cayó contra el lector re-tiniano. Notó que el norteamericano corría a ayudarla, la sostenía, aguantaba su peso. Desde el suelo, el ojo de su padre la miraba. Sintió que se asfixiaba. ¡Le han arrancado el ojo! Su mundo se desmoronó. Kohler estaba detrás de ella, hablando. Langdon la guiaba. Como en un sueño, se encontró con un ojo pegado al lector retiniano. El mecanismo emitió un pitido.
La puerta se abrió.
Incluso con el terror del ojo de su padre grabado en el alma, Vittoria presintió que otro horror la esperaba dentro. Cuando clavó su vista borrosa en la habitación, confirmó el siguiente capítulo de la pesadilla. Ante ella, la solitaria plataforma de recarga estaba vacía.
El contenedor había desaparecido. Habían arrancado el ojo a su padre para robarlo. Las implicaciones se sucedieron con demasiada rapidez para asimilarlas en su totalidad. Todo había salido mal. Habían robado el especimen que debía demostrar que la antimateria era una fuente de energía segura y viable. ¡Pero nadie conocía siquiera lo, existencia del especimen! Sin embargo, la verdad era innegable. Alguien lo había descubierto. Vittoria no podía imaginar quién. Ni tan sólo Kohler, de quien se decía que sabía todo lo que se cocía en el CERN, tenía idea del proyecto.
Su padre estaba muerto. Asesinado a causa de su genio.
Mientras el dolor estrujaba su corazón, un nuevo sentimiento se abrió paso en la conciencia de Vittoria. Era mucho peor. Abrumador. Mortificante. Era la culpa. Culpa incontrolable, implacable. Vittoria sabía que era ella quien había convencido a su padre de que creara la muestra. Contra su voluntad. Y le habían asesinado por ello.
Un cuarto de gramo...
Como cualquier tecnología (el fuego, la pólvora, el motor de combustión), la antimateria podía ser mortífera si llegaba a caer en malas manos. Muy mortífera. La antimateria era un arma letal. Potente e imparable. Una vez extraído de su plataforma de recarga del CERN, la cuenta atrás del contenedor proseguiría inexorable. Un tren sin frenos.
Y cuando se terminara el tiempo...
Una luz cegadora. El rugido de un trueno. Incineración espontánea. Sólo el destello... y un cráter vacío. Un cráter vacío muy grande.
La idea del genio pacífico de su padre utilizado como una herramienta de destrucción era como veneno en su sangre. La antimateria era el arma terrorista suprema. Carecía de partes metálicas susceptibles de disparar un detector de metales, de rastros químicos que pudieran olfatear los perros, de espoleta que pudiera desactivarse si las fuerzas del orden localizaban el contenedor. La cuenta atrás había empezado...
Langdon no sabía qué hacer. Sacó su pañuelo y cubrió con él el ojo de Leonardo Vetra. Vittoria esperaba en la puerta de la cámara vacía, con el rostro deformado en una expresión de dolor y pánico. Langdon se acercó a ella de nuevo, pero Kohler intervino.
—Señor Langdon. —El rostro de Kohler era inexpresivo. Indicó a Langdon con un ademán que se alejara, para que ella no pudiera oírle. Langdon obedeció de mala gana.
—Usted es el especialista —dijo Kohler en un susurro—. Quiero saber qué pretenden hacer esos bastardos Illuminati con la antimateria.
Langdon intentó concentrarse. Pese a la locura que le rodeaba, su primera reacción fue la lógica: de rechazo. Kohler seguía barajando presunciones. Presunciones imposibles.

—Los Illuminati ya no existen, señor Kohler. No me cabe la menor duda. El culpable de este crimen podría ser cualquiera, tal vez otro empleado del CERN que descubrió el proyecto del señor Vetra y pensó que era demasiado peligroso para permitir que continuara adelante.
Kohler le miró estupefacto.
—¿Cree que se trata de un crimen de conciencia, señor Lang-don? Absurdo. El asesino de Leonardo sólo quería una cosa: la muestra de antimateria. No me cabe la menor duda de que ha planeado hacer algo con ella.
—Está hablando de terrorismo.
—Desde luego.
—Pero los Illuminati no eran terroristas.
—Dígaselo a Leonardo Vetra.
Langdon pensó que no dejaba de ser cierto. Habían marcado a Leonardo Vetra con el signo de los Illuminati. ¿De dónde había salido? La marca sagrada se le antojaba una treta demasiado complicada para que alguien la utilizara con el fin de desviar las sospechas hacia otros. Tenía que haber otra explicación.
Una vez más, Langdon se obligó a considerar lo improbable. Si los Illuminati siguieran en activo, y si robaron la antimateria, ¿cuáles serían sus intenciones? ¿Cuál sería su objetivo? La respuesta que le proporcionó su cerebro fue instantánea. Langdon la desechó con igual rapidez. Cierto, los Illuminati tenían un enemigo evidente, pero un ataque terrorista a gran escala contra el enemigo era inconcebible. Impropio de la secta. Sí, los Illuminati habían matado a gente, pero se trataba de individuos muy concretos, elegidos con mucho cuidado. La destrucción en masa era algo burdo. Langdon hizo una pausa. Una vez más, pensó, habría una elocuencia majestuosa en todo ello: la antimateria, el descubrimiento científico supremo, se utilizaría para desintegrar...
Rechazó aquella idea ridícula.
—Existe otra explicación lógica que no es el terrorismo —dijo de repente.
Kohler le miró, expectante.
Langdon intentó ordenar sus pensamientos. Los Illuminati siempre habían detentado un tremendo poder gracias a la economía. Controlaban bancos. Poseían lingotes de oro. Hasta se rumoreaba que eran los dueños de la joya más valiosa de la tierra: el Diamante de los Illuminati, un diamante sin mácula de enormes proporciones.
—Dinero —dijo Langdon—. Tal vez hayan robado la antimateria con fines económicos.
Kohler puso cara de incredulidad.
—¿Fines económicos? ¿Dónde se puede vender una gota de antimateria?
—La muestra no —replicó Langdon—. La tecnología. La tecnología de la antimateria debe de valer una barbaridad. Quizás alguien robó la muestra para analizarla.
—¿Espionaje industrial? Pero a ese contenedor le quedan veinticuatro horas, hasta que las baterías se agoten. Los investigadores saltarán por los aires antes de averiguar algo.
—Podrían recargarlas antes de la explosión. Podrían construir una plataforma recargable compatible como las del CERN.
—¿En veinticuatro horas? —rezongó Kohler—. Aunque robaran los planos, tardarían meses en construir un recargador como ése, no horas.
—Tiene razón —dijo Vittoria con un hilo de voz.
Los dos hombres se volvieron. Vittoria avanzó hacia ellos, con paso tan tembloroso como sus palabras.
—Tiene razón. Nadie podría construir un recargador a tiempo. Tan sólo la interfaz exigiría semanas. Filtros de flujo, servobobinas de inducción, aleaciones de condicionamiento de energía, todo calibrado con el grado específico de energía del lugar.
Langdon frunció el ceño. Había captado la idea. Una trampa de antimateria no era algo que pudiera conectarse sencillamente a un enchufe de pared. En cuanto salió del CERN, al contenedor le quedaban veinticuatro horas de vida.
Lo cual conducía a una única conclusión, y muy inquietante.
♦ ♦ ♦

—Hemos de llamar a la Interpol —dijo Vittoria. Su voz sonó dis-tante, incluso a sus propios oídos—. Es preciso llamar a las autoridades más indicadas. De inmediato.
Kohler negó con la cabeza.
—De ninguna manera.
Las palabras asombraron a la joven.
—¿No? ¿Qué quiere decir?
—Tú y tu padre me habéis puesto en una situación muy delicada.
—Necesitamos ayuda, director. Necesitamos encontrar esa trampa y recuperarla antes de que alguien salga perjudicado. ¡Tenemos una responsabilidad!
—Tenemos la responsabilidad de pensar —dijo Kohler en tono más enérgico—. Esta situación podría tener repercusiones muy graves para el CERN.
—¿Está preocupado por la reputación del CERN? ¿Sabe el efecto que podría causar ese contenedor en una zona urbana? ¡Posee un radio de alcance de un kilómetro! ¡Nueve manzanas!
—Tal vez tu padre y tú tendríais que haber pensado en eso antes de crear la muestra.
Fue como una bofetada para Vittoria.
—Pero... tomamos toda clase de precauciones.
—Por lo visto, no fueron suficientes.
—Pero nadie sabía nada de la antimateria.
Se dio cuenta de que era una argumentación absurda. Era evidente que alguien lo sabía. Alguien lo había descubierto.
Vittoria no se lo había dicho a nadie. Eso sólo dejaba dos explicaciones. O bien su padre se había confiado a alguien sin decirle nada a ella, lo cual era ilógico porque era su padre quien la había obligado a jurar que guardaría el secreto, o alguien los había espiado. ¿Pinchando el teléfono móvil, tal vez? Sabía que habían hablado varias veces mientras ella estaba de viaje. ¿Se habían ido de la lengua? Cabía en lo posible. También estaban los correos electrónicos. Pero habían sido discretos, ¿verdad? ¿El sistema de seguridad del CERN? ¿Los habían espiado sin que se dieran cuenta? Sabía que nada de eso importaba ya. Mi padre ha muerto.

El pensamiento la espoleó a entrar en acción. Sacó el móvil del bolsillo de los shorts.
Kohler aceleró hacia ella, tosiendo con violencia, mientras sus ojos despedían chispas.
—¿A quién... llamas?
—A la centralita del CERN. Podrán conectarnos con la Interpol.
—¡Piensa! —tosió Kohler, al tiempo que frenaba ante ella—. ¿Cómo puedes ser tan ingenua? En estos momentos, ese contenedor podría estar en cualquier lugar del mundo. Ninguna agencia de inteligencia de la tierra podría movilizarse para encontrarlo a tiempo.
—¿Es que no vamos a hacer nada?
A Vittoria le provocaba remordimiento plantar cara a un hombre de salud tan frágil, pero el director se comportaba de una forma tan rara que ya ni le reconocía.
—Vamos a emplear la inteligencia —dijo Kohler—. No pondremos en peligro la reputación del CERN implicando a autoridades que no pueden sernos de ayuda. Aún no. Hemos de pensar.
Vittoria sabía que los razonamientos de Kohler no carecían de lógica, pero también sabía que la lógica, por definición, estaba privada de responsabilidad moral. Su padre había vivido de acuerdo con la responsabilidad moral: ciencia cauta, compromiso, fe en la bondad innata del hombre. Vittoria también creía en esas cosas, pero las consideraba en términos de karma. Se volvió y abrió el teléfono.
—No puedes hacer eso —dijo Kohler.
—Intente detenerme.
Kohler no se movió.
Un instante después, Vittoria comprendió por qué. A la distancia que se hallaban de la superficie, el teléfono no tenía cobertura.
Furiosa, se dirigió hacia el montacargas.

26

El hassassin se hallaba al final del túnel de piedra. Su antorcha aún estaba encendida, y el humo se mezclaba con el olor a moho y aire enrarecido. El silencio le rodeaba. La puerta de hierro que le cerraba el paso parecía tan antigua como el propio túnel, oxidada pero todavía resistente. Esperó en la oscuridad, confiado.
Casi había llegado el momento.
Jano había prometido que alguien de dentro le abriría la puerta. La traición no dejaba de maravillar al hassassin. Habría esperado toda la noche ante aquella puerta para cumplir su tarea, pero presentía que no sería necesario. Estaba trabajando para hombres decididos.
Minutos después, a la hora exacta, se oyó el ruido metálico de llaves pesadas al otro lado de la puerta. El metal arañó el metal cuando múltiples cerraduras se fueron abriendo. Uno a uno, tres pesados pestillos se descorrieron. Con un fuerte chirrido, como si hiciera siglos que no los utilizaran, los tres cedieron.
Después, se hizo el silencio.
El hassassin esperó con paciencia, cinco minutos, tal como le habían instruido. Después, empujó con ímpetu. La gran puerta se abrió.

27

—¡No lo permitiré, Vittoria!
Kohler respiraba con dificultad, y su estado iba empeorando conforme el ascensor subía.
Vittoria le impidió salir. Anhelaba encontrar un refugio, algo familiar en este lugar que ya no consideraba su hogar. Sabía que no podría. En este momento, tenía que tragarse el dolor y actuar. Conseguir un teléfono.
Robert Langdon estaba a su lado, silencioso. Vittoria había dejado de preguntarse a qué se dedicaba aquel hombre. ¿Un especialista? ¿Habría podido ser Kohler menos concreto? El señor Langdon puede ayudarnos a encontrar al asesino de tu padre. Langdon no estaba sirviendo de mucha ayuda. Su simpatía y amabilidad parecían sinceras, pero estaba ocultando algo. Los dos.
Kohler la apostrofó de nuevo.
—Como director del CERN, soy responsable del futuro de la ciencia. Si conviertes esto en un incidente internacional y el CERN padece...
—¿El futuro de la ciencia? —Vittoria se volvió hacia él—. ¿De veras piensa rehuir su responsabilidad, negándose a admitir que esa antimateria salió del CERN? ¿Piensa hacer caso omiso de las vidas de las personas que hemos puesto en peligro?
—No digas «hemos» —puntualizó Kohler—. Habéis sido tú y tu padre.
Vittoria desvió la vista.
—Y en cuanto a vidas en peligro —siguió Kohler—, este problema gira en torno a la vida, precisamente. Sabes que la tecnología de la antimateria posee enormes implicaciones para la vida de este planeta. Si el CERN va a la bancarrota, destruido por el escándalo, todo el mundo pierde. El futuro del hombre depende de lugares como el CERN, de científicos como tú y tu padre, que trabajan para solucionar los problemas del mañana.
Vittoria había oído ese discurso típico de Kohler en otras oca-siones, pero nunca se lo había creído. La ciencia causaba la mitad de los problemas que intentaba resolver. El «Progreso» era la maldad suprema de la Madre Naturaleza.
—Los avances científicos conllevan riesgos —arguyó Kohler—, Siempre ha sido así. Programas espaciales, investigación genética, medicina... Todo el mundo comete errores. La ciencia necesita sobrevivir a sus propias torpezas, a cualquier precio. Por el bien de todos.
La habilidad de Kohler para analizar problemas morales con imparcialidad científica asombraba a Vittoria. Su intelecto parecía ser el producto de un riguroso divorcio de su espíritu.
—¿Piensa que el CERN es tan importante para el futuro de la tierra que deberíamos ser inmunes a la responsabilidad moral?
—No discutas de moral conmigo. Cruzaste una línea cuando creaste la muestra, y has puesto en peligro todo el laboratorio. Estoy intentando proteger, no sólo los empleos de tres mil científicos que trabajan aquí, sino también la reputación de tu padre. Piensa en él. Un hombre como tu padre no merece que le recuerden como el creador de un arma de destrucción masiva.
Vittoria pensó que el hombre estaba en lo cierto. Fui yo quien convenció a mi padre de que creara esta muestra. ¡Es culpa mía!
Cuando la puerta se abrió, Kohler aún seguía hablando. Vittoria salió del ascensor, sacó el teléfono y probó de nuevo.
Seguía sin haber cobertura. ¡Maldita sea! Se encaminó hacia la puerta.
—Para, Vittoria. —Dio la impresión de que el director sufría un ataque de asma cuando se precipitó tras ella—. No corras tanto. Hemos de hablar.
—Basta di parlare!
—Piensa en tu padre —la apremió Kohler—. ¿Qué haría él?
La joven continuó andando.
—Víttoria, no he sido sincero del todo contigo.
Ella aminoró el paso.
—No sé en qué estaba pensando —dijo Kohler—. Sólo intentaba protegerte. Dime lo que quieres. Hemos de trabajar juntos.
Vittoria se detuvo a mitad del laboratorio, pero no se volvió.
—Quiero encontrar la antimateria. Y quiero saber quién mató a mi padre.
Esperó.
Kohler suspiró.
—Vittoria, ya sabemos quién mató a tu padre. Lo siento.
Vittoria se volvió.
—¿Cómo?
—No sabía cómo decírtelo. Es tan difícil...
—¿Usted sabe quién mató a mi padre?
—Tenemos una buena idea, sí. El asesino dejó una especie de tarjeta de presentación. Por eso llamé al señor Langdon. Es un experto en el grupo que se declara responsable.
—¿El grupo? ¿Un grupo terrorista?
—Vittoria, robaron un cuarto de gramo de antimateria.
La joven miró a Robert Langdon, parado al otro lado de la sala. Todo empezaba a encajar. Eso explica en parte el secretismo. Estaba asombrada de que no se le hubiera ocurrido antes. Al fin y al cabo, Kohler había llamado a los servicios de inteligencia. Ahora, parecía evidente. Robert Langdon era norteamericano, de aspecto sano, conservador, muy perspicaz. ¿Quién podía ser, si no? Vittoria tendría que haberlo adivinado desde el primer momento. Sintió renovadas esperanzas y se volvió hacia él.
—Señor Langdon, quiero saber quién asesinó a mi padre, y quiero saber si su agencia puede encontrar la antimateria.
Langdon puso cara de perplejidad.
—¿Mi agencia?
—Usted trabaja para los servicios de inteligencia norteamericanos, supongo.
—Pues la verdad es que no.
Kohler intervino.
—El señor Langdon es profesor de historia del arte en la Universidad de Harvard.
Vittoria experimentó la sensación de que le habían arrojado un jarro de agua fría a la cara.
—¿Un profesor de historia del arte?
—Es especialista en simbología religiosa. —Kohler suspiró—. Vittoria, creemos que tu padre fue asesinado por una secta satánica.
Vittoria registró las palabras en su mente, pero fue incapaz de procesarlas. Una secta satánica.
—El grupo que asume la responsabilidad se autodenomina los Illuminati.
Vittoria miró a Kohler, y después a Langdon, como si se preguntara si la estaban haciendo víctima de una broma perversa.
—¿Los Illuminati? —preguntó—. ¿Se refiere a los Illuminati bávaros?
Kohler se quedó de una pieza.
—¿Has oído hablar de ellos?
Vittoria sintió que lágrimas de frustración pugnaban por salir a flote.
—Los Illuminati bávaros: el Nuevo Orden Mundial. Juego de ordenador de Steve Jackson. La mitad de los técnicos de aquí juegan en Internet. —Su voz se quebró—. Pero no entiendo...
Kohler dirigió a Langdon una mirada de confusión.
Langdon asintió.
—Un juego popular. Antigua hermandad se adueña del mundo. Pseudohistórico. No sabía que también había llegado a Europa.
Vittoria estaba perpleja.
—¿De qué está hablando? ¿Los Illuminati? ¡Es un juego de ordenador!
—Vittoria —dijo Kohler—, los Illuminati son un grupo que asume la responsabilidad de la muerte de tu padre.
Vittoria reunió toda la valentía posible para reprimir las lágrimas. Se obligó a concentrarse y analizar la situación desde un punto de vista lógico. Pero cuanto más se concentraba, menos entendía. Su padre había sido asesinado. El sistema de seguridad del CERN había sufrido un fallo garrafal. Había desaparecido una bomba de la que ella era responsable, y cuyo temporizador estaba en plena cuenta atrás. Y el director había elegido a un profesor de arte para que les ayudara a encontrar a una hermandad de satanistas mítica.
De pronto, Vittoria se sintió muy sola. Dio media vuelta para marcharse, pero Kohler se lo impidió. Buscó algo en su bolsillo. Extrajo una arrugada hoja de papel de fax y se la tendió.
Vittoria se tambaleó horrorizada cuando sus ojos vieron la imagen.
—Le marcaron —dijo Kohler—. Le marcaron en el pecho.

28

La secretaria Sylvie Baudeloque era presa del pánico. Paseaba ante el despacho vacío del director. ¿Dónde demonios está? ¿Qué debo hacer?
Había sido un día muy peculiar. Por supuesto, cualquier día al servicio de Maximilian Kohler podía ser peculiar, pero Kohler se había comportado hoy de una forma muy rara.
—¡Localízame a Leonardo Vetra! —había pedido cuando Sylvie llegó por la mañana.
Ella, obediente, telefoneó, llamó al busca y envió un correo electrónico a Leonardo Vetra.
Nada.
Y Kohler se había ido a toda prisa, en apariencia para localizar a Vetra. Cuando regresó unas horas después, tenía muy mal aspecto... No es que tuviera buen aspecto alguna vez, pero parecía peor que de costumbre. Se encerró en su despacho, y le oyó utilizar el ordenador, el teléfono y el fax. Después Kohler volvió a salir. No había vuelto desde entonces.
Sylvie había decidido hacer caso omiso de las bufonadas de otro melodrama kohleriano, pero empezó a preocuparse cuando Kohler no volvió a la hora de su inyección diaria. El estado de salud del director exigía tratamiento regular, y cuando decidía tentar su suerte, los resultados siempre eran nefastos: shock respiratorio, accesos de tos y carrerillas del personal médico. A veces, Sylvie pensaba que Maximilian Kohler deseaba morir.

Sopesó la posibilidad de llamarle al busca para refrescar su memoria, pero había aprendido que la caridad era algo que el orgullo de Kohler despreciaba. La semana pasada se había enfurecido tanto con un científico visitante que se puso en pie y arrojó un sujetapapeles a la cabeza del hombre.
En aquel momento, sin embargo, un dilema mucho más acuciante estaba socavando la preocupación de Sylvie por la salud de su jefe. La centralita del CERN había telefoneado cinco minutos antes para comunicar que había una llamada urgente para el director.
—No sé dónde está —había dicho Sylvie.
Entonces, la operadora de la centralita del CERN le dijo quién llamaba.
Sylvie rió a carcajada limpia.
—Estás de broma, ¿eh? —Escuchó, y su rostro se tiñó de incredulidad—. Y la identificación del que llama confirma... —Sylvie frunció el ceño—. Entiendo. De acuerdo. ¿Puedes preguntar cuál es el...? —Suspiró—. No. Está bien. Dile que espere. Localizaré al director ahora mismo. Sí, lo comprendo. Me daré prisa.
Pero Sylvie no lo había podido encontrar. Había llamado tres veces a su móvil, y cada vez había recibido el mismo mensaje: «El número marcado no se encuentra disponible en este momento». Por lo tanto, Sylvie había llamado al beeper de Kohler. Dos veces. No hubo respuesta. No era propio de él. Era como si el hombre se hubiera esfumado de la faz de la tierra.
¿Qué voy a hacer?, se preguntó ahora.
Como no fuera registrando todo el complejo del CERN, Sylvie sabía que sólo había otra manera de conseguir la atención del director. No le haría ninguna gracia, pero el hombre que esperaba al teléfono no era alguien a quien se debiera hacer esperar. Tampoco daba la impresión de que el individuo en cuestión estuviera de humor para oír que el director no estaba disponible.
Sorprendida por su audacia, Sylvie tomó la decisión. Entró en el despacho de Kohler y se encaminó a la caja metálica que había en la pared, detrás del escritorio. Abrió la tapa, miró los controles y localizó el botón correcto.
Después respiró hondo y agarró el micrófono.

29

Vittoria no recordaba cómo habían llegado al ascensor principal, pero allí estaban. Subían. Kohler iba detrás de ella, y su respiración era trabajosa. La mirada preocupada de Langdon la atravesó como si ella fuera un fantasma. Le había arrebatado el fax de la mano para guardarlo en el bolsillo de la chaqueta, lejos de su vista, pero la imagen aún estaba grabada en su memoria.
Mientras el ascensor subía, el mundo de Vittoria daba vueltas en la oscuridad. Papà! Le buscó en su mente. Por un momento, en el oasis de su memoria, Vittoria se reunió con él. Tenía nueve años de edad, rodaba por las colinas cubiertas de edelweiss, y el cielo suizo giraba sobre su cabeza.
Papà! Papà!
Leonardo Vetra estaba riendo a su lado.
—¿Qué pasa, ángel?
—¡Papà! —rió ella, y se acurrucó contra él—. Pregúntame qué es la materia.
—Pero pareces muy feliz, corazón. ¿Para qué voy a preguntarte qué es la materia?
—Pregúntamelo.
El físico se encogió de hombros.
—¿Qué es la materia?
Ella se puso a reír al instante.
—¿Qué es la materia? ¡Todo es materia! ¡Las rocas! ¡Los árboles! ¡Los átomos! ¡Hasta los osos hormigueros! ¡Todo es materia!

Leonardo Vetra rió.
—¿Te lo has inventado?
—Lista, ¿eh?
—Mi pequeña Einstein.
Ella frunció el ceño.
—Tiene un pelo horrible. Vi su foto.
—Pero tiene una cabeza inteligente. Ya te dije lo que demostró, ¿verdad?
Los ojos de la niña le miraron atemorizados.
—¡No, papá! ¡Lo prometiste!
—¡E = mc2 ! —Le hizo cosquillas—. ¡E = mc2 ! La energía es igual a la masa por la velocidad de la luz al cuadrado.
—¡Mates no! ¡Te lo dije! ¡Las odio!
—Me alegro de que las odies. Porque las chicas no deben estudiar matemáticas.
Vittoria paró en seco.
—¿No?
—Pues claro que no. Todo el mundo lo sabe. Las niñas juegan con muñecas. Los chicos estudian matemáticas. Las matemáticas no son para las chicas. Ni siquiera me está permitido hablar de matemáticas con niñas pequeñas.
—¡Pero eso no es justo!
—Las normas son las normas. Nada de matemáticas para las niñas pequeñas.
Vittoria estaba horrorizada.
—¡Pero las muñecas son aburridas!
—Lo siento —dijo su padre—. Podría hablarte de las matemáticas, pero si me pillan...
Paseó una mirada nerviosa a su alrededor.
Vittoria siguió su mirada.
—De acuerdo —susurró—. Háblame en voz baja.
El movimiento del ascensor la sobresaltó. Vittoria abrió los ojos. Su padre ya no estaba.
La realidad hizo acto de presencia y la envolvió con su garra helada. Miró a Langdon. La preocupación de su mirada era como ternura de un ángel guardián, en especial comparada con la frialdad de Kohler.
Un único pensamiento empezó a acosar a Vittoria con fuerza inexorable.
¿Dónde está la antimateria?
En un instante obtendría la horripilante respuesta.

30

Maximilian Kohler, haga el favor de llamar a su oficina de inmediato.
Rayos de sol cegadores taladraron los ojos de Langdon cuando las puertas del ascensor se abrieron al atrio principal. Antes de que el eco de la voz estentórea se desvaneciera, todos los aparatos electrónicos de la silla de Kohler empezaron a emitir pitidos y zumbidos al mismo tiempo. Su busca. Su teléfono. El programa de correo electrónico de su ordenador se activó. Kohler contempló las luces parpadeantes con aparente perplejidad. El director había regresado a la superficie de la tierra, y volvía a estar localizable.
Director Kohler, haga el favor de llamar a su oficina.
El sonido de su nombre por la megafonía pareció sobresaltar a Kohler.
Alzó la vista con expresión irritada, que dio paso a otra de preocupación. Los ojos de Langdon se encontraron con los de él, y también con los de Vittoria. Los tres permanecieron inmóviles un momento, como si la tensión surgida entre ellos se hubiera desvanecido y hubiera sido sustituida por una aprensión compartida.
Kohler sacó el móvil del apoyabrazos de la silla. Marcó una extensión y reprimió otro acceso de tos. Vittoria y Langdon esperaron.
—Soy el... director Kohler —dijo respirando con dificultad—. ¿Sí? Estaba en el subterráneo, sin cobertura. —Escuchó, y sus ojos grises parecieron salírsele de las órbitas—. ¿Quién? Sí, pásemelo. —Siguió una pausa—. ¿Hola? Soy Maximilian Kohler, director del CERN. ¿Con quién estoy hablando?

Vittoria y Langdon miraron en silencio mientras Kohler escuchaba.
—Sería una imprudencia hablar de esto por teléfono —dijo Kohler por fin—. Estaré allí de inmediato. —Tosió otra vez—. Vaya a buscarme... al aeropuerto Leonardo da Vinci. Cuarenta minutos. —Dio la impresión de que la respiración de Kohler era cada vez más dificultosa. Sufrió un acceso de tos, y apenas consiguió pronunciarlas palabras—. Localicen el contenedor cuanto antes... Ya voy.
Después cerró el teléfono.
Vittoria corrió al lado de Kohler, pero éste ya no podía hablar. Langdon vio que la joven sacaba su móvil y llamaba al hospital del CERN. Langdon se sentía como un barco que había escapado de una tormenta, zarandeado pero incólume.
Vaya a buscarme al aeropuerto Leonardo da Vinci. Las palabras de Kohler resonaron en su mente.
En un solo instante, las sombras inciertas que habían nublado la mente de Langdon toda la mañana tomaron cuerpo en una vivida imagen. Parado allí, en el remolino de la confusión, sintió que una puerta se abría dentro de él... como si se hubiera derrumbado un umbral mítico. El ambigrama. El científico/sacerdote asesinado, ha antimateria. Y ahora... el objetivo. El aeropuerto Leonardo da Vinci sólo podía significar una cosa. En un momento de asombrosa lucidez, Langdon supo que acababa de cruzar una línea. Se había convertido en un creyente.
Cinco kilotones. Hágase la luz.
Dos paramédicos se materializaron junto a ellos. Se arrodillaron al lado de Kohler y le aplicaron una mascarilla de oxígeno. Los científicos del vestíbulo pararon y retrocedieron.
Kohler aspiró dos largas bocanadas, apartó la mascarilla y, todavía jadeante, miró a Vittoria y Langdon.
—Roma.
—¿Roma? —preguntó Vittoria—. ¿La antimateria está en Roma? ¿Quién ha llamado?
La cara de Kohler estaba torcida, y tenía húmedos sus ojos grises.
—La Guardia...
Se estranguló con las palabras, y los paramédicos le aplicaron de nuevo la mascarilla. Mientras hacían los preparativos para llevárselo, Kohler agarró el brazo de Langdon.
Langdon asintió. Lo sabía.
—Vaya... —susurró Kohler bajo la mascarilla—. Vaya... Llámeme...
Entonces, los paramédicos se lo llevaron.
Vittoria le siguió con la mirada, con los pies clavados en el suelo. Después, se volvió hacia Langdon.
—¿Roma? Pero... ¿a qué se refería con eso de la guardia?
Langdon apoyó una mano en su hombro, y susurró apenas las palabras.
—La Guardia Suiza —dijo—. Los centinelas de la Ciudad del Vaticano.

31

El avión espacial X-33 tomó altura y enfiló hacia el sur, en dirección a Roma. A bordo, Langdon permanecía en silencio. Los últimos quince minutos habían transcurrido como una exhalación. Ahora que había terminado de informar a Vittoria sobre los Illuminati y su conspiración contra el Vaticano, empezaba a asimilar el alcance de la situación.
¿Qué estoy haciendo?, se preguntó Langdon. ¡Tendría que haberme ido a casa en cuanto tuve la primera oportunidad! En el fondo, no obstante, sabía que no había gozado de dicha oportunidad.
La sensatez de Langdon le había exigido a gritos que volviera a Boston. Sin embargo, su asombro como especialista en la materia había podido más que la prudencia. Todo cuanto había creído siempre sobre la desaparición de los Illuminati se le antojaba de repente un engaño monumental. Por una parte, necesitaba con urgencia pruebas. Confirmación. También se trataba de una cuestión de conciencia. Con Kohler enfermo y Vittoria abandonada a su suerte, Langdon sabía que, si sus conocimientos sobre los Illuminati podían ser de ayuda, tenía la obligación moral de actuar.
Pero había más. Si bien le avergonzaba admitirlo, el horror que experimentó al saber dónde se hallaba la antimateria no fue sólo por el peligro que corrían las vidas humanas del Vaticano, sino por otra cosa.
El arte.
La colección de arte más grande del mundo estaba sentada sobre una bomba de tiempo. Los Museos Vaticanos albergaban más de sesenta mil piezas de incalculable valor, distribuidas en mil cuatrocientas siete salas: Miguel Ángel, Da Vinci, Bernini, Botticelli. Langdon se preguntó si todas esas obras de arte podrían evacuarse en caso necesario. Sabía que era imposible. Muchas piezas eran esculturas que pesaban toneladas. Por no hablar de los grandes tesoros arquitectónicos: la Capilla Sixtina, la basílica de San Pedro, la famosa escalera de caracol de Miguel Ángel que conducía a los Museos... Incontables testimonios del genio creativo del hombre. Langdon se preguntó cuánto tiempo faltaría para que el contenedor explotara.
—Gracias por acompañarme —dijo Vittoria en voz baja.
Langdon despertó de su ensueño y alzó la vista. Vittoria estaba sentada al otro lado del pasillo. Ni la chillona luz fluorescente de la cabina podía impedir a Langdon ver que de Vittoria se desprendía una aureola de compostura, un resplandor de entereza casi magnético. Su respiración parecía más profunda, como si el instinto de conservación hubiera alumbrado en su interior... una sed de justicia y desquite, alimentada por el amor filial.
Vittoria no había tenido tiempo de cambiarse los shorts y el top, y tenía la carne de gallina, tal como delataba la piel de sus piernas bronceadas. Langdon se quitó la chaqueta y se la ofreció.
—¿Caballerosidad norteamericana?
Aceptó la chaqueta, y dirigió una mirada de agradecimiento a Langdon.
El avión atravesó algunas turbulencias, y Langdon se sintió en peligro. La cabina sin ventanillas se le antojó excesivamente estrecha, y trató de imaginarse en un prado, al aire libre. La idea era irónica, pensó. Había estado en un prado cuando ocurrió. Oscuridad agobiante. Alejó el recuerdo de su mente. Historia pasada.
Vittoria le estaba observando.
—¿Cree en Dios, señor Langdon?
La pregunta le sorprendió. El tono serio de Vittoria era aún más desarmante que la propia pregunta. ¿Creo en Dios? Había confiado en una conversación más trivial durante el viaje.
Un enigma espiritual, pensó Langdon. Así me llaman mis amigos. Aunque había estudiado religión durante años, Langdon no era un hombre religioso. Respetaba el poder de la fe, la benevolencia de las iglesias, la fuerza que la religión proporcionaba a tanta gente, y sin embargo, para él, la suspensión de la incredulidad intelectual, obligatoria para los que deseaban «creer», siempre había constituido un obstáculo demasiado grande para su mente académica.
—Quiero creer —se oyó decir.
La contestación de Vittoria no llevaba implícito ningún juicio o reto.
—¿Y por qué no lo hace?
Langdon lanzó una risita.
—Bien, no es tan fácil. Tener fe exige saltos de fe, aceptación cerebral de los milagros, como inmaculadas concepciones e intervenciones divinas, por ejemplo. Además, existen los códigos de conducta. La Biblia, el Corán, las escrituras budistas... Todos comportan exigencias similares y castigos similares. Afirman que, si no riges tu vida por un código específico, irás al infierno. No imagino a un dios capaz de gobernar de esa manera.
—Espero que no permita a sus estudiantes esquivar preguntas con su misma desfachatez.
El comentario le pilló desprevenido.
—¿Cómo?
—Señor Langdon, no le he preguntado si cree lo que el hombre dice de Dios. Le he preguntado si creía en Dios. Existe una gran diferencia. Las Sagradas Escrituras son cuentos... Leyendas e historias de la lucha del hombre por comprender su necesidad de encontrar un significado. No le estoy pidiendo una crítica literaria. Le pregunto si cree en Dios. Cuando se tumba bajo las estrellas, ¿siente la presencia de la divinidad? ¿Siente en lo más profundo de su ser que está contemplando la obra de la mano de Dios?
Langdon pensó durante un largo momento.
—Me estoy entrometiendo en su intimidad —se disculpó Vittoria.
—No, es que...
—En sus clases, hablará de temas relacionados con la fe.
—Sin parar.
—Y supongo que hará el papel de abogado del diablo. Siempre alimentando el debate.

Langdon sonrió.
—Usted debe de ser profesora también.
—No, pero aprendí de un profesor. Mi padre era capaz de defender que una cinta de Moebius tiene dos caras.
Langdon rió, mientras recreaba en su mente una cinta de Moebius: una tira de papel en forma de anillo retorcido, que desde un punto de vista técnico sólo posee una cara. Langdon había visto por primera vez la forma de una sola cara en las obras gráficas de M. C. Escher.
—¿Puedo hacerle una pregunta, señorita Vetra?
—Llámame Vittoria. Señorita Vetra me hace sentir vieja.
Langdon suspiró, consciente de pronto de su edad.
—Me llamo Robert, Vittoria.
—Ibas a preguntarme algo.
—Sí. Como científica e hija de un sacerdote católico, ¿qué opinas de la religión?
Vittoria hizo una pausa, y se apartó un mechón de pelo de los ojos.
—La religión es como un idioma o un vestido. Tendemos a regresar hacia las prácticas en que nos educamos. No obstante, al final, todos proclamamos lo mismo. La vida tiene sentido. Damos gracias al poder que nos creó.
Langdon se quedó intrigado.
—¿Estás diciendo que ser cristiano o musulmán depende sólo del lugar en que naces?
—¿No es evidente? Piensa en la distribución geográfica de las religiones en el mundo.
—¿Así que la fe es algo fortuito?
—No. La fe es universal. Nuestros métodos de comprensión son arbitrarios. Algunos rezamos a Jesús, otros van a La Meca, algunos estudiamos partículas subatómicas. Al final, todos estamos buscando la verdad, algo que nos sobrepasa.
Langdon deseó que sus estudiantes pudieran expresarse con tanta claridad. Vamos, ojalá él pudiera expresarse con tanta claridad.
—¿Y Dios? —preguntó—. ¿Tú crees en Dios?
Vittoria guardó silencio un largo rato.

—La ciencia me dice que Dios ha de existir. Mi mente me dice que nunca comprenderé a Dios. Y mi corazón me dice que es algo que me sobrepasa.
Menuda concisión, pensó Langdon.
—O sea, crees que Dios existe, pero que nunca le comprenderás.
—La comprenderé —rectificó ella con una sonrisa—. Los pobladores originarios de América del Norte tenían razón.
Langdon rió.
—La Madre Tierra.
—Gaea. El planeta es un organismo. Todos nosotros somos células con propósitos diferentes. No obstante, estamos interrelaciona-dos. Nos servimos mutuamente. Servimos a la totalidad.
Al mirarla, Langdon sintió que algo se removía en su interior, algo que no experimentaba desde hacía mucho tiempo. Había una limpidez hechizante en sus ojos, una pureza melodiosa en su voz. Se sintió atraído.
—Señor Langdon, permítame hacerle otra pregunta.
—Robert —dijo.
Señor Langdon me hace sentir viejo. ¡Soy viejo!
—Si no te importa que lo pregunte, Robert, ¿cómo se despertó tu interés por los Illuminati?
Langdon reflexionó.
—Fue el dinero.
Vittoria pareció decepcionada.
—¿Dinero? ¿Te pidieron asesoramiento?
Langdon rió, cuando se dio cuenta de lo mal que habría sonado.

—No. Me refiero a la moneda de curso legal. —Hundió la mano en el bolsillo de los pantalones en busca de dinero. Encontró un billete de un dólar—. Me fascinó el culto cuando descubrí que los billetes norteamericanos están cubiertos de símbolos de los Illuminati.
Vittoria entornó los ojos, sin saber si debía tomarle en serio.
Langdon le tendió el billete.
—Mira el dorso. ¿Ves el sello de la izquierda?
Vittoria dio la vuelta al billete de dólar.
—¿Te refieres a la pirámide?
—La pirámide. ¿Conoces la relación de las pirámides con la historia de Estados Unidos?
Vittoria se encogió de hombros.
—Exacto —dijo Langdon—. Absolutamente ninguna.
Vittoria frunció el ceño.
—¿Por qué es el símbolo central de vuestro sello?
—Un fragmento de historia misterioso —dijo Langdon—. La pirámide es un símbolo ocultista que representa una convergencia hacia lo alto, hacia la fuente de Iluminación suprema. ¿Ves lo que hay encima?
Vittoria estudió el billete.
—Un ojo dentro de un triángulo.
—Se llama trinacria. ¿Has visto un ojo dentro de un triángulo en algún otro sitio?
Vittoria guardó silencio un momento.
—Pues sí, pero ahora no estoy segura...
—Aparece en los blasones de las logias masónicas de todo el mundo.
—¿El símbolo es masónico?
—No. Es de los Illuminati. Lo llamaban su «delta resplandeciente». Una llamada al cambio ilustrado. El ojo significa la capacidad de los Illuminati de verlo todo. El triángulo resplandeciente representa el esclarecimiento. El triángulo también representa la letra griega delta, que es el símbolo matemático de...
—El cambio. La transición.
Langdon sonrió.
—Olvidé que estaba hablando con una científica.
—¿Estás diciendo que el sello de Estados Unidos es una llamada al cambio ilustrado?
—Algunos lo llamarían el Nuevo Orden Mundial.
Vittoria pareció sobresaltarse. Contempló el billete de nuevo.
—La inscripción que hay debajo de la pirámide dice Novus... Ordo...
—Novus Ordo Seclorum —dijo Langdon—. Significa Nuevo Orden Seglar.
—¿Seglar significa no eclesiástico?

—No eclesiástico. No sólo deja claro el objetivo de los Illumina-ti, sino que contradice de forma flagrante la frase de al lado. «En Dios Confiamos».
La preocupación se reflejó en el rostro de Vittoria.
—Pero ¿cómo pudo acabar esta simbología en los billetes más poderosos del mundo?
—Casi todos los estudiosos creen que fue por la mediación del vicepresidente Henry Wallace. Era un masón de rango superior, y mantenía relaciones con los Illuminati. Tanto si era miembro como si había caído bajo su influencia sin ser consciente, fue Wallace quien propuso el diseño del sello al presidente.
—¿Cómo? ¿Por qué accedió el presidente a...?
—El presidente era Franklin D. Roosevelt. Wallace se limitó a decirle que Novus Ordo Seclorum era otra forma de llamar a su programa social y económico, conocido también como Nuevo Trato.
Vittoria no parecía muy convencida.
—¿Roosevelt no pidió a nadie que echara un vistazo al símbolo antes de que la Tesorería lo imprimera?
—No hizo falta. Wallace y él eran como hermanos.
—¿Hermanos?
—Consulta tus libros de historia —dijo Langdon con una sonrisa—. Franklin D. Roosevelt era masón, y no lo ocultaba.

32

Langdon contuvo el aliento cuando el X-33 empezó la maniobra de acercamiento al aeropuerto internacional Leonardo da Vinci de Roma. Vittoria estaba sentada frente a él, con los ojos cerrados, como si intentara controlar la situación mediante su fuerza de voluntad. El aparato tocó tierra y rodó por la pista hacia un hangar privado.
—Siento que el vuelo haya tardado más de la cuenta —se disculpó el piloto cuando salió de la cabina—. Tuve que reducir la velocidad. Legislación sobre ruidos al sobrevolar zonas urbanas.
Langdon consultó su reloj. Habían estado volando durante treinta y siete minutos.
El piloto abrió la puerta.
—¿Alguien puede decirme qué está pasando?
Ni Vittoria ni Langdon contestaron.
—Estupendo —dijo el piloto, y se estiró—. Estaré en la cabina con el aire acondicionado y mi música. Garth y yo mano a mano.
El sol del atardecer brillaba fuera del hangar. Langdon llevaba colgada sobre el hombro su chaqueta de tweed. Vittoria alzó la cara hacia el cielo e inhaló una profunda bocanada de aire, como si los rayos del sol le transmitieran cierta energía mística reparadora.
Mediterráneos, pensó Langdon, que ya estaba sudando.
—Un poco mayor para los dibujos animados, ¿no? —preguntó Vittoria, sin abrir los ojos.

—¿Perdón?
—Tu reloj. Lo vi en el avión.
Langdon se ruborizó un poco. Estaba acostumbrado a tener que defender su reloj. La edición de coleccionista de Mickey Mouse había sido un regalo de sus padres cuando era niño. Pese a la necedad de los brazos estirados de Mickey marcando la hora, era el único reloj que Langdon había utilizado en su vida. Impermeable y fluorescente, era perfecto para nadar o caminar de noche por senderos sin iluminar de la universidad. Cuando los estudiantes de Langdon cuestionaban su sentido de la moda, les decía que llevaba a Mickey para que le recordara cada día que debía permanecer joven de corazón.
—Son las seis —dijo.
Vittoria asintió, con los ojos todavía cerrados.
—Creo que ya vienen a buscarnos.
Langdon oyó un zumbido distante, alzó la vista y el corazón le dio un vuelco. Un helicóptero se acercaba desde el norte. Langdon había subido una vez en helicóptero, en el valle andino de Palpa, para ver los dibujos en la arena de Nazca, y no le había gustado. Una caja de zapatos voladora. Tras una mañana de vuelos en avión espacial, Langdon esperaba que el Vaticano enviaría un coche.
Por lo visto, no.
El helicóptero aminoró la velocidad, se mantuvo inmóvil unos instantes y descendió. El fuselaje estaba pintado de blanco y en los costados lucía el escudo del Vaticano: dos llaves entrecruzadas y colocadas bajo la tiara papal. Conocía bien el sagrado símbolo de la «Santa Sede» de gobierno, el antiguo trono de san Pedro.
El Santo Helicóptero, gruñó Langdon, mientras el aparato aterrizaba. Había olvidado que el Vaticano también era propietario de uno de esos juguetes, utilizado para transportar al Papa al aeropuerto cuando iba a recibir a alguien, o a su lugar de veraneo en Castel Gan-dolfo. Langdon hubiera preferido un coche.
El piloto saltó de la cabina y se acercó a ellos.
Ahora le tocó a Vittoria sentirse inquieta.
—¿Ése es nuestro piloto?
Langdon compartió su preocupación.
—Volar o no volar. Ésa es la cuestión.

Daba la impresión de que el piloto iba ataviado para un melodrama shakespeariano. Su guerrera abultada era a rayas verticales azules y doradas. Llevaba pantalones y polainas a juego. Calzaba una especie de zapatillas negras. Se tocaba con una boina negra de fieltro.
—El uniforme tradicional de la Guardia Suiza —explicó Lang-don—. Diseñado por el mismísimo Miguel Ángel. —Cuando el hombre se acercó más, Langdon pestañeó—. Admito que no fue uno de los mejores logros de Miguel Ángel.
Pese al atuendo extravagante del hombre, Langdon se dio cuenta de que el piloto era un profesional. Se movía con la rigidez y la dignidad de un marine norteamericano. Langdon había leído mucho acerca de las rigurosas condiciones exigidas para convertirse en miembro de la Guardia Suiza. Reclutados en los cuatro cantones católicos de Suiza, los aspirantes tenían que ser varones de dicha nacionalidad. Los restantes requisitos eran: tener entre diecinueve y treinta años de edad, medir como mínimo metro sesenta y cinco, haber cumplido su servicio militar en el ejército suizo, y ser solteros. Este cuerpo imperial era envidiado por muchos gobiernos, pues se consideraba la fuerza de seguridad más leal y mortífera del mundo.
—¿Vienen del CERN? —les preguntó el guardia con voz seca.
—Sí, señor —contestó Langdon.
—Han cubierto el trayecto en un tiempo notable —comentó, mientras dirigía una mirada fascinada al X-33. Se volvió hacia Vitto-ria—. ¿No trae otra ropa, señora?
—¿Perdón?
El hombre señaló sus piernas.
—Los pantalones cortos no están permitidos dentro de la Ciudad del Vaticano.
Langdon miró las piernas de Vittoria y frunció el ceño. Se había olvidado. El Vaticano prohibía mostrar las piernas por encima de la rodilla, tanto masculinas como femeninas. La norma era una manera de mostrar respeto por la santidad de la ciudad de Dios.
—Es todo cuanto tengo —dijo Vittoria—. Vinimos a toda prisa.
El guardia asintió, muy disgustado. Se volvió hacia Langdon.
—¿Porta armas?

¿Armas?, se preguntó Langdon. ¡Ni siquiera traigo una muda de ropa interior! Negó con la cabeza.
El guardia se acuclilló a los pies de Langdon y empezó a palparle, empezando por los calcetines. Un tipo confiado, pensó Langdon. Las fuertes manos del hombre subieron por sus piernas, y se acercaron de forma desagradable a sus ingles. Por fin, ascendieron hasta su pecho y hombros. Satisfecho al parecer, el guardia se volvió hacia Vit-toria. Recorrió con los ojos sus piernas y torso.
Ella le traspasó con la mirada.
—Ni se le ocurra.
El guardia dirigió una mirada a Vittoria que pretendía ser inti-midatoria. La joven no se inmutó.
—¿Qué es eso? —preguntó el guardia, y señaló un bulto cuadrado que se marcaba en el bolsillo delantero de sus pantalones.
Vittoria extrajo un móvil ultrafino. El guardia lo tomó, lo conectó, esperó a que diera señal de marcar, y después, al parecer satisfecho de que no fuera nada más que un teléfono, se lo devolvió. Vittoria lo guardó en el bolsillo.
—Dése la vuelta, por favor —pidió el guardia.
Vittoria obedeció, extendió los brazos y dio un giro de trescientos sesenta grados.
El guardia la examinó con detenimiento. Langdon ya había decidido que los shorts y la blusa de Vittoria sólo abultaban donde debían. Por lo visto, el guardia llegó a la misma conclusión.
—Gracias. Síganme, por favor.
Vittoria fue la primera en subir, como una profesional avezada, y apenas se agachó cuando pasó debajo de las aspas del helicóptero. Langdon se rezagó un momento.
—¿No sería posible ir en coche? —gritó medio en broma al guardia, que estaba subiendo al asiento del piloto.
El hombre no contestó.
Langdon sabía que, teniendo en cuenta lo mal que se conducía en Roma, tal vez sería más seguro volar. Respiró hondo y subió, pero él sí se agachó con mucha cautela al pasar debajo de las aspas.

—¿Han localizado el contenedor? —gritó Vittoria cuando el guardia encendió los motores.
El guardia se volvió, confuso.
—¿El qué?
—El contenedor. ¿No han llamado al CERN por un contenedor?
El hombre se encogió de hombros.
—No tengo ni idea de qué está hablando. Hoy hemos estado muy ocupados. Mi comandante me dijo que los recogiera. Eso es lo único que sé.
Vittoria dirigió a Langdon una mirada inquieta.
—Abróchense los cinturones, por favor —dijo el piloto, mientras los motores aceleraban.
Langdon obedeció. Tuvo la impresión de que el diminuto fuselaje se empequeñecía aún más a su alrededor. Después, con un estruendo, el aparato se elevó y se dirigió hacia Roma.
Roma... la caput mundi, donde César había gobernado en otra época, donde san Pedro había sido crucificado. La cuna de la civilización moderna. Y en su corazón... una bomba de tiempo.

33

Desde el aire, Roma, la Ciudad Eterna, es un laberinto indescifrable de antiguas calzadas que serpentean alrededor de edificios, fuentes y ruinas.
El helicóptero del Vaticano volaba bajo en dirección noroeste, atravesando la capa permanente de niebla vomitada por el tráfico urbano. Langdon vio ciclomotores, autobuses turísticos y ejércitos de coches en miniatura que se movían en todas direcciones. Koyaanis-qatsi, pensó, al recordar la palabra que utilizaban los indios hopis para designar la «vida desequilibrada».
Vittoria iba sentada en silencio a su lado.
El helicóptero se inclinó de manera pronunciada.
Con el estómago revuelto, Langdon clavó la vista en la lejanía. Sus ojos descubrieron las ruinas del Coliseo. Langdon siempre había pensado que se trataba de una de las mayores ironías de la historia. Ahora era un símbolo dignificado del nacimiento de la cultura y la civilización humanas, pero había sido construido para albergar siglos de acontecimientos bárbaros: leones hambrientos despedazando prisioneros, ejércitos de esclavos luchando hasta la muerte, violaciones en masa de mujeres exóticas capturadas en tierras lejanas, así como decapitaciones y castraciones públicas. Era irónico, pensó Langdon, o tal vez adecuado, que el Coliseo hubiera servido como modelo arquitectónico para el Soldier Field, el estadio de fútbol americano de Harvard donde cada otoño se reproducían antiguas tradiciones salvajes, cuando fanáticos enloquecidos pedían a gritos que se derramara sangre, con ocasión del partido de Harvard contra Yale.
Mientras el helicóptero continuaba hacia el norte, Langdon examinó el Foro Romano, el corazón de la Roma precristiana. Las columnas deterioradas parecían losas caídas en un cementerio que, de alguna manera, había evitado ser engullido por la metrópolis que lo rodeaba Hacia el oeste, la amplia cuenca del río Tíber dibujaba enormes arcos a través de la ciudad. Incluso desde el aire, Langdon vio que las aguas eran profundas. Las corrientes bravias eran de color marrón, henchidas de cieno y espuma como consecuencia de las lluvias torrenciales.
—Ahí delante —dijo el piloto, al tiempo que el aparato cobraba altitud.
Langdon y Vittoria miraron y la vieron. Como una montaña que hendiera la niebla matutina, la cúpula colosal surgía de la bruma ante ellos: la basílica de San Pedro.
—Eso sí que Miguel Ángel lo hizo bien —comentó Langdon a Vittoria.
Langdon nunca había visto San Pedro desde el aire. La fachada de mármol brillaba como fuego bajo el sol de la tarde. El gigantesco edificio, adornado con ciento cuarenta estatuas de santos, mártires y ángeles, ocupaba la superficie de dos campos de fútbol de ancho y seis de largo. El cavernoso interior de la basílica podía acoger a sesenta mil fieles, unas cien veces la población del Vaticano, el país más pequeño del mundo.
Por increíble que pareciera, ni siquiera una ciudadela de tamaña magnitud podía empequeñecer la plaza que se abría ante ella. La plaza de San Pedro, una inmensa extensión de granito, constituía un extraordinario espacio abierto en la congestión de Roma, como un Central Park de estilo clásico. Delante de la basílica, bordeando el enorme terreno ovalado, doscientas ochenta y cuatro columnas se proyectaban hacia fuera en cuatro arcos concéntricos que iban disminuyendo de tamaño, un trompe-l'oeil arquitectónico utilizado para intensificar la sensación de grandeza de la plaza.
Mientras contemplaba el magnífico templo, Langdon se preguntó qué pensaría San Pedro si volviera ahora. El santo había padecido una muerte espantosa, crucificado cabeza abajo en este mismo lugar. Ahora descansaba en la más sagrada de las tumbas, enterrado a cinco pisos de profundidad, justo bajo la cúpula central de la basílica.
—Ciudad del Vaticano —anunció el piloto, en un tono que no auguraba la menor bienvenida.
Langdon miró los altos bastiones pétreos que se alzaban delante, fortificaciones impenetrables que rodeaban el complejo, una extraña defensa terrenal para un mundo espiritual de secretos, poder y misterio.
—¡Mira! —dijo de repente Vittoria, al tiempo que asía el brazo de Langdon. Indicó frenéticamente la plaza de San Pedro. Él acercó la cara a la ventanilla y miró.
—Allí —dijo ella, y señaló.
Langdon miró. La parte posterior de la plaza parecía un aparcamiento, ocupado por una docena de camiones con remolque. Enormes antenas parabólicas apuntaban al cielo desde el techo de cada camión. Las antenas llevaban grabados nombres familiares:

TELEVISIÓN EUROPEA
VIDEO ITALIA
BBC
UNITED PSESS INTERNATIONAL

Langdon se sintió confuso de repente, y se preguntó si la noticia de la antimateria ya se había filtrado.
Vittoria se puso tensa de repente.
—¿Para qué ha venido la prensa? ¿Qué pasa?
El piloto se volvió y la miró de una forma extraña.
—¿Qué pasa? ¿Es que no lo sabe?
—No —replicó ella, con voz enérgica y ronca.
—Il Conclave —dijo el hombre—. Se van a encerrar dentro de una hora. El mundo entero está pendiente.

Il Conclave.
La palabra resonó un largo momento en los oídos de Langdon, antes de que se le hiciera un nudo en la boca del estómago. Il Conclave. El Cónclave del Vaticano. ¿Cómo podía haberlo olvidado? Había sido noticia en fecha reciente.
Quince días antes, el Papa, después de un reinado tremendamente popular de doce años, había fallecido. Todos los periódicos del mundo habían publicado la noticia del ataque fatal sufrido por el Papa mientras dormía, una muerte repentina e inesperada, que muchos tildaban de sospechosa entre susurros. Pero ahora, siguiendo la sagrada tradición, quince días después de la muerte de un Papa, el Vaticano celebraba Il Conclave, la ceremonia sagrada en la que ciento sesenta y cinco cardenales de todo el mundo (los hombres más poderosos de la Cristiandad) se reunían en el Vaticano para elegir al nuevo Papa.
Todos los cardenales de la tierra se hallan reunidos hoy aquí, pensó Langdon, mientras el helicóptero pasaba sobre la basílica de San Pedro. El extenso mundo interior de la Ciudad del Vaticano se desplegó bajo él. Toda la estructura de poder de la Iglesia Católica Romana está sentada sobre una bomba de tiempo.

34

El cardenal Mortati alzó la vista hacia el magnífico techo de la Capilla Sixtina y trató de encontrar un momento para reflexionar con tranquilidad. Las voces de los cardenales llegados de todas partes del globo resonaban en las paredes pintadas con frescos. Los hombres se amontonaban en el tabernáculo iluminado, susurraban y se consultaban mutuamente en numerosos idiomas, aunque las lenguas universales eran inglés, italiano y español.
Por lo general, la luz de la capilla era sublime, largos rayos de sol filtrado que cortaban la oscuridad como rayos celestiales... pero hoy no. Como la ocasión lo requería, cortinas de terciopelo negro colgaban de todas las ventanas de la capilla. Esto aseguraba que nadie podía enviar señales ni comunicarse con el mundo exterior. El resultado era una profunda oscuridad, paliada tan sólo por velas, un resplandor trémulo que parecía purificar a todos a quienes tocaba, dotándoles de un aspecto fantasmal.
Qué privilegio, pensó Mortati, ser yo quien dirija este santo acontecimiento. Los cardenales que superaban los ochenta años de edad eran demasiado viejos para ser elegibles y no asistían al cónclave, pero Mortati, con setenta y nueve años, era el cardenal de mayor edad, y había sido nombrado para dirigir la elección papal.
Según la tradición, los cardenales se reunían aquí dos horas antes del cónclave para departir con sus amigos e intercambiar opiniones de última hora. A las siete de la tarde llegaría el camarlengo del finado Papa, pronunciaría la oración de apertura y se marcharía. Entonces, la Guardia Suiza sellaría las puertas. Sería en ese momento cuando daría inicio el ritual político más antiguo y secreto del mundo. Los cardenales no obtendrían la libertad hasta decidir quién de entre ellos sería el nuevo Papa.
Cónclave. Hasta el nombre era misterioso. «Con clave» significaba literalmente «encerrado con llave». No se permitía a los cardenales ponerse en contacto con nadie del mundo exterior. Ni llamadas telefónicas. Ni mensajes. Ni susurros a través de puertas. El cónclave era un vacío, en el que nada procedente del mundo exterior podía influir. Esto aseguraba que los cardenales tenían Solum Deum prae oculis, sólo a Dios delante de los ojos.
En la plaza, los periodistas observaban y esperaban, especulaban con cuál de los cardenales se convertiría en el gobernante de mil millones de católicos repartidos por todo el mundo. Los cónclaves creaban una atmósfera intensa, cargada de significado político, y la muerte se había cebado en ellos a lo largo de los siglos: envenenamientos, peleas a puñetazos, incluso asesinatos se habían producido entre las paredes sagradas. Historia antigua, pensó Mortati. El cónclave de esta noche será unitario, dichoso y, sobre todo, breve.
O eso pensaba él, al menos.
Ahora, sin embargo, había surgido una situación inesperada. Cuatro cardenales se hallaban ausentes de la capilla. Mortati sabía que todas las salidas del Vaticano estaban vigiladas, y los cardenales desaparecidos no podrían ir demasiado lejos, pero aun así, a menos de una hora de la oración de apertura, se sentía desconcertado. Al fin y al cabo, los cuatro hombres desaparecidos no eran cardenales corrientes. Eran los cardenales.
Los cuatro candidatos.
Como supervisor del cónclave, Mortati ya había avisado a la Guardia Suiza, siguiendo los canales reglamentarios, de la ausencia de los cardenales. Aún no había recibido noticias. Otros cardenales habían reparado también en aquella ausencia desconcertante. Los susurros angustiados ya habían empezado. ¡De entre todos los cardenales, éstos tenían que ser los más puntuales! El cardenal Mortati empezaba a temer que, pese a todo, la noche iba a prolongarse.
No tenía ni idea de cuánto.

35

Por razones de seguridad y de control de ruidos, el helipuerto del Vaticano se halla emplazado en la punta noroeste de Ciudad del Vaticano, lo más lejos posible de la basílica de San Pedro.
—Tierra firme —anunció el piloto cuando aterrizaron. Abrió la puerta para que Langdon y Vittoria descendieran.
Langdon bajó y se volvió para ayudar a Vittoria, pero ella ya había saltado al suelo sin el menor esfuerzo. Todos los músculos de su cuerpo parecían concertados para lograr un único objetivo: encontrar la antimateria antes de que dejara un legado horrible.
Tras cubrir el parabrisas del morro del helicóptero con una lona reflectante, el piloto los guió hasta un carrito de golf eléctrico de tamaño mayor del habitual, que los aguardaba a pocos pasos de donde habían aterrizado. El carrito los condujo silenciosamente a lo largo de un baluarte de cemento de quince metros de altura, lo bastante grueso para rechazar incluso ataques de carros blindados, y que constituía la frontera occidental del diminuto Estado. Al otro lado del muro, apostados a intervalos de cincuenta metros, los Guardias Suizos estaban en posición de firmes, vigilando el terreno. El carrito giró a la derecha por la Via dell' Osservatorio. Había letreros que señalaban en todas direcciones:
PALAZZO DEL GOVERNATORATO COLLEGIO ETIOPICO BASILICA DI SAN PIETRO CAPPELLA SISTINA

Aceleraron por la calzada y dejaron atrás un edificio cuadrado con el letrero RADIO VATICANA. Langdon comprendió con asombro que era el centro de emisión de los programas de radio más escuchados del mundo, que propagaban la palabra de Dios a millones de oyentes en todo el globo.
—Attenzione —dijo el piloto cuando giró por una glorieta.
Mientras el carrito daba la vuelta, Langdon apenas pudo creer lo que veían sus ojos. Giardini Vaticani, pensó. El corazón de la Ciudad del Vaticano. Delante se alzaba la parte posterior de la basílica de San Pedro, algo que casi nadie veía nunca. A la derecha se cernía el Palacio del Tribunal, la lujosa residencia papal a la que tan sólo hacía competencia Versalles en su ornamentación barroca. Habían dejado a sus espaldas el edificio del Governatorato, de aspecto severo, el cual alojaba la administración del Vaticano. Y enfrente, a la izquierda, el enorme edificio rectangular de los Museos Vaticanos. Langdon sabía que no habría tiempo para visitar museos en este viaje.
—¿Dónde está todo el mundo? —preguntó Vittoria, mientras inspeccionaba los jardines y senderos desiertos.
El guardia consultó su cronógrafo negro, de estilo militar, un extraño anacronismo bajo su manga ancha.
—Las cardenales están reunidos en la Capilla Sixtina. El cónclave empieza dentro de menos de una hora.
Langdon asintió, y recordó vagamente que antes del cónclave los cardenales pasaban dos horas en la Capilla Sixtina, para reflexionar y saludar a sus colegas de todo el globo. Era un lapso de tiempo destinado a renovar viejas amistades entre los cardenales y facilitar un proceso de elección menos acalorado.
—¿Y el resto de residentes y personal?
—Tienen prohibida la entrada en la ciudad, en aras del secretismo y la seguridad hasta la conclusión del cónclave.
—¿Y cuándo concluirá?
El guardia se encogió de hombros.
—Sólo Dios lo sabe.
Las palabras parecieron extrañamente literales.

Después de aparcar el carrito en el amplio jardín que había detrás de la basílica de San Pedro, el guardia acompañó a Langdon y Vittoria hasta una plaza de mármol situada a un lado de la basílica. Cruzaron la plaza y se acercaron a la pared posterior de la basílica, luego atravesaron un patio triangular, la Via Belvedere, y entraron en una serie de edificios muy pegados entre sí. La historia del arte le había enseñado lo suficiente a Langdon para reconocer los letreros de la Imprenta del Vaticano, el Laboratorio de Restauración de Tapices, la oficina de correos y la iglesia de Santa Ana. Cruzaron otra plaza pequeña y llegaron a su destino.
Las dependencias de la Guardia Suiza se encuentran situadas junto al Corpo di Vigilanza, al noreste de la basílica de San Pedro. La oficina es un edificio cuadrado de piedra. A cada lado de la entrada, como dos estatuas de piedra, se erguían un par de guardias.
Langdon tuvo que admitir que estos guardias no parecían tan cómicos. Si bien exhibían también el uniforme dorado y azul, cada uno portaba la tradicional alabarda vaticana (una lanza de dos metros y medio con una guadaña afilada como una navaja), con la cual se rumoreaba que habían decapitado a incontables musulmanes cuando defendían a los cruzados cristianos en el siglo XV.
Cuando Langdon y Vittoria se acercaron, los dos guardias avanzaron, cruzaron las alabardas y les impidieron la entrada. Uno de ellos miró al piloto, confuso.
—I pantaloni—dijo, y señaló los shorts de Vittoria.
El piloto desechó su protesta con un ademán.
—Il comandante vuole vederli subito.
Los guardias fruncieron el ceño. Se apartaron a regañadientes.
Dentro hacía frío. No se parecía en nada a las oficinas administrativas que Langdon había imaginado. Los pasillos, adornados y amueblados con gusto impecable, contenían cuadros que, en opinión de Langdon, cualquier museo del mundo habría acogido con alegría en su galería principal.
El piloto señaló una escalera empinada.
—Bajen, por favor.
Langdon y Vittoria siguieron los escalones de mármol, mientras descendían entre esculturas de hombres desnudos. Las partes nobles de las estatuas estaban cubiertas con una hoja de higuera de un color más claro que el resto del cuerpo.
La Gran Castración, pensó Langdon.
Era una de las tragedias más horripilantes del arte renacentista. En 1857, Pío IX decidió que la representación de los atributos varoniles podía incitar a la lujuria en el interior del Vaticano. En consecuencia, agarró un escoplo y un mazo, y cortó los genitales de todas las estatuas masculinas del Vaticano. Mutiló obras de Miguel Ángel, Bramante y Bernini. Se utilizaron hojas de higuera de yeso para ocultar los daños. Cientos de esculturas fueron castradas. Langdon se preguntaba a menudo si habría una inmensa caja de penes de piedra en algún sitio.
—Aquí —anunció el guardia.
Llegaron al pie de la escalera y vieron una pesada puerta de acero. El guardia tecleó un código de entrada y la puerta se deslizó a un lado. Langdon y Vittoria entraron.
Al otro lado del umbral se encontraron con una confusión absoluta.

36

La sala de operaciones de la caserna de la Guardia Suiza.
Langdon se quedó petrificado, mientras examinaba la colisión de siglos que tenía ante sí. La sala de mando era una biblioteca renacentista ricamente adornada, con estanterías taraceadas, alfombras orientales y tapices impresionantes por su belleza; pero, no obstante, abundaban los aparatos de alta tecnología: hileras de ordenadores, faxes, mapas electrónicos del complejo vaticano y televisores sintonizados con la CNN. Hombres con uniformes coloridos tecleaban furiosamente en sus ordenadores y escuchaban concentrados con auriculares futuristas.
—Esperen aquí —ordenó el guardia.
Langdon y Vittoria aguardaron, mientras el guardia cruzaba la sala en dirección a un hombre muy alto y nervudo, con uniforme militar azul oscuro. Estaba hablando por un móvil, tan tieso que casi se doblaba hacia atrás. El guardia le dijo algo, y el hombre lanzó una mirada a Langdon y Vittoria. Asintió, les dio la espalda y continuó hablando.
El guardia regresó.
—El comandante Olivetti se reunirá con ustedes enseguida.
—Gracias.
El guardia salió y subió por la escalera.
Langdon estudió al comandante Olivetti desde el otro lado de la sala, y cayó en la cuenta de que era el comandante en jefe de las fuerzas armadas de todo un país. Vittoria y Langdon esperaron y observaron. Los guardias iban gritando órdenes en italiano.

—Continua a cercare! —chilló uno en un teléfono.
—Hai guardato nel museo? —preguntó otro.
Langdon no necesitaba hablar italiano con fluidez para darse cuenta de que el centro de seguridad estaba enfrascado en una intensa investigación. Esto era una buena noticia. La mala era que, evidentemente, aún no habían encontrado la antimateria.
—¿Estás bien? —preguntó Langdon a Vittoria.
La muchacha se encogió de hombros, y le ofreció una sonrisa cansada.
Cuando el comandante terminó de hablar por teléfono y se acercó a ellos, dio la impresión de que crecía a cada paso. Langdon era alto, y no estaba acostumbrado a levantar la vista para hablar con alguien, pero el comandante Olivetti lo exigía. Langdon intuyó de inmediato que el comandante era un hombre que había capeado temporales, de rostro saludable y acerado. Llevaba el pelo negro cortado al estilo militar, y en sus ojos ardía una determinación inflexible que sólo se conseguía con años de intenso entrenamiento. Se movía con rígida exactitud, y el auricular que llevaba escondido detrás de la oreja le prestaba el aspecto de un miembro del Servicio Secreto norteamericano, antes que el de un Guardia Suizo.
El comandante se dirigió a ellos en inglés con fuerte acento. Habló con una voz sorprendentemente baja para un hombre tan alto, apenas un susurro, pero que comunicaba una eficiencia militar absoluta.
—Buenas tardes —dijo—. Soy el comandante Olivetti, Comandante Principale de la Guardia Suiza. Soy quien llamó a su director.
Vittoria alzó la vista.
—Gracias por recibirnos, señor.
El comandante no contestó. Les indicó con un ademán que le siguieran y los guió entre la maraña de aparatos electrónicos hasta una puerta situada en un costado de la sala.
—Entren —dijo, al tiempo que abría la puerta.
Langdon y Vittoria obedecieron y se encontraron en una sala de control a oscuras. Una batería de monitores de vídeo adosados a una pared estaba transmitiendo una serie de imágenes en blanco y negro del complejo. Un joven guardia estaba sentado, y contemplaba las imágenes con gran atención.
—Fuori —dijo Olivetti.
El guardia se levantó y salió.
Olivetti se acercó a una pantalla y la señaló. Después se volvió hacia sus invitados.
—Esta imagen es de una cámara remota, oculta en algún rincón del Vaticano. Quiero una explicación.
Langdon y Vittoria miraron la pantalla y contuvieron el aliento al mismo tiempo. La imagen no dejaba lugar a engaño. No cabía la menor duda. Era el contenedor de antimateria del CERN. Dentro, una gota trémula de líquido metálico estaba suspendida ominosamente en el centro del contenedor, iluminada por el parpadeo rítmico del reloj digital. La zona que rodeaba el contenedor estaba casi por completo a oscuras, como si la antimateria estuviera en un armario o una habitación a oscuras. En lo alto del monitor destellaba un texto superpuesto: TRANSMISIÓN EN DIRECTO. CÁMARA 86.
Vittoria consultó el tiempo restante en el indicador destellante del contenedor.
—Menos de seis horas —susurró a Langdon con el rostro tenso.
Él echó un vistazo a su reloj.
—Tenemos hasta...
Calló, con un nudo en el estómago.
—Medianoche —dijo Vittoria con una mirada de agotamiento.
Medianoche, pensó Langdon. Propensión al dramatismo. Por lo visto, la persona que había robado el contenedor anoche había calculado el tiempo a la perfección. Experimentó una oleada de aprensión cuando se dio cuenta de que se encontraba en la zona cero.
El susurro de Olivetti sonó más como un siseo.
—¿Pertenece este objeto a sus instalaciones?
Vittoria asintió.
—Sí, señor. Nos lo robaron. Contiene una sustancia extremadamente combustible llamada antimateria.
Olivetti no pareció impresionado.
—Estoy muy familiarizado con las sustancias incendiarias, señorita Vetra. No he oído hablar de la antimateria.
—Es una tecnología nueva. Hemos de localizarla de inmediato o evacuar la Ciudad del Vaticano.

Olivetti cerró los ojos poco a poco y volvió a abrirlos, como si enfocarlos de nuevo en Vittoria pudiera cambiar lo que acababa de escuchar.
—¿Evacuar? ¿Es consciente de lo que está pasando aquí esta noche?
—Sí, señor. Y las vidas de sus cardenales están en peligro. Nos quedan unas seis horas. ¿Han hecho algún avance en la localización del contenedor?
Olivetti meneó la cabeza.
—Aún no hemos empezado a buscarlo.
Vittoria casi se atragantó.
—¿Cómo? Pero hemos oído que sus guardias hablaban de la búsqueda de...
—Buscar, sí —dijo Olivetti—, pero no se trata de su contenedor. Mis hombres están buscando algo que no les concierne a ustedes.
La voz de Vittoria se quebró.
—¿Ni siquiera han empezado a buscar el contenedor?
Dio la impresión de que las pupilas de Olivetti se hundían en las órbitas de sus ojos. Tenía la mirada desapasionada de un insecto.
—Señorita Vetra, ¿verdad? Deje que le explique algo. El director de su instalación se negó a revelarme detalles por teléfono sobre este objeto, excepto para decirme que era preciso encontrarlo de inmediato. Estamos muy ocupados, y no puedo concederme el lujo de dedicar hombres a esta búsqueda hasta que no cuente con más datos.
—En este momento, sólo hay un dato relevante, señor —dijo Vittoria—, que dentro de seis horas ese aparato va a desintegrar todo este complejo.
Olivetti permaneció inmóvil.
—Señorita Vetra, ha de saber algo. —Su tono era casi paternalista—. Pese a la arcaica apariencia de la Ciudad del Vaticano, todas las entradas, tanto públicas como privadas, están equipadas con los aparatos de detección más avanzados que el hombre conoce. Si alguien intentara entrar con algún tipo de ingenio incendiario, sería detectado de inmediato. Tenemos escáneres isotópicos radiactivos, filtros olfatorios diseñados por la DEA norteamericana para detectar las rúbricas químicas más tenues de combustibles y toxinas. También utilizamos los detectores de metales y los escáneres de rayos X más avanzados.
—Muy impresionante —dijo Vittoria en el mismo tono frío de Olivetti—. Por desgracia, la antimateria no es radiactiva, su rúbrica química corresponde al hidrógeno puro y el contenedor es de plástico. Ninguno de esos aparatos lo detectaría.
—Pero el aparato posee una fuente de energía —objetó Olivetti, señalando la pantalla parpadeante—. Hasta el rastro más tenue de níquel o cadmio sería registrado como...
—Las baterías también son de plástico.
La paciencia de Olivetti empezaba a agotarse.
—¿Baterías de plástico?
—Un electrolito de gel de polímero con Teflón.
Olivetti se inclinó hacia ella, como para acentuar la ventaja de su estatura.
—Signorina, el Vaticano es el objetivo de docenas de amenazas de bomba al mes. Yo en persona entreno a todos los Guardias Suizos en la tecnología de los explosivos modernos. Soy muy consciente de que no existe sustancia en la tierra lo bastante poderosa para provocar el efecto que usted está describiendo, a menos que esté hablando de una cabeza nuclear con un núcleo de combustible del tamaño de una pelota de tenis.
Vittoria le dirigió una mirada intensa.
—Aún quedan por desvelar muchos misterios de la naturaleza.
Olivetti se acercó aún más.
—¿Quiere explicarme con exactitud quién es usted? ¿Cuál es su cargo en el CERN?
—Soy miembro de alto rango del personal de investigación, y enlace con el Vaticano en esta crisis.
—Perdone mi grosería, pero si esto es una crisis, ¿por qué estoy hablando con usted y no con su director? Además, es una falta de respeto entrar en la Ciudad del Vaticano con pantalones cortos.
Langdon gruñó. No podía creer que, teniendo en cuenta las circunstancias, el hombre insistiera en las normas referentes a la indumentaria. Comprendió que si penes de piedra podían despertar pensamientos lujuriosos en los residentes del Vaticano, Vittoria Vetra en shorts era sin lugar a dudas una amenaza para la seguridad nacional.
—Comandante Olivetti —intervino Langdon, intentando desactivar lo que consideraba una segunda bomba—, me llamo Robert Langdon. Soy profesor de simbología religiosa en Estados Unidos y no tengo nada que ver con el CERN. He visto una demostración de los efectos de la antimateria y refrendo la afirmación de la señorita Vetra de que es una sustancia muy peligrosa. Tenemos razones para creer que fue colocada en el interior del Vaticano por una secta antirreligiosa, con la esperanza de interrumpir el cónclave.
Olivetti se volvió y miró a Langdon.
—Tengo una mujer en shorts diciéndome que una gota de líquido va a volar el Vaticano, y tengo a un profesor norteamericano diciéndome que somos el objetivo de una secta antirreligiosa. ¿Qué esperan que haga?
—Encontrar el contenedor —dijo Vittoria—. Ahora mismo.
—Imposible. Ese artefacto podría estar en cualquier sitio. La Ciudad del Vaticano es enorme.
—¿Sus cámaras no llevan localizadores GPS?
—No suelen robarlas. Esta cámara desaparecida tardará días en ser localizada.
—No nos quedan días —insistió Vittoria—. Nos quedan seis horas.
—¿Seis horas hasta qué, señorita Vetra? —Olivetti alzó la voz de repente. Señaló la imagen de la pantalla—. ¿Hasta que termine esa cuenta atrás? ¿Hasta que la Ciudad del Vaticano desaparezca? Créame, no me hace gracia la gente que toquetea mi sistema de seguridad. Ni me gustan los artefactos mecánicos que aparecen como por arte de magia dentro del Vaticano. Estoy preocupado. Mi trabajo es estar preocupado. Pero lo que me han dicho es inaceptable.
Langdon habló antes de poder reprimirse.
—¿Ha oído hablar de los Illuminati?
El exterior gélido del comandante se cuarteó. Puso los ojos en blanco, como un escualo a punto de atacar.
—Le advierto que no tengo tiempo para esto.
—Así que ha oído hablar de los Illuminati, ¿no?
Los ojos de Olivetti eran como bayonetas.
—He jurado defender la Iglesia católica. Claro que he oído hablar de los Illuminati. Hace décadas que desaparecieron.
Langdon hundió la mano en el bolsillo y sacó el fax con la imagen del cuerpo marcado a fuego de Leonardo Vetra. Lo entregó a Olivetti.
—Soy un especialista en los Illuminati —dijo Langdon, mientras Olivetti estudiaba la foto—. Me cuesta aceptar que sigan en activo, pero la aparición de esta marca, combinada con el hecho de que los Illuminati sellaron un pacto bien conocido contra el Vaticano, me ha hecho cambiar de opinión.
—Una falsificación generada por ordenador.
Olivetti devolvió el fax a Langdon.
Langdon le miró con incredulidad.
—¿Una falsificación? ¡Fíjese en la simetría! Usted más que nadie debería darse cuenta de la autenticidad de...
—Autenticidad es precisamente lo que le falta a usted. Tal vez la señorita Vetra no le haya informado, pero los científicos del CERN han estado criticando la política del Vaticano durante décadas. Nos piden con regularidad que nos retractemos de la teoría creacionista, que pidamos disculpas oficiales por Galileo y Copérnico, que renunciemos a nuestras críticas contra las investigaciones peligrosas o inmorales. ¿Qué teoría le parece más probable? ¿Que una secta satánica de hace cuatrocientos años ha reaparecido con un arma avanzada de destrucción masiva, o que algún bromista del CERN está intentando interrumpir un acontecimiento sagrado del Vaticano con un fraude bien ejecutado?
—Esa foto es de mi padre —dijo Vittoria, con una voz como lava hirviente—. Asesinado. ¿Cree que estoy para bromear?
—No lo sé, señorita Vetra, pero lo que sí sé es que, hasta que consiga algunas respuestas sensatas, no decretaré ningún tipo de alarma. La vigilancia y la discreción son mi deber... con el fin de que los asuntos espirituales puedan tratarse con la mente clara. Hoy más que nunca.
—Al menos, aplace el acontecimiento —dijo Langdon.
—¿Aplazarlo? —Olivetti se quedó boquiabierto—. ¡Qué arrogancia! Un cónclave no es un partido de fútbol que pueda suspenderse debido a la lluvia. Es un acontecimiento sagrado, con un código y un procedimiento estrictos. Da igual que mil millones de católicos de todo el mundo estén esperando un líder. Da igual que los medios de comunicación del mundo entero estén fuera. El protocolo de este acontecimiento es sagrado, y no está sujeto a modificaciones. Desde 1179, los cónclaves han sobrevivido a terremotos, hambrunas, incluso a la peste. Créame, no será cancelado a causa de un científico asesinado y una gota de Dios sabe qué.
—Condúzcame ante la persona responsable —exigió Vittoria.
Olivetti despidió chispas por los ojos.
—La tiene delante.
—No —dijo Vittoria—. Alguien del clero.
Las venas de las sienes de Olivetti empezaron a abultar.
—El clero se ha ido. Con la excepción de la Guardia Suiza, los únicos presentes en la Ciudad del Vaticano en este momento son los cardenales. Y están en la Capilla Sixtina.
—¿Y el camarlengo? —preguntó Langdon.
—¿Quién?
—El camarlengo del difunto Papa. —Langdon repitió la palabra con determinación, y rezó para que su memoria no le engañara. Recordó haber leído en cierta ocasión acerca de la curiosa disposición jerárquica del Vaticano tras la muerte de un Papa. Si Langdon estaba en lo cierto, durante el período de elección del nuevo Papa, el poder autónomo total se desplazaba de manera temporal al ayudante personal del Papa fallecido, su camarlengo, un secretario que supervisaba el cónclave hasta que los cardenales elegían al nuevo Santo Padre—. Creo que el camarlengo es la persona al mando en este momento.
—Il camerlengo? —Olivetti frunció el ceño—. El camarlengo no es más que un simple sacerdote. Es el antiguo criado personal del difunto Papa.
—Pero está aquí. Y usted responde ante él.
Olivetti se cruzó de brazos.
—Señor Langdon, es cierto que las normas del Vaticano determinan que el camarlengo asume la autoridad durante el cónclave, pero se debe a que, al no poder ser elegido para el papado, esa circunstancia asegura una elección imparcial. Es como si su presidente muriera, y uno de sus ayudantes se hiciera cargo provisionalmente del Despacho Oval. El camarlengo es joven, y su idea de la seguridad, o de cualquier otra cosa, es muy limitada. A todos los efectos, yo estoy al mando.
—Llévenos a verle —dijo Vittoria.
—Imposible. El cónclave empieza dentro de cuarenta minutos. El camarlengo está en el despacho del Papa, preparándose. No tengo la menor intención de molestarle con problemas de seguridad.
Vittoria abrió la boca para contestar, pero una llamada a la puerta la interrumpió. Olivetti abrió.
Un guardia apareció en la puerta. Indicó su reloj.
—È l'ora, comandante.
Olivetti consultó su reloj y asintió. Se volvió hacia Langdon y Vittoria, como un juez que decidiera su suerte.
—Síganme. —Los guió hasta un pequeño cubículo situado en la pared posterior—. Mi despacho. —Olivetti los invitó a entrar. La habitación no tenía nada de especial: un escritorio lleno de cosas, archivadores, sillas plegables, una fuente de agua—. Volveré dentro de diez minutos. Sugiero que aprovechen ese tiempo para decidir cómo les gustaría proceder.
Vittoria giró en redondo.
—¡No puede irse! Ese contenedor está...
—No tengo tiempo para esto —replicó Olivetti, enfurecido—. Tal vez debería detenerlos hasta después del cónclave, cuando tenga tiempo.
—Signore —le urgió el guardia, señalando de nuevo su reloj—Spazziamo la cappella.
Olivetti asintió y dio media vuelta.
—Spazzare di cappella? —preguntó Vittoria.—. ¿Se va para registrar la capilla?
Olivetti se volvió y la traspasó con la mirada.
—La registramos en busca de micrófonos ocultos, señorita Vetra. Una cuestión de discreción. —Señaló sus piernas—. Pero no creo que sea capaz de comprenderlo.
Cerró la puerta con estrépito. Con un ágil movimiento extrajo una llave, la introdujo en la cerradura y la giró. Un pesado cerrojo encajó en su lugar.
—Idiota! —chilló Vittoria—. ¡No puede encerrarnos aquí!
Langdon vio a través del cristal que Olivetti decía algo al guardia. El centinela asintió. Cuando Olivetti salió de la sala, el guardia giró y los miró desde el otro lado del cristal, con los brazos cruzados. Una imponente pistola colgaba de su cinto.
Perfecto, pensó Langdon. Fabuloso.

37

Vittoria miró con furia al Guardia Suizo que custodiaba la puerta cerrada con llave del despacho de Olivetti. El centinela le devolvió la mirada. Su colorido atavío desmentía su aire ominoso.
Che fiasco, pensó Vittoria. Retenida como rehén por un hombre armado en pijama.
Langdon cavilaba, y Vittoria confió en que estuviera utilizando su cerebro de profesor de Harvard para pensar en una forma de escapar. No obstante, a juzgar por su expresión, intuyó que más que estar pensando estaba estupefacto. Lamentó haberle metido en aquel lío.
Vittoria sacó el teléfono móvil para llamar a Kohler, pero inmediatamente se dio cuenta de que era una estupidez. En primer lugar, el guardia entraría y le arrebataría el teléfono. En segundo, si el episodio de Kohler seguía su curso habitual, debía de estar incapacitado. Tampoco importaba... Daba la impresión de que, en aquel momento, Olivetti no estaba dispuesto a creer en la palabra de nadie.
¡Recuerda!, se dijo. ¡Recuerda la solución de esta prueba!
Recordar era un truco filosófico budista. En lugar de pedir a su mente que buscara una solución para un reto imposible, Vittoria pedía a su mente que la recordara. La suposición de que en algún momento anterior había sabido la respuesta creaba la condición mental de que la respuesta debía existir, eliminando de esta manera el concepto errado de la desesperación. Vittoria utilizaba el procedimiento con frecuencia para solucionar dilemas científicos... que la mayoría de gente consideraba insolubles.
En aquel momento, sin embargo, su esfuerzo por recordar no conducía a ninguna parte. Repasó sus opciones, sus necesidades. Tenía que avisar a alguien. Era preciso que alguien del Vaticano la tomara en serio. Pero ¿quién? ¿Cómo? Estaba en una caja de cristal con una sola salida.
Herramientas, se dijo. Siempre hay herramientas. Vuelve a examinar tu entorno.
Se relajó, entrecerró los ojos, respiró hondo tres veces. Notó que el ritmo de su corazón era más lento y que sus músculos ya no estaban tensos. El pánico caótico de su mente se desvaneció. Muy bien, pensó, libera tu mente. ¿Cuál es el aspecto positivo de esta situación? ¿Cuáles son mis posibilidades?
La mente analítica de Vittoria Vetra, una vez calmada, era una fuerza poderosa. Al cabo de unos segundos comprendió que su encarcelamiento era la clave de la huida.
—Voy a hacer una llamada telefónica —dijo de pronto.
Langdon alzó la vista.
—Iba a sugerir que llamaras a Kohler, pero...
—Kohler no. Otra persona.
—¿Quién?
—El camarlengo.
Langdon no la entendió.
—¿Vas a llamar al camarlengo? ¿Cómo?
—Olivetti dijo que el camarlengo estaba en el despacho del Papa.
—Muy bien. ¿Sabes el número particular del Papa?
—No, pero no voy a llamar por mi teléfono. —Indicó con la cabeza una centralita telefónica de alta tecnología que descansaba sobre el escritorio de Olivetti. Estaba llena de botones—. El jefe de seguridad ha de tener línea directa con el despacho del Papa.
—También tiene un levantador de pesas con una pistola plantado a dos metros de distancia.
—Y nosotros estamos encerrados.
—Ya me había dado cuenta.
—Quiero decir que el guardia no puede entrar. Nosotros estamos en el despacho privado de Olivetti. Dudo que alguien más tenga la llave.
Langdon miró al guardia.
—El cristal es muy delgado, y la pistola muy grande.
—¿Qué va a hacer, dispararme por utilizar el teléfono?
—¡Quién sabe! Este lugar es muy extraño, y tal como van las cosas...
—O eso —dijo Vittoria—, o pasaremos las siguientes cinco horas y cuarenta y ocho minutos en la prisión del Vaticano. Al menos, tendremos un asiento de primera fila cuando la antimateria estalle.
Langdon palideció.
—Pero el guardia irá a buscar al comandante Olivetti en cuanto descuelgues ese teléfono. Además, hay como veinte botones, y no veo la menor identificación. ¿Vas a probarlos todos, con la esperanza de tener suerte?
—No —dijo la joven, al tiempo que se acercaba al teléfono—. Sólo uno. —Vittoria descolgó el teléfono y apretó el primer botón—. Número uno. Apuesto uno de esos dólares de los Illuminati que llevas en el bolsillo a que es el despacho del Papa. ¿Cuál, si no, sería el más importante para el comandante de la Guardia Suiza?
Langdon no tuvo tiempo de contestar. El guardia empezó a golpear el cristal con la culata de la pistola. Indicó por señas a Vittoria que colgara el teléfono.
Ella le guiñó un ojo. Dio la impresión de que la rabia del guardia iba en aumento.
Langdon se alejó de la puerta y miró a Vittoria.
—¡Será mejor que tengas razón, porque este tipo no parece de muy buen humor!
—¡Maldita sea! —dijo Vittoria mientras escuchaba—. Una grabación.
—¿Una grabación? —preguntó Langdon—. ¿El Papa tiene un contestador automático?
—No era el despacho del Papa —dijo Vittoria, y colgó—. Era el maldito menú semanal del comedor de la Guardia Suiza.
Langdon ofreció una débil sonrisa al guardia, que los estaba mirando airado a través del cristal mientras se comunicaba con Olivetti por su walkie-talkie.

38

La centralita del Vaticano se encuentra en el Ufficio di Communica-zione, detrás de la oficina de correos. Es una habitación relativamente pequeña, que alberga un tablero de control Corelco 141 de ocho líneas. La oficina recibe unas dos mil llamadas al día, y la mayoría se derivan de manera automática hacia el sistema de información grabada.
Esta noche, el único operador estaba sentado tranquilamente, bebiendo una taza de té. Se sentía orgulloso de ser uno de los escasos empleados autorizados a pernoctar en el Vaticano en una noche tan importante. El honor, no obstante, se veía un poco empañado por la presencia de Guardias Suizos que montaban guardia ante su puerta. Una escolta para ir al lavabo, pensó el operador. Ay, las indignidades que soportamos en nombre del Santo Cónclave.
Por suerte, las llamadas no habían sido muy numerosas hasta aquel momento. O quizá no cabía hablar de suerte. El interés mundial por los acontecimientos del Vaticano había disminuido durante los últimos años. El número de llamadas de la prensa había descendido, y hasta los chiflados telefoneaban menos. La Oficina de Prensa confiaba en que el acontecimiento de esta noche tendría un aire más festivo. Por desgracia, pese a que la plaza de San Pedro estaba llena de camiones de las televisiones, la mayoría parecía pertenecer a las cadenas italianas y europeas. Sólo había acudido un puñado de cadenas de cobertura mundial, y sin duda habían enviado a sus giornalisti secondarii.

El operador asió su taza y se preguntó cuánto duraría lo de esta noche. Hasta medianoche o así, pensó. En la actualidad, muchos ciudadanos ya sabían quién tenía más números para ser Papa antes de que el cónclave empezara, de manera que el procedimiento era más un ritual de tres o cuatro horas que una elección auténtica. Por supuesto, las disensiones de última hora podían prolongar la ceremonia hasta el alba... o más. El cónclave de 1831 había durado cincuenta y cuatro días. Esta noche no, se dijo. Corrían rumores de que la fumata blanca de este cónclave no se haría esperar.
Los pensamientos del operador se interrumpieron con el zumbido de una línea interior en el tablero. Miró la parpadeante luz roja y se rascó la cabeza. Qué raro, pensó. La línea cero. ¿Quién del interior llamaría a Información esta noche? ¿Quién queda en el interior?
—Città del Vaticano, prego —dijo al tiempo que descolgaba el teléfono.
La voz habló con rapidez en italiano. El operador reconoció vagamente el acento como el habitual de los Guardias Suizos, italiano fluido con acento de la Suiza francesa. Pero quien llamaba no era miembro de la Guardia Suiza.
Al oír la voz de la mujer, el operador se puso en pie al instante, y a punto estuvo de derramar el té. Echó un vistazo a la línea. La llamada procedía del interior. ¡Tiene que haber algún error!, pensó. ¡Una mujer en la Ciudad del Vaticano! ¿Esta noche?
La mujer estaba hablando a toda prisa, y furiosa. El operador había pasado suficientes años colgado de un teléfono para saber cuándo estaba tratando con un pazzo. Esta mujer no parecía loca. Hablaba en tono perentorio pero racional. Serena y eficaz. El hombre escuchó su petición, perplejo.
—Il camerlengo? —dijo el operador, mientras seguía intentando adivinar de dónde demonios procedía la llamada—. Me es imposible pasarle la llamada... Sí, sé que está en el despacho del Papa, pero ¿quién es usted? ¿Quiere avisarle de...? —Escuchó, cada vez más nervioso. ¿Todo el mundo está en peligro? ¿Cómo? ¿Desde dónde llama?—. Quizá debería pasarla con la Guardia... —El operador se quedó de una pieza—. ¿Desde dónde ha dicho?
Escuchó asombrado, y después tomó una decisión.
—Espere un momento, por favor —dijo, y dejó a la mujer colgada antes de que pudiera reaccionar. Después, llamó a la línea directa del comandante Olivetti. Esta mujer no puede estar en...
Alguien descolgó al instante.
—Per I'amore di Dio! —le gritó una voz familiar—. ¡Haga el favor de pasar la llamada!
La puerta del centro de seguridad de la Guardia Suiza se abrió con un siseo. Los guardias se apartaron cuando el comandante Olivetti entró en la sala como un cohete. Cuando llegó a su despacho, el guardia confirmó lo que le había dicho por el walkie-talkie. Vittoria Vetra estaba hablando por el teléfono privado del comandante.
Che coglioni che ha questa!, pensó. ¡Vaya pelotas que tiene la niña!
Se encaminó a la puerta, lívido, e introdujo la llave en la cerradura. Abrió la puerta y gritó:
—¿Qué está haciendo?
Vittoria no le hizo caso.
—Sí —estaba diciendo por teléfono—. Y debo advertirle...
Olivetti le arrancó el teléfono de la mano y se lo llevó al oído.
—¿Quién demonios es usted?
Durante una fracción de segundo, Olivetti perdió el aplomo.
—Sí, camarlengo... —dijo—. Correcto, signore, pero asuntos de seguridad exigen... Claro que no... La retengo aquí por... Desde luego, pero... —Escuchó—. Sí, señor —dijo por fin—. Los acompañaré de inmediato.
39

El Palacio Apostólico es un conglomerado de edificios cercano a la Capilla Sixtina, en la esquina noreste de la Ciudad del Vaticano. Con una imponente vista de la plaza de San Pedro, el palacio alberga los aposentos papales y el despacho del pontífice.
Vittoria y Langdon siguieron en silencio al comandante Olivetti, que los guió por un largo pasillo rococó. El cuello parecía que iba a estallarle a causa de la rabia. Después de subir por tres tramos de escaleras, entraron en un amplio corredor apenas iluminado.
Langdon miraba con incredulidad las obras de arte que adornaban las paredes (bustos en perfecto estado, tapices, frisos), obras que valdrían cientos de miles de dólares. Cuando llevaban recorridas dos terceras partes del pasillo, pasaron ante una fuente de alabastro. Olivetti giró a la izquierda por una abertura y se encaminó hacia una de las puertas más grandes que Langdon había visto en su vida.
—Ufficio del Papa —anunció el comandante, al tiempo que dirigía a Vittoria una mirada feroz. Ella ni se inmutó. Llamó con firmeza a la puerta.
El despacho del Papa, pensó Langdon, a quien se le hacía difícil asimilar que estaba ante una de las puertas más sagradas de todas las religiones del mundo.
—Avanti! —contestó alguien desde dentro.
Cuando la puerta se abrió, Langdon tuvo que protegerse los ojos. La luz del sol era cegadora. Poco a poco, enfocó la imagen que tenía ante él.

El despacho del Papa parecía más una sala de baile que una oficina. El suelo era de mármol rojo y las paredes estaban adornadas con frescos de vividos colores. Una araña colosal colgaba del techo, y al otro lado una hilera de ventanas arqueadas ofrecía un asombroso panorama de la plaza de San Pedro bañada por el sol.
Dios mío, pensó Langdon. Esto sí que es una habitación con vistas.
Al final del recibidor, un hombre sentado a un escritorio tallado escribía furiosamente.
—Avanti—repitió el hombre. Dejó su pluma y les indicó con un ademán que entraran.
Olivetti los guió con paso marcial.
—Signore —dijo en tono de disculpa—, non ho potuto...
El hombre le interrumpió. Se puso en pie y estudió a sus dos visitantes.
El camarlengo no se parecía en nada a las imágenes de hombres frágiles y devotos que Langdon había imaginado paseando por el Vaticano. No llevaba rosario ni medallones. Ni hábitos pesados. Iba vestido con una sencilla sotana negra que parecía subrayar la solidez de su cuerpo robusto. Aparentaba treinta y pico años, un niño para la edad media del Vaticano. Tenía un rostro sorprendentemente atractivo, un remolino de recio cabello castaño y unos ojos verdes casi radiantes, que brillaban como alimentados por los misterios del universo. Sin embargo, cuando el hombre se acercó, Langdon captó en sus ojos un profundo agotamiento, como un alma que estuviera padeciendo los quince días más duros de toda su vida.
—Soy Carlo Ventresca —dijo en un inglés perfecto—. El camarlengo del Papa fallecido.
Su voz era amable y sin el más mínimo dejo de pretensión, y apenas se notaba un levísimo acento italiano.
—Vittoria Vetra —dijo la joven. Avanzó y le ofreció la mano—. Gracias por recibirnos.
Olivetti se retorció cuando el camarlengo estrechó la mano de Vittoria.
—Le presento a Robert Langdon —dijo Vittoria—. Profesor de simbología religiosa en la Universidad de Harvard.

—Padre —dijo Langdon con su mejor acento italiano. Inclinó la cabeza cuando extendió la mano.
—No, no —insistió el camarlengo—. El despacho de Su Santidad no me convierte en santo. Soy un simple sacerdote, un secretario que presta sus servicios en tiempos de necesidad.
Langdon se irguió.
—Por favor —dijo el camarlengo—, siéntense todos.
Movió unas sillas alrededor de su escritorio. Langdon y Vittoria se sentaron. Olivetti prefirió seguir en pie.
—Signore —dijo Olivetti—. La indumentaria de la mujer es fallo mío. Yo...
—Su indumentaria no me preocupa —contestó el camarlengo, como demasiado cansado para perder el tiempo en nimiedades—. Pero si el operador de la centralita del Vaticano me llama media hora antes de que inaugure el cónclave, y me dice que una mujer está llamando desde su despacho para advertirme de una grave amenaza para la seguridad de la que no he sido informado, eso sí que me preocupa.
Olivetti estaba muy rígido, con la espalda arqueada como un soldado sometido a un severo escrutinio.
Langdon se sentía hipnotizado por la presencia del camarlengo. Por joven y cansado que pareciera, el sacerdote tenía un aire de héroe mítico, irradiaba carisma y autoridad.
—Signore —dijo Olivetti, en tono de disculpa pero aún sin ceder—, usted no debería preocuparse por temas de seguridad. Tiene otras responsabilidades.
—Soy muy consciente de mis otras responsabilidades. También soy consciente de que, como direttore intermediario, tengo la responsabilidad de la seguridad y bienestar de todas las personas reunidas para el cónclave. ¿Qué está pasando aquí?
—Tengo la situación controlada.
—Por lo visto no.
—Padre —interrumpió Langdon, mientras sacaba el fax arrugado y lo entregaba al camarlengo—, por favor.
El comandante Olivetti avanzó con el afán de intervenir.
—Padre, por favor, no se preocupe por...

El camarlengo tomó el fax, sin hacer caso de Olivetti durante un largo momento. Contempló la imagen del asesinado Leonardo Vetra y lanzó una exclamación.
—¿Qué es esto?
—Era mi padre —dijo Vittoria con voz débil—. Era sacerdote y hombre de ciencia. Le asesinaron anoche.
El rostro del camarlengo se suavizó al instante. La miró.
—Mi querida hija. Lo siento mucho. —Se persignó y volvió a mirar el fax, con ojos llenos de aborrecimiento—. ¿Quién querría... ? Y esta quemadura en el...
El camarlengo calló y acercó más la imagen.
—Dice Illuminati —explicó Langdon—. No me cabe duda de que le suena el nombre.
Una extraña expresión cruzó el rostro del camarlengo.
—He oído el nombre, sí, pero...
—Los Illuminati asesinaron a Leonardo Vetra para poder robar una nueva tecnología que estaba...
—Signore —interrumpió Olivetti—, esto es absurdo. ¿llluminati? Se trata de una patraña muy trabajada.
Dio la impresión de que el camarlengo meditaba sobre las palabras de Olivetti. Después, se volvió y contempló a Langdon con tal intensidad que éste sintió que le faltaba el aire.
—Señor Langdon, he pasado mi vida en la Iglesia católica. Conozco la tradición de los Illuminati... y la leyenda de los estigmas. No obstante, debo advertirle de que soy un hombre del presente. La cristiandad ya tiene suficientes enemigos sin necesidad de resucitar fantasmas.
—El símbolo es auténtico —dijo Langdon, quizá demasiado a la defensiva, pensó. Dio la vuelta al fax para que el camarlengo lo viera.
El camarlengo guardó silencio cuando vio la simetría.
—Ni siquiera con los ordenadores modernos —añadió Langdon— se ha podido generar un ambigrama simétrico de esta palabra.
El camarlengo enlazó las manos y no dijo nada durante mucho rato.
—Los Illuminati están muertos —dijo por fin—. Hace mucho tiempo. Es un hecho histórico.

Langdon asintió.
—Ayer le habría dado la razón.
—¿Ayer?
—Antes de la cadena de acontecimientos de hoy. Creo que los Illuminati han resucitado para cumplir un antiguo pacto.
—Perdone. Tengo la historia un poco oxidada. ¿De qué antiguo pacto habla?
Langdon respiró hondo.
—La destrucción del Vaticano.
—¿La destrucción del Vaticano? —El camarlengo parecía menos aterrado que confuso—. Pero eso es imposible.
Vittoria negó con la cabeza.
—Temo que somos portadores de más malas noticias.

40

—¿Es eso cierto! —preguntó el camarlengo con expresión de asombro, mientras paseaba la mirada entre Vittoria y Olivetti.
—Signore —le tranquilizó Olivetti—, admito que hemos detectado una especie de artefacto. Aparece en uno de nuestros monitores de seguridad, pero en cuanto a lo que afirma la señorita Vetra sobre el poder de la sustancia, no puedo...
—Espere un momento —le interrumpió el camarlengo—. ¿Esa cosa se puede ver?
—Sí, signore. En la cámara inalámbrica número ochenta y seis.
—Entonces, ¿por qué no han ido a buscarla?
El tono del camarlengo era de irritación.
—Es muy difícil, signore.
Olivetti se mantuvo firme mientras explicaba la situación.
El camarlengo escuchó, y Vittoria intuyó su creciente preocupación.
—Tal vez alguien sustrajo la cámara y está transmitiendo desde el exterior.
—Imposible —dijo Olivetti—. Nuestros muros externos forman un escudo electrónico que protege nuestras comunicaciones internas. La señal sólo puede proceder del interior, de lo contrario no la recibiríamos.
—Imagino que están buscando esa cámara con todos los recursos disponibles, ¿no es cierto?
Olivetti meneó la cabeza.

—No, signore. Localizar esa cámara exigiría cientos de horas y hombres. En este momento tenemos otros problemas de seguridad y, con el debido respeto a la señorita Vetra, esa gota de la que habla es muy pequeña. No podría provocar una explosión como la que ella describe.
La paciencia de Vittoria se agotó.
—¡Esa gota es suficiente para arrasar la Ciudad del Vaticano! ¿Es que no ha prestado atención a lo que le dije?
—Señorita —dijo Olivetti con voz acerada—, tengo mucha experiencia con explosivos.
—Su experiencia está obsoleta —replicó la joven sin ceder terreno—. Pese a mi atuendo, que usted considera perturbador, de lo que me he dado cuenta, soy una física de alto nivel y trabajo en la instalación de investigaciones subatómicas más avanzada del mundo. Yo personalmente diseñé la trampa de antimateria que impide a la muestra aniquilarse. Y le advierto de que, a menos que encuentre ese contenedor antes de seis horas, sus guardias sólo tendrán que proteger un gran agujero en el suelo durante los próximos cien años.
Olivetti se volvió hacia el camarlengo. Sus ojos de insecto lanzaban chispas.
—Signore, no puedo permitir que esto siga adelante. Unos bro-mistas le están haciendo perder el tiempo. ¿Los Illuminati? ¿Una gota que nos destruirá a todos?
—Basta —exclamó el camarlengo. Dijo la palabra en voz baja, pero dio la impresión de que resonaba en toda la habitación. Se hizo el silencio. El hombre continuó hablando en un susurro—. Peligrosa o no, Illuminati o no, sea lo que sea esa cosa, no debería estar dentro de la ciudad... y mucho menos en vísperas del cónclave. Quiero que la encuentren y la saquen de aquí. Organice la búsqueda de inmediato.
Olivetti insistió.
—Signore, aunque utilizáramos todos los guardias para registrar el complejo, tardaríamos días en encontrar la cámara. Además, después de hablar con la señorita Vetra, ordené a uno de mis guardias que consultara nuestra guía de balística más avanzada, por si hablaba de esta sustancia llamada antimateria. No encontró la menor mención. En ninguna parte.

Imbécil presumido, pensó Vittoria. ¿Una guía de balística? ¿Probaste una enciclopedia? ¡En la A!
Olivetti continuaba hablando.
—Signore, si está insinuando que llevemos a cabo un registro ocular de todo el Vaticano, he de oponerme.
—Comandante. —La voz del camarlengo destilaba irritación—. He de recordarle que, cuando se dirige a mí, se dirige a este despacho. Me doy cuenta de que no se toma muy en serio mi cargo. No obstante, según la ley, estoy al mando. Si no me equivoco, los cardenales se hallan ahora a salvo en la Capilla Sixtina, y sus preocupaciones por la seguridad serán mínimas hasta que finalice el cónclave. No sé por qué duda tanto en iniciar la búsqueda. Otro pensaría que intenta poner en peligro adrede este cónclave.
Olivetti le dedicó una mirada desdeñosa.
—¡Cómo se atreve! ¡He servido a su Papa durante doce años! ¡Y al Papa anterior durante catorce! Desde 1438, la Guardia Suiza ha...
El walkie-talkie de Olivetti le interrumpió con un pitido estridente.
—Comandante?
Olivetti apretó el transmisor.
—Sonó occupato! Cosa vuoi?
—Scusi —dijo el guardia por la radio—. Llamo desde el centro de comunicaciones. Pensé que querría saber que hemos recibido una amenaza de bomba.
Olivetti no pudo expresar mayor desinterés.
—¡Pues ocúpese de ella! Siga el procedimiento habitual y tome nota.
—Ya lo hemos hecho, señor, pero la persona que llamó... —El guardia hizo una pausa—. No me gustaría preocuparle, comandante, pero mencionó la sustancia que me pidió que investigara. Antimateria.
Los cuatro intercambiaron miradas de asombro.
—¿Mencionó qué? —tartamudeó Olivetti.
—Antimateria, señor. Mientras intentábamos localizar la procedencia de la llamada, seguí investigando sobre la sustancia. La información que obtuve es, la verdad, muy inquietante...
—¿No dijo que la guía de balística no hablaba de ella?
—Encontré información en Internet.
Aleluya, pensó Vittoria.
—Por lo visto, esa sustancia es muy explosiva —dijo el guardia—. Cuesta imaginar que esa información sea correcta, pero aquí dice que, gramo más gramo menos, la antimateria posee una carga explosiva cien veces superior a la de una cabeza nuclear.
Olivetti se vino abajo. Fue como ver desmoronarse una montaña. La expresión horrorizada del camarlengo borró la sensación de triunfo que experimentó Vittoria.
—¿Localizó la llamada? —tartamudeó Olivetti.
—No hubo suerte. Un móvil con una encriptación muy potente. Las líneas SAT se confunden unas con otras, de modo que la triangulación no sirve de nada. La señal IF sugiere que está en Roma, pero no hay manera de localizarlo.
—¿Exigió algo? —preguntó Olivetti en voz baja.
—No, señor. Sólo nos advirtió de que hay antimateria oculta en el complejo. Pareció sorprendido de que no lo supiera. Me preguntó si aún no la había visto. Usted me preguntó sobre la antimateria, de modo que decidí avisarle.
—Ha hecho bien —dijo Olivetti—. Bajo enseguida. Avíseme de inmediato si vuelve a llamar.
El walkie-talkie quedó en silencio un momento.
—La persona que llama sigue en la línea, señor.
Pareció que Olivetti hubiera sido alcanzado por un rayo.
—¿La línea está abierta?
—Sí, señor. Hemos intentado localizarle durante diez minutos, sin resultado. Debe de saber que no podemos dar con él, porque se niega a colgar hasta que hable con el camarlengo.
—Pásemelo —ordenó el camarlengo—. ¡Ahora mismo!
Olivetti giró en redondo.
—No, padre. Un negociador experto de la Guardia Suiza es el más capacitado para hacerse cargo de la situación.
—¡Ahora mismo!
Olivetti dio la orden.
Un momento después, el teléfono del camarlengo Ventresca empezó a sonar. El hombre oprimió el botón del altavoz.
—¿Quién se cree que es, en nombre de Dios?

41

La voz que surgió del altavoz del teléfono era metálica y fría, no exenta de arrogancia. Todos los presentes escucharon.
Langdon intentó identificar el acento.¿Oriente Próximo, quizá?
—Soy el mensajero de una antigua hermandad —anunció la voz con cadencia extraña—. Una hermandad a la que ustedes han injuriado durante siglos. Soy un mensajero de los Illuminati.
Langdon sintió que sus músculos se tensaban, y los últimos vestigios de duda se desvanecieron. Por un instante, experimentó la conocida pugna entre emoción, privilegio y miedo mortal que le embargó cuando había visto por primera vez el ambigrama aquella misma mañana.
—¿Qué quiere? —preguntó el camarlengo.
—Represento a hombres de ciencia. Hombres que, como ustedes, están buscando respuestas. Respuestas relativas al destino del hombre, su propósito, su creador.
—Sea quien sea —dijo el camarlengo—, yo...
—Silenzio. Será mejor que escuche. Durante dos milenios, su Iglesia ha controlado la búsqueda de la verdad. Han aplastado a sus contrincantes con mentiras y profecías agoreras. Han manipulado la verdad en pro de sus necesidades, asesinado a aquellos cuyos descubrimientos perjudicaban a su política. ¿Le sorprende que sean el objetivo de los hombres esclarecidos de todo el globo?
—Los hombres esclarecidos no recurren al chantaje para defender su causa.

—¿Chantaje? —El desconocido rió—. Esto no es un chantaje. No queremos nada. La abolición del Vaticano no es negociable. Hemos esperado cuatrocientos años a que llegara este día. A medianoche, su ciudad será destruida. No pueden hacer nada.
Olivetti se precipitó hacia el altavoz.
—¡Es imposible superar las barreras que controlan el acceso a esta ciudad! ¡Es imposible que hayan instalado explosivos aquí!
—Habla con la ignorante devoción de un Guardia Suizo. ¿Tal vez un oficial? Sabrá sin duda que, durante siglos, los Illuminati se han infiltrado en las organizaciones de élite de todo el mundo. ¿De veras cree que el Vaticano es inexpugnable?
Jesús, pensó Langdon, cuentan con alguien dentro. No era ningún secreto que la infiltración era el símbolo del poder de los Illuminati. Se habían infiltrado en la masonería, en las organizaciones bancadas más importantes, en gobiernos. De hecho, Churchill había dicho en una ocasión a los periodistas que, si los espías ingleses se hubieran infiltrado en las filas nazis hasta el grado en que los Illuminati se habían infiltrado en el Parlamento inglés, la guerra habría acabado en un mes.
—Un farol clarísimo —replicó Olivetti—. Su influencia no puede ser tan extensa.
—¿Por qué? ¿Porque sus Guardias Suizos no bajan la guardia? ¿Porque vigilan cada rincón de su mundo recluido? ¿Qué me dice de los propios guardias? ¿Acaso no son hombres? ¿De veras creen que se juegan la vida por una fábula sobre un hombre que camina sobre las aguas? Pregúntese cómo habría podido entrar el contenedor en su ciudad, si no. O cómo cuatro de sus elementos más preciados habrían podido desaparecer esta tarde.
—¿Nuestros elementos? —Olivetti frunció el ceño—. ¿A qué se refiere?
—Uno, dos, tres, cuatro. ¿Aún no los han echado de menos?
—¿De qué diablos está habl...?
Olivetti calló de pronto, con la mirada vidriosa, como si le hubieran asestado un puñetazo en el estómago.
—La luz se hace —dijo el desconocido—. ¿Quiere que le lea los nombres?

—¿Qué está pasando? —preguntó el camarlengo, perplejo.
El desconocido rió.
—¿Su oficial aún no le ha informado? Menudo pillastre. No me sorprende. El orgullo. Imagino la desgracia de contarle la verdad... Que cuatro cardenales a los que había jurado proteger han desaparecido...
Olivetti estalló.
—¿De dónde ha sacado esa información?
—Camarlengo —se regocijó el desconocido—, pregunte a su comandante si todos los cardenales están presentes en la Capilla Sixtina.
El camarlengo se volvió hacia Olivetti. Sus ojos verdes exigían una explicación.
—Signore —susurró Olivetti en el oído del camarlengo—, es verdad que cuatro cardenales no se han presentado todavía en la Capilla Síxtina, pero no es preciso alarmarse. Todos notificaron su llegada esta mañana, por lo cual sabemos que se hallan sanos y salvos dentro del Vaticano. Usted mismo tomó el té con ellos hace unas horas. Se han retrasado en llegar al encuentro con sus compañeros previo al cónclave, eso es todo. Estamos buscando, pero estoy seguro de que han perdido la noción del tiempo y siguen paseando por los jardines.
—¿Paseando por los jardines? —La calma abandonó la voz del camarlengo—. ¡Tenían que estar en la capilla hace más de una hora!
Langdon dirigió a Vittoria una mirada de asombro. ¿Cardenales desaparecidos? ¿Eso era lo que andaban buscando abajo?
—Encontrará muy convincente nuestra lista —dijo el desconocido—. Veamos: el cardenal Lamassé de París, el cardenal Guidera de Barcelona, el cardenal Ebner de Frankfurt...
Dio la impresión de que Olivetti se iba encogiendo a cada nombre que sonaba.
El desconocido hizo una pausa, como si el último nombre le proporcionara un placer especial.
—Y de Italia, el cardenal Baggia.
El camarlengo se derrumbó en su silla.
—I preferiti —susurró—. Los cuatro favoritos, incluido Baggia,
el que tenía más posibilidades de suceder al Sumo Pontífice... ¿Cómo es posible?
Langdon había leído lo bastante sobre elecciones papales modernas para comprender la expresión desesperada del camarlengo. Si bien en teoría cualquier cardenal menor de ochenta años podía llegar a ser Papa, sólo muy pocos gozaban del respeto necesario para lograr la mayoría de dos tercios que exigía el feroz procedimiento. Se les conocía como los preferiti. Y todos habían desaparecido.
La frente del camarlengo se perló de sudor.
—¿Qué va hacer con esos hombres?
—¿Usted qué cree? Soy descendiente de los hassassins.
Langdon sintió un escalofrío. Conocía bien el nombre. La Iglesia se había granjeado enemistades mortales a lo largo de los siglos: los hassassins, los templarios, ejércitos que habían sido perseguidos o traicionados por el Vaticano.
—Deje en libertad a los cardenales —dijo el camarlengo—. ¿No le basta con la amenaza de destruir el Vaticano?
—Olvídese de sus cardenales. No puede hacer nada por ellos Tenga la seguridad, no obstante, de que sus muertes serán recordadas... por millones de personas. El sueño de todo mártir. Los convertiré en luminarias de los medios de comunicación. Uno a uno. A medianoche, los Illuminati monopolizarán la atención de todo el mundo. ¿Para qué cambiar el mundo si el mundo no presta atención? Los asesinatos públicos poseen un horror embriagador, ¿verdad? Ustedes lo demostraron hace mucho tiempo... La Inquisición, la tortura de los Caballeros Templarios, las Cruzadas. —Hizo una pausa— Y la purga, por supuesto.
El camarlengo guardó silencio.
—¿No recuerda la purga?—preguntó el desconocido—. Claro que no, usted es un niño. Los curas son historiadores mediocres, de todos modos. ¿Tal vez porque su historia les da vergüenza?
—La purga —se oyó decir Langdon—. Fue en 1678. La Iglesia marcó a cuatro científicos Illuminati con el símbolo de la cruz. Como castigo por sus pecados.
—¿Quién está hablando? —preguntó la voz, más intrigada que preocupada—. ¿Quién más hay ahí?

Langdon se puso a temblar.
—Mi nombre carece de importancia —dijo, intentando que su voz sonara firme. Hablar con un Illuminatus vivo le desorientaba... Era como hablar con George Washington—. Soy un erudito que ha estudiado la historia de su hermandad.
—Soberbio —contestó la voz—. Me complace que aún existan seres vivos que recuerden los crímenes cometidos contra nosotros.
—La mayoría pensábamos que habían muerto.
—Un error que la hermandad ha procurado alimentar. ¿Qué más sabe de la purga?
Langdon vaciló. ¿Qué más sé? ¡Que toda esta situación es una locura, eso es lo que sé!
—Después de marcarlos, los científicos fueron asesinados, y sus cuerpos arrojados a lugares públicos de Roma como advertencia a otros científicos de que no se unieran a los Illuminati.
—Sí. Nosotros haremos lo mismo. Quid pro quo. Considérenlo una retribución simbólica por nuestros hermanos asesinados. Sus cuatro cardenales morirán, uno cada hora empezando a partir de las ocho. A medianoche, todo el mundo estará cautivado.
Langdon se acercó al teléfono.
—¿Tiene la intención de marcar a fuego y asesinar a esos cuatro hombres?
—La historia se repite, ¿no es cierto? Claro que nosotros seremos más elegantes y audaces que la Iglesia. Ellos mataban en privado, y abandonaban los cuerpos cuando nadie los veía. Me parece una cobardía.
—¿Qué está diciendo? —preguntó Langdon—. ¿Que va a marcar y asesinar a esos hombres en público?
—Muy bien. Aunque depende de lo que considere público. Soy consciente de que la gente ha dejado de ir a la iglesia.
Langdon disparó al azar.
—¿Van a asesinarlos en iglesias?
—Un gesto bondadoso. Permitirá a Dios enviar sus almas al cielo sin dilación. Parece justo. Imagino que la prensa también se lo pasará en grande.
—Se está echando un farol —dijo Olivetti con voz fría—. No puede asesinar a un hombre en una iglesia y suponer que se saldrá con la suya.
—¿Un farol? Nos movemos entre sus Guardias Suizos como fantasmas, sacamos a cuatro cardenales de su ciudadela, colocamos un explosivo mortífero en el corazón de su templo más sagrado, ¿y cree que es un farol? A medida que se sucedan los asesinatos y las víctimas sean encontradas, los medios de comunicación acudirán como un enjambre. A medianoche, el mundo conocerá la causa de los Illuminati.
—¿Y si apostamos guardias en todas las iglesias? —preguntó Olivetti.
El desconocido calló.
—Temo que la naturaleza prolífica de su religión les dificultará la tarea. ¿No ha hecho las cuentas en los últimos tiempos? Hay más de cuatrocientas iglesias católicas en Roma. Catedrales, capillas, santuarios, abadías, monasterios, conventos, escuelas parroquiales...
Olivetti se mantuvo imperturbable.
—Todo empezará dentro de noventa minutos —dijo el desconocido, en un tono que no admitía dudas—. Uno por hora. Una progresión mortal matemática. Ahora he de abandonarles.
—¡Espere! —pidió Langdon—. Hábleme de las marcas que van a hacerles.
Su petición pareció divertir al asesino.
—Sospecho que usted ya sabe cuáles serán las marcas. ¿O tal vez es un escéptico? Pronto las verá. La demostración de que las leyendas antiguas son ciertas.
Langdon se sentía aturdido. Sabía con exactitud a qué se refería el hombre. Imaginó la marca en el pecho de Leonardo Vetra. La tradición de los Illuminati hablaba de cinco marcas en total. Quedan cuatro, pensó Langdon, y han desaparecido cuatro cardenales.
—He jurado que un nuevo Papa será electo esta noche —dijo el camarlengo—. Lo he jurado por Dios.
—Camarlengo —dijo el desconocido—, el mundo no necesita un nuevo Papa. Después de medianoche, no tendrá nada que gobernar, salvo un montón de escombros. La Iglesia católica está acabada. Su reinado en la tierra ha terminado.
Se hizo el silencio.
La expresión del camarlengo era de profunda tristeza.
—Se engaña. Una Iglesia es algo más que mortero y piedra. No puede borrar de un plumazo dos mil años de fe, de cualquier fe. No puede aplastar la fe destruyendo sus manifestaciones terrenales. La Iglesia católica continuará con o sin el Vaticano.
—Una noble mentira, pero mentira a fin de cuentas. Los dos sabemos la verdad. Dígame, ¿por qué es el Vaticano una fortaleza amurallada?
—Los hombres de Dios viven en un mundo peligroso —dijo el camarlengo.
—¿Qué edad tiene usted? El Vaticano es una fortaleza porque la Iglesia católica guarda la mitad de sus riquezas entre sus paredes: cuadros únicos, esculturas, joyas valiosísimas, libros de valor incalculable... Además de los lingotes de oro y las escrituras de bienes raíces en las cámaras acorazadas de la Banca Vaticana. Cálculos internos cifran el valor de la Ciudad del Vaticano en cuarenta y ocho mil quinientos millones de dólares. Están sentados sobre una buena hucha. Mañana será cenizas. Valores liquidados, si lo prefiere. Estarán en bancarrota. Ni siquiera los curas pueden trabajar por nada.
La precisión del cálculo dio la impresión de reflejarse en los rostros estupefactos de Olivetti y el camarlengo. Langdon no estaba seguro de qué era más asombroso, que la Iglesia católica poseyera tanto dinero o que los Illuminati lo supieran.
El camarlengo exhaló un profundo suspiro.
—La piedra angular de la Iglesia no es el dinero, sino la fe.
—Más mentiras —dijo el asesino—. El año pasado gastaron ciento ochenta y tres millones de dólares en un intento de sostener sus tambaleantes diócesis de todo el mundo. La asistencia a la iglesia está en su nivel más bajo: ha caído un cuarenta y seis por ciento en la última década. Las donaciones se han reducido a la mitad en siete años. Cada vez hay menos estudiantes en los seminarios. Aunque no quieran admitirlo, su Iglesia está agonizando. Considere esto la oportunidad de acabar a lo grande.
Olivetti avanzó. Ahora parecía menos combativo, como si intuyera la realidad a la que hacía frente. Parecía un hombre que buscara una salida. Cualquier salida.

—¿Y si algunos de esos lingotes de oro se destinaran a financiar su causa?
—No nos insulte a los dos.
—Tenemos dinero.
—Nosotros también. Más de lo que imagina.
Langdon pensó en la supuesta fortuna de los Illuminati, la antigua riqueza de los canteros bávaros, los Rothschild, los Bilderberger, el legendario Diamante de los Illuminati.
—I preferiti —dijo el camarlengo, cambiando de tema. Su voz era suplicante—. Perdónenlos. Son viejos. Son...
—Son vírgenes sacrificables —rió el desconocido—. Dígame, ¿de verdad cree que son vírgenes? ¿Chillarán los corderitos cuando mueran? Sacrifici vergini nell' altare della scienza.
El camarlengo guardó silencio durante largo rato.
—Son hombres de fe —dijo por fin—. No temen a la muerte.
El asesino rió.
—Leonardo Vetra era un hombre de fe, pero anoche vi miedo en sus ojos. Un miedo que yo aplaqué.
Vittoria, que había guardado silencio, saltó de repente, con el cuerpo tenso de odio.
—Assassino! ¡Era mi padre!
Una risita sonó en el altavoz.
—¿Su padre? Pero ¿qué pasa aquí? ¿Vetra tenía una hija? Debería saber que su padre lloriqueó como un niño al final. Penoso. Un hombre patético.
Vittoria se tambaleó, como abofeteada por las palabras. Langdon extendió la mano, pero la joven recuperó el equilibrio y clavó sus ojos oscuros en el teléfono.
—Juro por mi vida que, antes de que termine la noche, le encontraré. —Su voz era afilada como un láser—. Y cuando lo haga...
El desconocido soltó una risita ronca.
—Una mujer valiente. Estoy excitado. Quizás, antes de que termine la noche, yo la encontraré a usted. Y cuando lo haga...
Las palabras flotaron en el aire como una espada. Después el hombre colgó.

42

El cardenal Mortati, enfundado en su hábito negro, estaba sudando. No sólo la Capilla Sixtina estaba empezando a parecer una sauna, sino que el cónclave debía iniciarse dentro de veinte minutos y aún no se sabía nada de los cuatro cardenales desaparecidos. En su ausencia, los susurros de confusión iniciales que habían intercambiado los cardenales se habían transformado en abierta angustia.
Mortati no podía imaginar dónde estaban los cuatro hombres. ¿Con el camarlengo quizá? Sabía que el camarlengo había ofrecido el tradicional té privado a los cuatro preferiti a primera hora de la tarde, pero ya habían pasado horas. ¿Estarían enfermos? ¿Algo que han comido? Mortati lo dudaba. Incluso a las puertas de la muerte, los preferiti estarían aquí. Sólo ocurría una vez en la vida, y con frecuencia nunca, que un cardenal tuviera la oportunidad de ser elegido Sumo Pontífice, y por la ley vaticana, el cardenal debía estar dentro de la Capilla Sixtina cuando tuviera lugar la votación. De lo contrario, era inelegible.
Aunque había cuatro preferiti, pocos cardenales dudaban de quién sería el siguiente Papa. En los últimos quince días se había producido una cascada constante de faxes y llamadas telefónicas que comentaban las cualidades de los principales candidatos. Como de costumbre, se habían elegido cuatro nombres como preferiti, cada uno de los cuales cumplía los requisitos tácitos para convertirse en Papa:

Dominio del italiano, español e inglés.
Sin secretos vergonzosos.
Entre sesenta y cinco y ochenta años de edad.

Como de costumbre, uno de los preferiti se había impuesto sobre los demás. Esta noche, ese hombre era el cardenal Aldo Baggia, de Milán. La hoja de servicios de Baggia, impoluta, combinada con un dominio de los idiomas sin parangón y la capacidad de comunicar la esencia de la espiritualidad, le habían convertido a ojos de todos en el claro favorito.
¿Dónde demonios está?, se preguntó Mortati.
Mortati estaba especialmente nervioso por la desaparición de los cardenales, porque la tarea de supervisar el cónclave había recaído sobre sus espaldas. Una semana antes, el Colegio Cardenalicio había elegido por unanimidad a Mortati para el cargo conocido como Gran Elector: el maestro interno de ceremonias del cónclave. Si bien el camarlengo era el miembro de mayor relevancia de la Iglesia, sólo era un sacerdote y estaba poco familiarizado con el complejo proceso de elección, de forma que se elegía a un cardenal para supervisar la ceremonia desde el interior de la Capilla Sixtina.
Los cardenales solían comentar en broma que el cargo de Gran Elector constituía el honor más cruel de la cristiandad. El nombramiento inhabilitaba para ser elegido Papa, y también exigía dedicar muchos días previos al cónclave a repasarlas páginas del Universi Dominici Gregis, con el objetivo de recordar las sutilidades de los rituales arcanos del cónclave y asegurar de esta forma que el proceso se llevara a cabo de la manera correcta.
Sin embargo, Mortati no estaba resentido. Sabía que había sido el candidato lógico. No sólo era el cardenal de mayor edad, sino que también había sido confidente del difunto Papa, un hecho que elevaba su estima. Aunque Mortati aún estaba dentro de la edad legal para ser elegido, era un poco viejo para ser un candidato serio. A los setenta y nueve años, había cruzado el umbral tácito en que el colegio ya no confiaba en la salud del elegido, con la vista puesta en el riguroso calendario del pontificado. Un Papa solía trabajar unas catorce horas al día, siete días a la semana, y, según la media estadística, moría de agotamiento al cabo de seis años y tres meses. En el Vaticano se decía en broma que aceptar el papado era la «ruta más rápida para ir al cielo».

Muchos creían que Mortati habría podido ser Papa cuando era más joven, de no ser tan liberal. Para acceder al papado, había que guiarse por una particular Santísima Trinidad: conservador, conservador, conservador.
Mortati siempre había considerado irónico que el difunto Papa, Dios lo tuviera en su seno, se hubiera revelado sorprendentemente liberal en cuanto ocupó el trono. Tal vez al presentir que el mundo moderno se alejaba cada vez más de la Iglesia, el Papa había propiciado ciertas aperturas, suavizando la posición de la Iglesia sobre las ciencias, e incluso había donado dinero para causas científicas selectas. Por desgracia, había sido un suicidio político. Los católicos conservadores acusaron al Papa de «senil», al tiempo que los científicos puristas le acusaban de intentar extender la influencia de la Iglesia donde no correspondía.
—¿Dónde están?
Mortati se volvió.
Uno de los cardenales le estaba dando golpecitos en el hombro, nervioso.
—Tú sabes dónde están, ¿verdad?
Mortati procuró disimular su preocupación.
—Puede que sigan con el camarlengo.
—¿A esta hora? ¡Eso sería de lo más heterodoxo! —El cardenal frunció el ceño, desconfiado—. ¿Es posible que el camarlengo haya perdido el sentido del tiempo?
Mortati lo dudaba, pero no dijo nada. Era muy consciente de que la mayoría de cardenales apreciaban poco al camarlengo, pues creían que era demasiado joven para servir al Papa. Mortati sospechaba que esa antipatía se debía a los celos, y admiraba al joven y aplaudía en secreto la elección del fallecido Papa. Mortati sólo veía convicción cuando miraba a los ojos del camarlengo, y al contrario que muchos cardenales, el camarlengo anteponía la Iglesia y la fe a la política. Era en verdad un hombre de Dios.
Durante todo el ejercicio de sus funciones, la devoción del camarlengo se había hecho legendaria. Muchos lo atribuían al acontecimiento milagroso de su niñez, un acontecimiento que habría impreso una huella indeleble en el corazón de cualquier hombre. El milagro y el prodigio, pensó Mortati, quien a menudo deseaba que en su niñez se hubiera presentado un acontecimiento que le hubiera inyectado esa fe invencible.
Mortati sabía que, por desgracia para la Iglesia, el camarlengo nunca llegaría a Papa cuando fuera mayor. Acceder al papado exigía cierta ambición política, algo de lo que el joven camarlengo carecía en apariencia. Había rechazado en muchas ocasiones las ofertas de ascenso del Papa, pues decía que prefería servir a la Iglesia como un simple sacerdote.
—¿Qué vamos a hacer?
El cardenal dio unos golpecitos en la espalda de Mortati, a la espera.
Mortati alzó la vista.
—¿Perdón?
—¡Se retrasan! ¿Qué vamos a hacer?
—¿Qué podemos hacer? —contestó Mortati—. Esperar. Y tener fe.
El cardenal, sin ocultar el disgusto que le producía la respuesta de Mortati, desapareció en la penumbra.
Mortati se masajeó las sienes y trató de aclarar sus ideas. Pues sí, ¿qué vamos a hacer? Desvió la vista hacia el fresco restaurado de Miguel Ángel que colgaba sobre el altar, El Juicio Final. La pintura no contribuyó a mitigar su angustia. Era una representación horripilante, de quince metros de altura, de Jesucristo separando a la humanidad en justos y pecadores, y arrojando a los pecadores al infierno. Había carne despellejada, cuerpos ardiendo, e incluso un rival de Miguel Ángel sentado en el infierno, con orejas de asno. Guy de Mau-passant había escrito en una ocasión que el cuadro semejaba algo pintado por un carbonero ignorante para una barraca de lucha libre de una feria.
El cardenal Mortati no pudo por menos que darle la razón.

43

Langdon permanecía inmóvil ante la ventana a prueba de balas del despacho papal, y contemplaba el despliegue de las cadenas de televisión en la plaza de San Pedro. La siniestra conversación telefónica le había dejado conmocionado. No era el de siempre.
Los Iluminati, como una serpiente surgida de las profundidades olvidadas de la historia, habían reanudado una antigua enemistad. Sin negociación. Sin exigencias. Simple desquite. Diabólicamente sencillo. Una venganza aplazada durante cuatrocientos años. Daba la impresión de que, tras siglos de persecución, la ciencia se había desquitado.
El camarlengo estaba de pie ante el escritorio y contemplaba el teléfono sin verlo. Olivetti fue el primero que rompió el silencio.
—Carlo —dijo, llamando por su nombre al camarlengo, más como un amigo preocupado que como un agente de la autoridad—. Durante veintiséis años he jurado por mi vida proteger este despacho. Parece que esta noche he caído en la deshonra.
El camarlengo meneó la cabeza.
—Usted y yo servimos a Dios de maneras diferentes, pero el servicio siempre nos procura honor.
—Estos acontecimientos... No puedo imaginar cómo... Esta situación...
Olivetti parecía desbordado.
—Será consciente de que sólo podemos proceder de una forma. Soy responsable de la seguridad del Colegio Cardenalicio.

—Temo que la responsabilidad es mía, signore.
—Entonces, sus hombres supervisarán la evacuación inmediata.
—Signore?
—Más tarde examinaremos otras posibilidades: peinar el Vaticano hasta localizar el artefacto, un registro exhaustivo en busca de los cardenales desaparecidos y sus secuestradores. Pero antes hay que poner a salvo a los cardenales. Lo más importante es ahorrar vidas humanas. Esos hombres son los cimientos de nuestra Iglesia.
—¿Sugiere que interrumpamos el cónclave ahora mismo?
—¿Me queda otra alternativa?
—¿Y la misión de elegir a un nuevo Papa?
El joven camarlengo suspiró y se volvió hacia la ventana. Sus ojos pasearon sobre la enorme extensión de Roma.
—Su Santidad me dijo una vez que un Papa es un hombre dividido entre dos mundos, el mundo real y el divino. Me advirtió de que cualquier Iglesia que hiciera caso omiso del real no sobreviviría para disfrutar del divino. El orgullo y los precedentes no pueden imponerse a la razón.
Olivetti asintió, impresionado.
—Le he subestimado, signore.
Dio la impresión de que el camarlengo no le escuchaba. Su mirada vagó hacia la ventana.
—Hablaré con franqueza, signore. El mundo real es mi mundo. Me sumerjo en su fealdad cada día, al igual que otros se sienten libres para buscar algo más puro. Déjeme darle un consejo sobre la situación actual. Para eso me entrenaron. Su instinto, aunque respetable, podría ser desastroso.
El camarlengo se volvió.
Olivetti suspiró.
—La evacuación del Colegio Cardenalicio de la Capilla Sixtina es lo peor que se podría hacer en este momento.
El camarlengo no pareció indignado, sólo confuso.
—¿Qué sugiere?
—No diga nada a los cardenales. Aisle el cónclave. Nos concederá tiempo para sopesar otras opciones.
El camarlengo se mostró preocupado.

—¿Está sugiriendo que encierre a todo el Colegio Cardenalicio sobre una bomba de tiempo?
—Sí, signore. De momento. Más tarde, en caso necesario, procederemos a la evacuación.
El camarlengo meneó la cabeza.
—Aplazar la ceremonia antes de que dé inicio es suficiente para abrir una investigación, pero después de que se cierren las puertas, nada puede interferir. El procedimiento del cónclave obliga a...
—El mundo real, signore. Esta noche, le toca vivir en él. Escuche con atención. —Olivetti hablaba ahora con la eficiencia de un oficial de campo—. Evacuar a ciento sesenta y cinco cardenales a Roma, sin preparación y sin protección, sería una insensatez. Provocaría pánico y confusión en unos hombres muy viejos, y la verdad, con un ataque fatal este mes ya tenemos bastante.
Un ataque fatal. Las palabras del comandante recordaron a Langdon los titulares que había leído mientras comía con unos estudiantes en Harvard: EL PAPA SUFRE UN ATAQUE. MUERE MIENTRAS DORMÍA.
—Además —añadió Olivetti—, la Capilla Sixtina es una fortaleza. Aunque no le damos publicidad al hecho, el edificio está reforzado y puede repeler cualquier ataque, salvo el de misiles. Como preparativo, peinamos cada centímetro de la capilla esta tarde, en busca de micrófonos ocultos y otros aparatos de espionaje. La capilla está limpia, es un refugio seguro, y estoy convencido de que la antimateria no está dentro. Esos hombres no podrían encontrarse en un lugar más seguro. Siempre podemos hablar de la evacuación de emergencia más tarde, si es preciso.
Langdon estaba impresionado. La lógica fría e inteligente de Olivetti le recordaba a Kohler.
—Comandante —dijo Vittoria con voz tensa—, existen otras preocupaciones. Nadie había creado tanta antimateria. Sólo puedo calcular de manera aproximada el radio de la explosión. La zona de Roma que nos rodea podría estar en peligro. Si el contenedor se encuentra en uno de sus edificios centrales o bajo tierra, el efecto sobre el exterior podría ser mínimo, pero si el contenedor está cerca del perímetro, en este edificio, por ejemplo...
Miró por la ventana la multitud que se agolpaba en la plaza de San Pedro.
—Soy muy consciente de mis responsabilidades con el mundo exterior —contestó Olivetti—, lo cual no agrava más la situación. La protección de este santuario ha sido mi única responsabilidad durante más de dos décadas. No tengo la menor intención de permitir que esa arma estalle.
El camarlengo Ventresca levantó la vista.
—¿Cree que puede encontrarla?
—Deje que discuta nuestras opciones con algunos de mis especialistas. Existe la posibilidad, si cortamos la energía eléctrica del Vaticano, de que podamos eliminar las frecuencias de radio de fondo y crear un entorno lo bastante limpio para obtener una lectura del campo magnético de ese contenedor.
Vittoria manifestó su sorpresa, y luego pareció realmente impresionada.
—¿Quiere dejar a oscuras la Ciudad del Vaticano?
—Es una posibilidad. Aún no sé si es posible, pero quiero estudiar esa opción.
—Los cardenales se preguntarían qué pasa —recordó Vittoria.
Olivetti negó con la cabeza.
—Los cónclaves se celebran a la luz de las velas. Los cardenales no se enterarían. Una vez se aisle el cónclave, podría utilizar a casi todos los guardias del perímetro para iniciar un registro. Cien hombres podrían cubrir mucho terreno en cinco horas.
—Cuatro horas —corrigió Vittoria—. He de devolver el contenedor al CERN en avión. La explosión es inevitable si no recargamos las baterías.
—¿No hay forma de recagarlas aquí?
Vittoria sacudió la cabeza.
—La interfaz es complicada. De haber podido, la habría traído.
—Cuatro horas, pues —dijo Olivetti con el ceño fruncido—. Tiempo suficiente. El pánico no sirve de nada. Signore, tiene diez minutos. Vaya a la capilla y aisle el cónclave. Concédales un poco de tiempo a mis hombres para hacer su trabajo. Cuando nos acerquemos a la hora crítica, tomaremos las decisiones críticas.

Langdon se preguntó si Olivetti permitiría que la situación se prolongara en exceso.
El camarlengo parecía preocupado.
—Pero el Colegio preguntará por los preferiti, sobre todo por Baggia... Preguntarán dónde están.
—Tendrá que inventar algo, signore. Dígales que les sirvió algo en el té que les sentó mal.
El camarlengo se enfureció.
—¿Quiere que mienta al Colegio Cardenalicio?
—Por su propio bien. Una bugia veniale. Una mentira piadosa. Su trabajo consistirá en mantener la tranquilidad. —Olivetti se encaminó a la puerta—. Si me perdonan, debo ponerme en marcha.
—Comandante —le urgió el camarlengo—, no podemos olvidarnos de los cardenales desaparecidos.
Olivetti se detuvo al llegar a la puerta.
—Baggia y los demás se hallan ahora fuera de nuestra esfera de influencia. Hemos de dejarlos... por el bien de la mayoría. Los militares lo llaman triage.
—¿Quiere decir que vamos a abandonarlos?
La voz del comandante se endureció.
—Si hubiera otra solución, signore, alguna forma de localizar a esos cuatro cardenales, daría mi vida por ello. No obstante... —Señaló hacia la ventana, donde el sol del atardecer brillaba sobre un mar infinito de tejados romanos—. Registrar una ciudad de cinco millones de habitantes no está en mis manos. No malgastaré un tiempo precioso en apaciguar mi conciencia con un ejercicio inútil. Lo siento, signore.
Vittoria habló de repente.
—Pero si detenemos al asesino, ¿podría hacerle hablar?
Olivetti frunció el ceño.
—Los soldados no pueden permitirse ser santos, señorita Vetra. Créame, simpatizo con su deseo de atrapar a ese hombre.
—No se trata de algo solamente personal —dijo la joven—. El asesino sabe dónde está la antimateria... y los cardenales desaparecidos. Si pudiéramos encontrarle...
—¿Seguirle el juego? —dijo Olivetti—. Créame, retirar toda la protección del Vaticano con el fin de registrar cientos de iglesias es lo que los Illuminati esperan que hagamos. Desperdiciar un tiempo y unos efectivos humanos preciosos cuando deberíamos estar buscando... O peor aún, dejar la Banca Vaticana sin protección. Por no hablar de los restantes cardenales.
Sus palabras hicieron mella.
—¿Y la policía de Roma? —preguntó el camarlengo—. Podríamos alertarla de la crisis. Pedir su ayuda para encontrar al secuestrador de los cardenales.
—Otra equivocación —dijo Olivetti—. Ya sabe lo que los Cara-binieri de Roma opinan de nosotros. Obtendríamos unos cuantos hombres poco entusiastas a cambio de que vendieran nuestra crisis a los medios de comunicación. Justo lo que nuestros enemigos desean. Tal como están las cosas, no tardaremos mucho en tener que lidiar con los medios.
Convertiré a sus cardenales en luminarias de los medios de comunicación, pensó Langdon, recordando las palabras del asesino. El cadáver del primer cardenal aparece a las ocho de la noche. Después, uno cada hora. A la prensa le encantará.
El camarlengo estaba hablando de nuevo, con voz teñida de ira.
—¡Comandante, no podemos dejar desamparados a los cardenales desaparecidos!
Olivetti miró a los ojos del camarlengo.
—La oración de San Francisco, señor. ¿La recuerda?
El joven sacerdote dijo el verso con dolor en su voz.
—Dios, concédeme la fuerza de aceptar las cosas que no puedo cambiar...
—Confíe en mí —dijo Olivetti—. Ésta es una de tales cosas.
Y tras decir esto se marchó.

44

La oficina central de la BBC se halla en Londres, justo al oeste de Pic-cadilly Circus. Sonó el teléfono de la centralita, y una redactora de sumarios novata descolgó el teléfono.
—BBC —dijo mientras apagaba su cigarrillo Dunhill.
La voz que sonó era rasposa, con acento de Oriente Próximo.
—Tengo una noticia bomba que podría interesar a su cadena.
La redactora sacó un bolígrafo y una hoja de papel.
—¿Referente a?
—La elección papal.
Frunció el ceño, cansada. La BBC había emitido ayer una historia preliminar, y la respuesta había sido mediocre. Por lo visto, el público estaba muy poco interesado en el Vaticano.
—¿Cuál es el enfoque?
—¿Tienen un reportero en Roma que cubra la elección?
—Creo que sí.
—He de hablar con él sin intermediarios.
—Lo siento, pero no puedo darle el número sin tener idea de...
—El cónclave ha recibido una amenaza. Es lo único que puedo decirle.
La redactora tomaba notas.
—¿Su nombre?
—Mi nombre es irrelevante.
La redactora no se sorprendió.
—¿Tiene pruebas de lo que afirma?
—Sí.
—Me encantaría aceptar su información, pero nuestra política no admite dar el número de nuestros reporteros, a menos que...
—Comprendo. Llamaré a otra cadena. Gracias por concederme su tiempo. Adiós...
—Un momento —dijo la redactora—. ¿Puede esperar?
La redactora estiró el cuello. El arte de filtrar llamadas de posibles chiflados no era una ciencia exacta, pero quien llamaba acababa de superar las dos pruebas de autenticidad que exigía la BBC. Se había negado a dar su nombre, y estaba ansioso por colgar. Los ganapanes y buscadores de gloria solían lloriquear y suplicar.
Por suerte para ella, los reporteros vivían en el miedo eterno de perderse un gran reportaje, de modo que pocas veces la reprendían por ponerlos en contacto con algún psicótico. Hacer perder cinco minutos a un reportero podía perdonarse. Perder un titular no.
Bostezó, miró su ordenador y tecleó las palabras «Ciudad del Vaticano». Cuando vio el nombre del reportero que cubría la elección del Papa, rió para sí. Era un tipo que acababa de aterrizar en la BBC, procedente de un tabloide, al que habían encargado algunos de los reportajes más mundanos de la BBC. Era evidente que le habían destinado al escalón más inferior.
Probablemente se estaba aburriendo de lo lindo, toda la noche esperando a grabar su vídeo de diez segundos en vivo. Seguro que estaría agradecido de que algo rompiera la monotonía.
La redactora de sumarios de la BBC copió el número del reportero en la Ciudad del Vaticano. Después, encendió otro cigarrillo y dio el teléfono a su interlocutor anónimo.

45

—No saldrá bien —dijo Vittoria, mientras paseaba por el despacho del Papa—. Aunque un equipo de la Guardia Suiza pueda filtrar las interferencias electrónicas, tendrán que estar encima del contenedor para captar alguna señal. Y eso si pueden acceder al contenedor, porque quizá lo han aislado de alguna manera. ¿Y si está enterrado dentro de una caja metálica, o en un conducto de ventilación? No habrá forma de localizarlo. Además, si hay infiltrados en la Guardia Suiza, ¿quién garantiza que la búsqueda será exhaustiva?
El camarlengo parecía exhausto.
—¿Qué nos propone, señorita Vetra?
Vittoria se sentía confusa. ¡Algo evidente!
—Propongo, señor, que tomen otras precauciones de inmediato. Podemos confiar contra toda esperanza en que la búsqueda del comandante se vea coronada por el éxito. Al mismo tiempo, mire por la ventana. ¿Ve toda esa gente? ¿Esos edificios al otro lado de la plaza? ¿Esos camiones de las televisiones? ¿Los turistas? Están dentro del radio de alcance de la explosión. Hay que actuar ahora.
El camarlengo asintió, con la mirada perdida.
Vittoria se sentía frustrada. Olivetti había convencido a todo el mundo de que quedaba mucho tiempo, pero Vittoria sabía que, si la noticia se filtraba, toda la zona se llenaría de fisgones en cuestión de minutos. Lo había visto en una ocasión, ante el edificio del Parlamento suizo en Zúrich. Durante una toma de rehenes con bomba incluida, miles de personas se habían congregado en las afueras del edificio para presenciar el desenlace. Pese a la advertencia de la policía de que estaban en peligro, la multitud se fue acercando cada vez más. Nada captaba más el interés humano que la tragedia humana.
—Signore —urgió Vittoria—, el hombre que mató a mi padre anda suelto por ahí. Todas las células de mi cuerpo me impelen a salir en su captura, pero estoy en su despacho, porque me siento responsable de usted. De usted y de los demás. Hay vidas en peligro, signore. ¿Lo entiende?
El camarlengo no contestó.
Vittoria notó que su corazón se aceleraba. ¿Por qué no pudo la Guardia Suiza localizar al que llamó? ¡El asesino de los llluminati es la clave! Sabe dónde está la antimateria... ¡Sabe dónde están los cardenales! Si atrapamos al asesino, todo se solucionará.
Vittoria se dio cuenta de que estaba empezando a perder el control, algo que recordaba lejanamente de la infancia, los años de orfandad, la frustración sin herramientas para manejarla. Tienes herramientas, se dijo, siempre tienes herramientas. Pero era inútil. Sus pensamientos se entrometían, la estrangulaban. Era una investigadora, una mujer que se dedicaba a resolver problemas. Pero se enfrentaba a un problema sin solución. ¿Qué datos necesitas? ¿Qué quieres? Se ordenó respirar hondo, pero por primera vez en su vida, no pudo. Se estaba asfixiando.
A Langdon le dolía la cabeza, y experimentaba la sensación de que estaba bordeando los límites de la racionalidad. Miraba a Vittoria y al camarlengo, pero imágenes espantosas nublaban su visión: explosiones, ejércitos de periodistas, cámaras en acción, cuatro cadáveres marcados.
Shaitan... Lucifer... Portador de luz... Satanás...
Expulsó las imágenes horripilantes de su mente. Terrorismo calculado, se recordó, y trató de aferrarse a la realidad. Caos planificado. Pensó en un seminario de Radcliffe al que había asistido en una ocasión, mientras investigaba el simbolismo pretoriano. Desde entonces, su opinión sobre los terroristas había cambiado.

Vittoria y el camarlengo dieron un respingo.
—No lo veía —susurró Langdon como hipnotizado—. Lo tenía delante de mis ojos...
—¿No veías qué? —preguntó Vittoria.
Langdon se volvió hacía el sacerdote.
—Padre, durante tres años he estado pidiendo permiso para acceder a los Archivos del Vaticano. Me lo han negado siete veces.
—Lo siento, señor Langdon, pero no me parece el momento más adecuado para quejarse.
—He de acceder ahora mismo. Los cuatro cardenales desaparecidos. Tal vez consiga descubrir dónde serán asesinados.
Vittoria le miró, convencida de que no le había entendido bien.
El camarlengo parecía preocupado, como si fuera objeto de una burla cruel.
—¿Espera que crea que esta información consta en nuestros Archivos?
—No puedo prometerle que la localizaré a tiempo, pero si me deja entrar...
—Señor Langdon, debo personarme en la Capilla Sixtina dentro de cuatro minutos. Los Archivos están al otro lado de la Ciudad del Vaticano.
—Hablas en serio, ¿verdad? —interrumpió Vittoria, con los ojos clavados en los de Langdon.
—No es hora de andar bromeando —contestó Langdon.
—Padre —dijo Vittoria—, si existe alguna posibilidad de descubrir dónde se cometerán esos asesinatos, podríamos precintar los lugares y...
—Pero ¿qué tienen que ver los Archivos? —insistió el camarlengo—. ¿Cómo es posible que contengan alguna pista?
—Tardaré más tiempo en explicarlo del que le queda —dijo Langdon—. Pero si tengo razón, podremos utilizar la información para detener al hassassin.
La expresión del camarlengo delataba que quería creer, pero no podía.
—Los códices más sagrados de la cristiandad se hallan en esos Archivos. Tesoros que ni siquiera yo tengo el privilegio de ver.
—Lo sé.
—Sólo se permite el acceso con un permiso por escrito del conservador y la Junta de Bibliotecarios del Vaticano.
—O por orden del Papa —dijo Langdon—. Lo dice en todas las cartas de rechazo que me ha enviado su conservador.
El camarlengo asintió.
—No quiero ser grosero —le urgió Langdon—, pero si no me equivoco, una orden papal sale de este despacho. Por lo que yo sé, esta noche usted le sustituye. Teniendo en cuenta las circunstancias...
El camarlengo extrajo un reloj de bolsillo de su sotana y lo consultó.
—Señor Langdon, esta noche estoy dispuesto a ofrecer mi vida, en un sentido literal, por salvar a esta Iglesia.
Langdon percibió la más absoluta sinceridad en los ojos del hombre.
—¿Cree de veras que este documento se encuentra aquí? —preguntó el camarlengo—. ¿Podrá ayudarnos a localizar estas cuatro iglesias?
—De no estar convencido, no habría enviado incontables solicitudes. Italia está un poco lejos para venir de parranda con un sueldo de profesor. El documento que ustedes guardan es un antiguo...
—Por favor —interrumpió el camarlengo—, perdóneme. Mi mente es incapaz de asimilar más detalles en este momento. ¿Sabe usted dónde están los Archivos Secretos?
Langdon experimentó una oleada de emoción.
—Justo detrás de la puerta de Santa Ana.
—Impresionante. La mayoría de estudiosos creen que se accede a ellos por la puerta secreta que se halla detrás del trono de San Pedro.
—No. Eso es el Archivio della Reverenda Fabbrica di San Pie-tro. Una equivocación muy común.
—Un bibliotecario adjunto acompaña siempre a la persona que entra. Esta noche, los adjuntos se han ido. Usted pide carte Manche. Ni siquiera los cardenales entran solos.
—Trataré sus tesoros con el mayor respeto y cuidado. Sus bibliotecarios no encontrarán ni rastro de mi paso.

Las campanas de San Pedro empezaron a doblar. El camarlengo consultó su reloj de bolsillo.
—Debo irme. —Hizo una pausa y miró a Langdon—. Ordenaré que un Guardia Suizo le espere en los Archivos. Le entrego mi con-fianza, señor Langdon. Váyase.
Langdon se quedó sin habla.
Daba la impresión de que el joven sacerdote hacía gala ahora de un aplomo sin igual. Apretó el hombro de Langdon con sorprendente fuerza.
—Encuentre lo que está buscando. Y hágalo deprisa.

46

Los Archivos Secretos del Vaticano se hallan en un extremo del patio Borgia, y se accede a ellos por la puerta de Santa Anna. Contienen más de veinte mil volúmenes, y se rumorea que albergan tesoros tales como los diarios perdidos de Leonardo da Vinci y libros inéditos de las Sagradas Escrituras.
Langdon caminaba a toda prisa por la desierta Via della Fonda-menta en dirección a los Archivos, y su mente se negaba a aceptar que le hubieran permitido el acceso. Vittoria le acompañaba, sin rezagarse ni un centímetro. La brisa agitaba su pelo con aroma a almendra, que Langdon aspiraba. Notó que sus pensamientos se extraviaban.
—¿Vas a decirme qué estás buscando? —preguntó Vittoria.
—Un librito escrito por un tipo llamado Galileo.
—No fastidies —dijo la joven, sorprendida—. ¿Qué hay en él?
—Se supone que contiene algo llamado il segno,
—¿La señal?
—Señal, pista, signo... Depende de la traducción.
—¿Señal de qué?
Langdon aceleró el paso.
—Un lugar secreto. Los Illuminati de Galileo necesitaban protegerse del Vaticano, de manera que buscaron un punto de reunión ul-trasecreto en Roma. Lo llamaban la Iglesia de la Iluminación.
—Hace falta valor para llamar iglesia a una guarida satanista.
Langdon meneó la cabeza.
—Los Illuminati de Galileo no eran satanistas. Eran científicos que reverenciaban el esclarecimiento. Su lugar de reunión no era más que un escondite donde podían reunirse a salvo y hablar de temas prohibidos por el Vaticano. Aunque sabemos que dicho escondite existía, hasta hoy nadie lo ha localizado.
—Da la impresión de que los Illuminati saben guardar bien un secreto.
—Ya lo creo. De hecho, jamás revelaron el emplazamiento de su escondite a nadie ajeno a su hermandad. Este secretismo los protegía, pero también planteaba un problema en lo tocante a reclutar nuevos miembros.
—No podían crecer si no podían darse publicidad —dijo Vitto-ria. Sus piernas y su mente se movían a la misma velocidad.
—Exacto. Los rumores sobre la hermandad de Galileo empezaron a propagarse en la década de 1630, y científicos de todo el mundo peregrinaron en secreto a Roma con la esperanza de unirse a los Illuminati, anhelando la oportunidad de mirar por el telescopio de Galileo y escuchar las ideas del maestro. Por desgracia, debido al secretismo de los Illuminati, los científicos que llegaban a Roma no sabían dónde se celebraban las reuniones ni con quién podían hablar sin exponerse al peligro. Los Illuminati querían sangre nueva, pero no podían arriesgarse a revelar el emplazamiento de su escondite.
Vittoria frunció el ceño.
—Parece una situazione senza soluzione.
—Exacto. Un callejón sin salida, por así decirlo.
—¿Y qué hicieron?
—Eran científicos. Examinaron el problema y encontraron una solución. Brillante, a decir verdad. Los Illuminati crearon una especie de plano ingenioso que dirigía a los científicos a su refugio.
Vittoria aminoró el paso, con expresión escéptica.
—¿Un plano? Qué imprudencia. Si una copia caía en malas manos...
—Imposible —contestó Langdon—. No existían copias. No era un plano de papel. Era enorme. Una especie de senda luminosa que atravesaba la ciudad.
Ahora Vittoria caminaba más despacio aún.

—¿Flechas pintadas en las aceras?
—Sí, en cierta manera, pero mucho más sutil. El plano consistía en una serie de indicadores simbólicos, meticulosamente ocultos, colocados en lugares públicos de toda la ciudad. Un indicador conducía al siguiente... y al siguiente... Una senda... que terminaba en la guarida de los Illuminati.
Vittoria le miró de soslayo.
—Parece el plano de un tesoro.
Langdon rió.
—Y lo era, en cierto sentido. Los Illuminati llamaban a su senda de indicadores El Sendero de la Iluminación, y cualquiera que deseara unirse a la hermandad tenía que seguirlo hasta el final. Una especie de prueba.
—Pero si el Vaticano quería encontrar a los Illuminati —arguyó Vittoria—, ¿por qué no siguieron los indicadores?
—No podía. La senda estaba escondida. Un rompecabezas, construido de tal manera que sólo ciertas personas pudieran seguir los indicadores y descubrir dónde estaba escondida la iglesia de los Illuminati. Para ellos era como una iniciación, y no sólo funcionaba como medida de seguridad, sino también como procedimiento de criba para asegurarse de que sólo los científicos más brillantes llegaban a su puerta.
—No me lo trago. En el siglo diecisiete, el clero contaba con algunos de los hombres más cultos del mundo. Si estos indicadores se hallaban en lugares públicos, tenían que existir miembros del Vaticano capaces de descubrirlos.
—Claro —dijo Langdon—, si hubieran conocido la existencia de los indicadores. Pero no la conocían. Nunca se fijaron en ellos, porque los Illuminati los diseñaron de tal forma que los sacerdotes nunca sospecharon dónde estaban. Utilizaron un método conocido en simbología como disimulación.
—Camuflaje.
Langdon se quedó impresionado.
—Conoces el término.
—Dissimulazione. La mejor defensa de la naturaleza. Intenta localizar a un centrisco flotando entre algas.
—De acuerdo —dijo Langdon—. Los Illumínati usaban el mismo concepto. Crearon indicadores que se confundían con el telón de fondo de la antigua Roma. No podían emplear ambigramas ni simbología científica, porque se notaría demasiado, de manera que encargaron a un artista de su cuerda, el mismo prodigio anónimo que había creado su símbolo ambigramático, que tallara cuatro esculturas.
—¿Esculturas de los Illuminati?
—Sí, esculturas que debían atenerse a dos pautas precisas. Primero, las esculturas tenían que parecerse a las demás que había en Roma, para que el Vaticano nunca sospechara que pertenecían a los Illuminati.
—Arte religioso.
Langdon asintió. Dejándose llevar por un entusiasmo repentino, prosiguió.
—Y la segunda pauta era que las cuatro esculturas tenían que tocar temas muy concretos. Era preciso que cada obra constituyera un sutil tributo a uno de los cuatro elementos de la ciencia.
—¿Cuatro elementos? Hay más de cien.
—En el siglo diecisiete no —le recordó Langdon—. Los primeros alquimistas creían que todo el universo estaba compuesto tan sólo por cuatro sustancias. Tierra, Aire, Fuego y Agua.
Langdon sabía que la cruz antigua era el símbolo más común de los cuatro elementos: cuatro brazos que representaban la Tierra, el Aire, el Fuego y el Agua. Además, existían docenas de representaciones simbólicas de la Tierra, el Aire, el Fuego y el Agua a lo largo de la historia: los ciclos pitagóricos de la vida, el Hong-Fan chino, los rudimentos masculino y femenino junguianos, los cuadrantes del Zodíaco, hasta los musulmanes reverenciaban los cuatro elementos, aunque en el islam eran conocidos como «cuadrados, nubes, rayos y olas». Para Langdon, no obstante, había un uso más moderno que siempre le producía escalofríos, los cuatro grados místicos de la masonería de la Iniciación Absoluta: Tierra, Aire, Fuego y Agua.
Vittoria parecía fascinada.
—De modo que este artista de los Illuminati creó cuatro obras de arte que parecían religiosas, pero en realidad eran tributos a la Tierra, el Aire, el Fuego y el Agua, ¿verdad?

—Exacto —contestó Langdon, al tiempo que se desviaba por Via Sentinel en dirección a los Archivos—. Las piezas pasaban inadvertidas en el mar de obras religiosas de Roma. Mediante la donación anónima de dichas obras de arte a iglesias concretas, y utilizando después su influencia política, la hermandad facilitó el emplazamiento de estas cuatro piezas en iglesias de Roma escogidas con sumo cuidado. Cada pieza era un indicador, por supuesto, que señalaba de manera sutil a la siguiente iglesia, donde aguardaba el siguiente indicador. Funcionaba como una senda de pistas disfrazada de arte religioso. Si un candidato era capaz de localizar la primera iglesia y el indicador de la Tierra, podía seguirlo hasta el Aire, y después hasta el Fuego, y luego hasta el Agua, y por fin... a la Iglesia de la Iluminación.
Vittoria estaba confusa.
—¿Y esto nos ayudará a capturar al asesino de los Illuminati?
Langdon sonrió cuando enseñó el as que escondía en la manga.
—Ah, sí. Los Illuminati llamaban a estas cuatro iglesias de una forma muy especial. Los Altares de la Ciencia.
Vittoria frunció el ceño.
—Lo siento, eso no significa nada... —Se interrumpió—. L'alta-re di scienza? —exclamó—. El asesino Illuminati. ¡Advirtió de que los cardenales serían sacrificados como vírgenes en los altares de la ciencia!
Langdon le dedicó una sonrisa.
—Cuatro cardenales. Cuatro iglesias. Los cuatro altares de la ciencia.
Vittoria se quedó petrificada.
—¿Estás diciendo que las cuatro iglesias donde los cardenales serán sacrificados son las mismas cuatro iglesias que indican el antiguo Sendero de la Iluminación?
—Creo que sí.
—¿Por qué nos dio esa pista el asesino?
—¿Y por qué no? —replicó Langdon—. Muy pocos historiadores conocen la existencia de esas esculturas. Aún menos creen que existen. Su emplazamiento ha sido un secreto durante cuatrocientos años. No me cabe duda de que los Illuminati confiaron en que el secreto se prolongaría otras cinco horas. Además, los Illuminati ya no necesitan su Sendero de la Iluminación. Supongo que su guarida secreta hace mucho tiempo que no existe. Viven en el mundo moderno. Se encuentran en juntas directivas bancadas, clubs gastronómicos, campos de golf privados. Esta noche, quieren hacer públicos sus secretos. Ha llegado su momento. Su gran revelación.
Langdon temía que la revelación de los Illuminati presentaría una simetría especial con algo que todavía no había mencionado, Las cuatro marcas. El asesino había jurado que cada cardenal sería marcado con un símbolo diferente. Prueba de que las leyendas antiguas son ciertas, había dicho el asesino. La leyenda de las cuatro marcas ambigramáticas era tan vieja como los propios Illuminati: Tierra, Aire, Fuego, Agua, cuatro palabras labradas en perfecta simetría. Como la palabra Illuminati. Cada cardenal iba a ser marcado con uno de los antiguos elementos de la ciencia. El rumor de que las cuatro marcas estaban en inglés y no en italiano seguía siendo motivo de debate entre los historiadores. El inglés parecía ser una desviación fortuita de su lengua original... y los Illuminati no hacían nada al azar.
Langdon estaba delante de la senda de ladrillo que conducía a los Archivos. Imágenes siniestras se sucedían en su mente. El complot global de los Illuminati empezaba a revelar su paciente grandeza. La hermandad había jurado guardar silencio el tiempo necesario, amasando suficiente influencia y poder para poder resurgir sin miedo y luchar por su causa a plena luz del día. Los Illuminati ya no necesitaban esconderse. Querían exhibir su poder, confirmar que los mitos conspiratorios eran una realidad. Esta noche iban a conseguir publicidad en todo el mundo.
—Ahí viene nuestra escolta —dijo Vittoria.
Langdon alzó la vista y vio que un Guardia Suizo atravesaba corriendo un jardín adyacente en dirección a la puerta principal.
Cuando el guardia los vio, se detuvo en seco. Los miró, como si creyera sufrir alucinaciones. Dio media vuelta sin decir palabra y sacó el walkie-talkie. Habló con su interlocutor, como si no diera crédito a su misión. Langdon no entendió la airada respuesta, pero el mensaje era claro. El guardia tragó saliva, guardó su walkie-talkie y se volvió hacia ellos con expresión de desagrado.
El guardia no les dirigió la palabra cuando los guió hasta el interior del edificio. Atravesaron cuatro puertas de acero, dos entradas de llave maestra, bajaron por una larga escalera y llegaron a un vestíbulo con dos teclados de combinación. Atravesaron una serie de puertas electrónicas de tecnología punta y llegaron al final de un pasillo largo, donde los esperaba un conjunto de puertas dobles de roble. El guardia se detuvo, los miró una vez más, y mascullando por lo bajo se acercó a una caja metálica clavada a la pared. La abrió con llave, introdujo la mano y tecleó un código. Las puertas emitieron un zumbido y el cerrojo se abrió.
El guardia se volvió y les habló por primera vez.
—Los Archivos están al otro lado de esa puerta. Me han ordenado que les acompañe hasta aquí y regrese para recibir instrucciones sobre otro asunto.
—¿Se marcha? —preguntó Vittoria.
—La Guardia Suiza tiene prohibido el acceso a los Archivos Secretos. Ustedes están aquí sólo porque mi comandante recibió una orden directa del camarlengo.
—Pero ¿cómo saldremos?
—Seguridad monodireccional. No tendrán la menor dificultad.
Una vez concluida la breve conversación, el guardia giró sobre sus talones y se alejó por el pasillo.
Vittoria hizo un comentario, pero Langdon no lo oyó. Su mente estaba concentrada en las dobles puertas que se alzaban ante él, mientras se preguntaba qué misterios encerraban.

47

Aunque sabía que quedaba poco tiempo, el camarlengo Carlo Ven-tresca caminaba despacio. Necesitaba un poco de tiempo en soledad para serenarse antes de la oración de apertura del cónclave. Estaban sucediendo muchas cosas. Mientras se dirigía al ala norte, el reto de los últimos quince días pesaba con fuerza sobre sus huesos.
Había cumplido sus deberes santos al pie de la letra.
Según la tradición vaticana, después de la muerte del Papa el camarlengo había confirmado en persona el fallecimiento apoyando dos dedos sobre la arteria carótida del pontífice y luego pronunció en voz alta el nombre del finado sucesor de Pedro tres veces. Por ley, no se practicaba autopsia. Después, había sellado el dormitorio del Papa, destruido el anillo papal del pescador, despedazado el cuño utilizado para hacer sellos de plomo y efectuado los preparativos del funeral. Una vez finalizadas estas tareas, se dedicó a preparar el cónclave.
Cónclave, pensó. El obstáculo final. Era una de las tradiciones más antiguas de la cristiandad. En los tiempos actuales, como era normal conocer el resultado del cónclave antes de que empezara, el procedimiento se consideraba obsoleto, más una pantomima que una elección. Sin embargo, el camarlengo sabía que era simple falta de conocimiento. El cónclave no era una elección. Era un traspaso de poderes místico, anclado en el tiempo. La tradición se remontaba a épocas inmemoriales: el secretismo, las hojas de papel dobladas, la quema de los votos, la mezcla de productos químicos, las señales de humo.
Cuando el camarlengo atravesó las Loggias de Gregorio XIII, se preguntó si al cardenal Mortati ya le habría entrado el pánico. Sin duda, Mortati habría reparado en la desaparición de los preferiti. Sin ellos, la votación se prolongaría toda la noche. El nombramiento de Mortati como Gran Elector, se tranquilizó el camarlengo, había sido acertada. El hombre era un librepensador, capaz de expresar sus opiniones sin ambages. Esta noche, el cónclave necesitaría un líder más que nunca.
Cuando el camarlengo llegó a lo alto de la Escalera Real, experimentó la sensación de que su vida se iba a despeñar por un precipicio. Incluso desde aquí arriba podía oír el ruido de la actividad que tenía lugar en la Capilla Sixtina, la charla inquieta de ciento sesenta y cinco cardenales.
Ciento sesenta y un cardenales, se corrigió.
Por un instante, el camarlengo pensó que se precipitaba al infierno, rodeado de gente que chillaba, llamas, piedras y sangre que llovían del cielo.
Y luego, el silencio.

Cuando el niño despertó, estaba en el cielo. Todo a su alrededor era blanco. La luz era cegadora y pura. Aunque algunos dirían que a los diez años era imposible comprender el cielo, el pequeño Carlo Ventresca lo comprendía muy bien. Ahora estaba en el cielo. ¿Dónde, si no? Incluso en esta breve década sobre la tierra, Carlo había sentido la majestad de Dios: los órganos atronadores, las cúpulas altísimas, las voces de los coros, los vitrales de colores, el bronce y el oro centelleantes. La madre de Carlo, María, le llevaba a misa cada día. La iglesia era el hogar de Carlo.
—¿Por qué vamos a misa cada día? —preguntaba Carlo, aunque no le importaba.
—Porque se lo prometí a Dios —contestaba su madre—. Una promesa hecha a Dios es más importante que cualquier otra. Nunca rompas una promesa hecha a Dios.
Carlo se lo prometió. Quería a su madre más que a nada en el mundo. Era su ángel de la guarda. A veces, la llamaba María benedetta, aunque a ella no le gustaba. Se arrodillaba con ella mientras rezaba, percibía el aroma dulce de su carne y escuchaba el murmullo de su voz mientras pasaba las cuentas del rosario. Santa María, Madre de Dios... ruega por nosotros pecadores... ahora y en la hora de nuestra muerte.
—¿Dónde está mi padre? —preguntaba Carlo, a sabiendas de que su padre había muerto antes de que él naciera.
—Ahora, Dios es tu padre —contestaba ella siempre—. Tú eres hijo de la Iglesia.
A Carlo le gustaba mucho la frase.
—Siempre que te sientas asustado —decía su madre—, recuerda que Dios es tu padre. Él te vigilará y protegerá siempre. Dios tiene grandes planes para ti, Carlo.
El niño sabía que ella tenía razón. Sentía a Dios en la sangre.
Sangre...
¡Sangre que llovía del cielo!
Silencio. Después, el cielo.
Su cielo, averiguó Carlo cuando se apagaron las luces cegadoras, era la Unidad de Cuidados Intensivos del Hospital de Santa Clara, en las afueras de Palermo. Carlo había sido el único superviviente de un atentado terrorista que había derrumbado la capilla donde su madre y él habían asistido a misa durante sus vacaciones. Treinta y siete personas habían muerto, incluida la madre de Carlo. El hecho de que Carlo hubiera sobrevivido fue bautizado por los periódicos como El milagro de San Francisco. Por algún motivo ignoto, pocos momentos antes de la explosión, Carlo se había alejado de su madre para ir a examinar un tapiz que describía la historia de San Francisco, situado en una pequeña capilla lateral.
Dios me llamó, decidió. Quería salvarme.
Carlo deliraba de dolor. Aún podía ver a su madre, arrodillada en el banco, que le enviaba un beso con la mano, y después el estruendo ensordecedor, cuando su carne fragante estalló en pedazos. Aún podía saborear la maldad del hombre. Llovió sangre del cielo. ¡La sangre de su madre! ¡La bendita Maria!
Dios mirará por ti y te protegerá siempre, le había dicho su madre.
Pero ¿dónde estaba Dios ahora?

Después, como una manifestación terrenal de que su madre decía la verdad, un sacerdote había venido al hospital. No era un simple sacerdote. Era un obispo. Rezó por Carlo. El Milagro de San Francisco. Cuando Carlo se recuperó, el obispo se encargó de que viviera en un pequeño monasterio, contiguo a la catedral, que estaba a cargo del obispo. Carlo vivió con los monjes, que fueron sus profesores. Incluso se convirtió en monaguillo de su nuevo protector. El obispo sugirió que Carlo entrara en la escuela pública, pero el niño se negó. No habría podido ser más feliz en su nuevo hogar. Ahora sí que vivía en la casa de Dios.
Cada noche, Carlo rezaba por su madre.
Dios me salvó por algún motivo, pensaba. ¿Cuál es ese motivo?
Cuando Carlo cumplió dieciocho años, le correspondió hacer el servicio militar por imperativo de la ley italiana. El obispo dijo a Carlo que si entraba en el seminario se vería exento de ese deber. Él contestó al obispo que albergaba la intención de ingresar en el seminario, pero antes deseaba comprender la maldad humana.
El obispo no lo entendió.
Carlo le dijo que si iba a pasar la vida en la Iglesia luchando contra la maldad, primero tenía que comprenderla. No se le ocurría lugar mejor para comprender la maldad que el Ejército. El Ejército utilizaba cañones y bombas. ¡Una bomba mató a mi madre bendita!.
El obispo intentó disuadirle, pero Carlo ya había tomado la decisión.
—Sé prudente, hijo mío —dijo el obispo—. Y recuerda que la Iglesia espera tu regreso.
Los dos años de servicio militar de Carlo fueron espantosos. Había entregado su adolescencia al silencio y la reflexión, pero en el Ejército no había tranquilidad para reflexionar. Ruido interminable. Enormes máquinas por doquier. Ni un momento de paz. Aunque los soldados fueran a misa una vez a la semana en los barracones, Carlo no sentía la presencia de Dios en sus compañeros. Sus mentes eran demasiado caóticas para ver a Dios.
Carlo detestaba su nueva vida y quería volver a casa, pero estaba decidido a llegar hasta el final. Tenía que comprender la maldad. Se negó a disparar un fusil, así que le enseñaron a pilotar helicópteros de servicios médicos. Carlo odiaba el ruido y el olor, pero al menos le dejaban perderse en el cielo, para estar más cerca de su madre. Cuando le informaron de que su entrenamiento de piloto incluía aprender a tirarse en paracaídas, Carlo se quedó aterrorizado, pero no le dejaron otra alternativa.
Dios me protegerá, se dijo.
El primer salto en paracaídas de Carlo fue la experiencia física más jubilosa de su vida. Era como volar con Dios. No tuvo bastante... El silencio... El flotar... Ver el rostro de su madre en las nubes blancas, mientras se precipitaba hacia la tierra. Dios tiene planes para ti, Carlo. Cuando regresó del servicio militar, ingresó en el seminario.
Habían transcurrido veintitrés años.
Mientras Carlo Ventresca bajaba por la Escalera Real, intentó asimilar la cadena de acontecimientos que le habían conducido a esta encrucijada extraordinaria.
Abandona todo temor, se dijo, y entrega esta noche al Señor.
Vio la gran puerta de bronce de la Capilla Sixtina, custodiada por cuatro Guardias Suizos. Los guardias abrieron la puerta y empujaron las hojas. Todo el mundo se volvió. El camarlengo contempló las sotanas negras y los fajines rojos que había ante él. Comprendió cuáles eran los planes de Dios. El destino de la Iglesia estaba en sus manos.
El camarlengo se persignó y cruzó el umbral.

48

El periodista de la BBC Gunther Glick estaba sudando en la camioneta de la cadena, aparcada en el costado este de la plaza de San Pedro, y maldijo a su director. Si bien el primer informe mensual de Glick había estado trufado de superlativos (inventivo, agudo, serio), le habían enviado a la Ciudad del Vaticano para cubrir la elección del nuevo Papa. Recordó que ser corresponsal de la BBC conllevaba mucha más credibilidad que inventar chorradas para el British Tattler, pero de todos modos ésta no era la idea que se había forjado de su tarea.
El trabajo de Glick era sencillo. Insultantemente sencillo. Tenía que quedarse sentado en la camioneta, a la espera de que una caterva de viejos pedorros escogieran al nuevo pedorro supremo, después tenía que salir y grabar un spot «en directo» de quince segundos con el Vaticano como telón de fondo.
Brillante.
Glick no podía creer que la BBC enviara todavía reporteros a cubrir esta basura. Esta noche no verás reporteros norteamericanos por aquí. ¡Pues claro que no! Y todo porque esos tipos se lo montaban bien. Veían la CNN, hacían una sinopsis, y después fumaban su reportaje «en directo» frente a una pantalla azul, y proyectaban en ella imágenes de archivo para que pareciera real. La MSNBC incluso utilizaba máquinas que producían viento y lluvia para dotar de mayor autenticidad a las tomas. Los espectadores ya no querían la verdad; querían diversión.

Glick miró por el parabrisas, más deprimido a cada minuto que pasaba. La imperial Ciudad del Vaticano se alzaba ante él como un tétrico recordatorio de lo que los hombres podían lograr cuando se lo proponía.
—¿Qué he logrado yo en mi vida? —se preguntó en voz alta—. Nada.
—Pues ríndete —dijo una voz femenina detrás de él.
Glick pegó un bote. Casi había olvidado que no estaba solo. Se volvió hacia el asiento trasero, donde su cámara, Chinita Macri, se limpiaba en silencio las gafas. Siempre se estaba limpiando las gafas. Chinita era negra, aunque prefería que la llamaran afroamericana, algo corpulenta y lista como un demonio. Nunca permitía que lo olvidaras. Era una persona extravagante, pero a Glick le gustaba, y le apetecía mucho tener compañía.
—¿Cuál es el problema, Gunth? —preguntó Chinita.
—¿Qué estamos haciendo aquí?
La mujer siguió limpiando sus gafas.
—Presenciar un acontecimiento emocionante.
—¿Es emocionante un grupo de viejos encerrados a oscuras?
—Sabes que irás al infierno, ¿verdad?
—Ya estoy en él.
—Habla conmigo.
Igualita a su madre.
—Tengo ganas de dejar mi impronta.
—Escribiste para el British Tattler.
—Sí, pero sin ninguna resonancia.
—Venga ya, oí que escribiste un artículo sensacional sobre la vida sexual secreta de la reina con los alienígenas.
—Gracias.
—Las cosas van mejorando. Esta noche harás tus primeros quince segundos de historia televisiva.
Glick gruñó. Ya imaginaba la frase del presentador de las noticias. «Gracias, Gunther, excelente trabajo.» Luego el presentador pondría los ojos en blanco y hablaría del tiempo.
—Tendría que haber hecho una prueba para presentador.
Macri rió.
—¿Sin experiencia? ¿Y con esa barba? Olvídalo.
Glick se pasó las manos por el pelo rojizo de la barbilla.
—Creo que me hace parecer más listo.
Sonó el móvil de la camioneta, lo cual interrumpió por suerte otra descripción de los fracasos de Glick.
—Puede que sea la redacción —dijo, esperanzado de repente—. ¿Crees que quieren las últimas noticias en directo?
—¿Sobre esta historia? —Macri rió—. Sigues soñando.
Glick contestó al teléfono con su mejor voz de presentador.
—Gunther Glick, BBC, en directo desde Ciudad del Vaticano.
El hombre que habló tenía acento árabe.
—Escuche con atención —dijo—. Estoy a punto de cambiar su vida.

49

Langdon y Vittoria se hallaban solos ante las puertas dobles que conducían al sanctasanctórum de los Archivos Secretos. La ornamentación de la columnata consistía en una mezcla incongruente de alfombras de pared a pared sobre suelos de mármol y cámaras de seguridad inalámbricas, situadas junto a los querubines tallados en el techo. Langdon lo bautizó Renacimiento Estéril. Al lado de la puerta en forma de arco había una pequeña placa de bronce.
ARCHIVIO VATICANO Curatote Padre Jaquí Tomaso
Padre Jaqui Tomaso. Langdon reconoció el nombre del conservador por las cartas de rechazo que habían aterrizado sobre su escritorio. Apreciado señor Langdon, lamento comunicarle que escribo para denegar...
Lamento. Tonterías. Desde que había empezado el reinado de Jaqui Tomaso, Langdon no había conocido ni un solo estudioso norteamericano no católico que hubiera obtenido permiso para acceder a los Archivos Secretos del Vaticano. Il guardiano, le llamaban los historiadores. Jaqui Tomaso era el bibliotecario más irreductible del mundo.
Cuando Langdon empujó las puertas y entró en el santuario, casi esperaba ver al padre Jaqui con uniforme militar y casco montando guardia con un lanzagranadas. No obstante, la estancia estaba desierta.
Silencio. Iluminación suave.
Archivio Vaticano. Uno de los sueños de su vida.
Mientras Langdon paseaba su mirada por la cámara, su primera reacción fue de vergüenza. Se dio cuenta de lo romántico que era. Las imágenes que durante años había atesorado de esta sala no podían ser más equivocadas. Había fantaseado con estanterías polvorientas llenas de volúmenes manoseados, sacerdotes catalogando a la luz de velas y vidrieras, monjes inclinados sobre pergaminos...
Ni por asomo.
A primera vista, la sala parecía un hangar en penumbras en el que alguien había construido una docena de pistas de tenis. Langdon sabía lo que eran los recintos acristalados. No le sorprendió verlos. La humedad y el calor deterioraban los volúmenes y pergaminos antiguos, y era necesario conservarlos en cámaras herméticas como éstas, cubículos que aislaban de la humedad y los ácidos naturales del aire. Langdon había estado en cámaras herméticas muchas veces, pero siempre era una experiencia inquietante, algo parecido a entrar en un contenedor hermético donde un bibliotecario regulaba a su antojo el oxígeno.
Las cámaras eran tenebrosas, incluso tétricas, apenas perfiladas por luces diminutas colocadas al final de cada estantería. En la negrura de cada celda, Langdon intuyó la presencia de gigantes fantasmales, hilera tras hilera de estanterías altísimas, cargadas de historia. Era una colección impresionante.
Vittoria también parecía aturdida. Contemplaba en silencio los gigantescos cubos transparentes.
El tiempo apremiaba, y Langdon no lo perdió en explorar la estancia apenas iluminada en busca de un catálogo, una enciclopedia que documentara la colección de libros. El resplandor de un puñado de terminales de ordenador distribuidas por la sala llamó su atención.
—Parece que tienen un Biblion. El índice está informatizado.
Una expresión esperanzada apareció en el rostro de Vittoria.
—Eso debería facilitar nuestra búsqueda.
Langdon deseó poder compartir su entusiasmo, pero intuyó que en realidad se trataba de una mala noticia. Se acercó a una terminal y empezó a teclear. Sus temores se confirmaron al instante.

—El método antiguo habría, sido mejor.
—¿Por qué?
Langdon se alejó del monitor.
—Porque los libros auténticos no están protegidos por contraseñas. Supongo que las físicas no son piratas informáticas natas, ¿verdad?
Vittoria negó con la cabeza.
—Puedo abrir ostras, y gracias.
Langdon respiró hondo y luego se volvió para contemplar la tétrica colección de cámaras transparentes. Caminó hasta la más próxima y escudriñó el interior. Entre las paredes de cristal había formas amorfas que Langdon reconoció como estantes normales, cilindros para guardar pergaminos, y mesas de examen. Leyó las etiquetas indicadoras que brillaban al final de cada estantería. Como en cualquier biblioteca, las etiquetas indicaban el contenido de esa hilera. Leyó los encabezados mientras se desplazaba a lo largo de la barrera transparente.
PIETRO L'EREMITA... LE CROCIATE... URBANO II... LEVANT...
—Están etiquetadas —dijo sin dejar de andar—, pero no por orden alfabético de autor.
No le sorprendió. Los antiguos archivos casi nunca se catalogaban por orden alfabético, porque se desconocía la identidad de muchos autores. Los títulos tampoco servían, porque muchos documentos históricos eran cartas sin título o fragmentos de pergamino. Gran parte de la catalogación se hacía por orden cronológico. Sin embargo, lo desconcertante de este orden era que no parecía cronológico.
Langdon era consciente de que el tiempo se le escapaba de las manos.
—Parece que el Vaticano utiliza un sistema propio.
—Menuda sorpresa.
Volvió a examinar las etiquetas. Estos documentos abarcaban siglos, pero las palabras que describían el contenido de los documentos estaban interrelacionadas.
—Creo que se trata de una clasificación temática.
—¿Temática? —preguntó Vittoria en tono de desaprobación científica—. Suena muy ineficaz.
Pues la verdad, pensó Langdon, ahondando en la cuestión, puede que sea el catálogo más astuto que haya visto en mi vida. Siempre había animado a sus estudiantes a comprender las tendencias y motivos globales de un período artístico, antes que perderse en la maraña de datos y obras específicas. Por lo visto, los Archivos del Vaticano se catalogaban con una filosofía similar. Pinceladas esenciales...
—Todo lo que hay en esta cámara —dijo Langdon, cada vez más confiado—, siglos de material, está relacionado con las Cruzadas. Es el tema de esta cámara.
Todo estaba aquí, pensó. Informes históricos, cartas, obras de arte, datos sociopolíticos, análisis modernos. Todo en un solo sitio, con el fin de alentar una comprensión más profunda del tema. Brillante.
Vittoria frunció el ceño.
—Pero los datos pueden estar relacionados con múltiples temas al mismo tiempo.
—De ahí las referencias cruzadas con rótulos. —Langdon señaló las etiquetas de plástico de colores insertadas entre los documentos—. Indican los documentos secundarios situados en otro sitio con sus temas principales.
—Claro —dijo la joven, como aceptando su palabra. Puso los brazos en jarras e inspeccionó el enorme espacio. Después, miró a Langdon—. Bien, profesor, ¿cómo se llama esa cosa de Galileo que andamos buscando?
Langdon no pudo reprimir una sonrisa. Aún no acababa de creer que se hallaba en esta sala. Está aquí, pensó. Está esperando en la oscuridad.
—Sígueme —dijo Langdon. Avanzó por el primer pasillo, al tiempo que examinaba las etiquetas de cada cámara—. ¿Recuerdas lo que te conté sobre el Sendero de la Iluminación, que los Illuminati reclutaban nuevos miembros gracias una prueba complicada?
—La búsqueda del tesoro —dijo Vittoria, pisándole los talones.
—El reto de los Illuminati consistía en que, después de colocar los indicadores, necesitaban comunicar de alguna manera a los científicos que el camino existía.
—Lógico —dijo Vittoria—. De lo contrario, nadie lo buscaría.
—Sí, y aunque supieran que el sendero existía, los científicos no tendrían forma de saber dónde empezaba. Roma es enorme.

—De acuerdo.
Langdon avanzó por el siguiente pasillo, examinando las etiquetas mientras andaba.
—Hará unos quince años, un grupo de historiadores de la Sor-bona y yo descubrimos una serie de cartas de los Illuminati llenas de referencias al segno.
—La señal. El anuncio del sendero y dónde empezaba.
—Sí, y desde entonces, muchos estudiosos de los Illuminati, incluido yo mismo, han descubierto otras referencias al segno. Actualmente, se acepta la teoría de que la pista existe, y de que Galileo la hizo circular ampliamente entre la comunidad científica sin conocimiento del Vaticano.
—¿Cómo?
—No estamos seguros, pero lo más probable es que sean publicaciones impresas. Publicó muchos libros y boletines informativos a lo largo de los años.
—Que el Vaticano vio, sin la menor duda. Parece peligroso.
—Es verdad. No obstante, el segno se esparció.
—Pero nadie lo ha encontrado aún, ¿verdad?
—No. Aunque parezca extraño, siempre que aparecen alusiones al segno (diarios masónicos, revistas científicas antiguas, cartas de los Illuminati), la referencia se concreta en un número.
—¿Seiscientos sesenta y seis?
Langdon sonrió.
—El quinientos tres, de hecho.
—¿Qué significa?
—No lo hemos podido descifrar. El quinientos tres me fascinó, y lo probé todo con tal de descubrir el significado del número: nu-merología, referencias a mapas, latitudes. —Langdon llegó al final del pasillo, dobló la esquina y se apresuró a examinar la siguiente hilera de etiquetas—. Durante muchos años, la única pista parecía ser que el quinientos tres empezaba con el número cinco, una de las cifras sagradas de los Illuminati.
Hizo una pausa.
—Algo me dice que lo has descubierto hace poco, y por eso estamos aquí.

—Correcto —dijo Langdon, y se permitió uno de sus raros momentos de orgullo por su trabajo—. ¿Te suena el libro que Galileo tituló Dialogo?
—Por supuesto. Famoso entre los científicos como la máxima traición científica.«Traición» no era la palabra que Langdon habría utilizado

42

El cardenal Mortati, enfundado en su hábito negro, estaba sudando. No sólo la Capilla Sixtina estaba empezando a parecer una sauna, sino que el cónclave debía iniciarse dentro de veinte minutos y aún no se sabía nada de los cuatro cardenales desaparecidos. En su ausencia, los susurros de confusión iniciales que habían intercambiado los cardenales se habían transformado en abierta angustia.
Mortati no podía imaginar dónde estaban los cuatro hombres. ¿Con el camarlengo quizá? Sabía que el camarlengo había ofrecido el tradicional té privado a los cuatro preferiti a primera hora de la tarde, pero ya habían pasado horas. ¿Estarían enfermos? ¿Algo que han comido? Mortati lo dudaba. Incluso a las puertas de la muerte, los preferiti estarían aquí. Sólo ocurría una vez en la vida, y con frecuencia nunca, que un cardenal tuviera la oportunidad de ser elegido Sumo Pontífice, y por la ley vaticana, el cardenal debía estar dentro de la Capilla Sixtina cuando tuviera lugar la votación. De lo contrario, era inelegible.
Aunque había cuatro preferiti, pocos cardenales dudaban de quién sería el siguiente Papa. En los últimos quince días se había producido una cascada constante de faxes y llamadas telefónicas que comentaban las cualidades de los principales candidatos. Como de costumbre, se habían elegido cuatro nombres como preferiti, cada uno de los cuales cumplía los requisitos tácitos para convertirse en Papa:

Dominio del italiano, español e inglés.
Sin secretos vergonzosos.
Entre sesenta y cinco y ochenta años de edad.

Como de costumbre, uno de los preferiti se había impuesto sobre los demás. Esta noche, ese hombre era el cardenal Aldo Baggia, de Milán. La hoja de servicios de Baggia, impoluta, combinada con un dominio de los idiomas sin parangón y la capacidad de comunicar la esencia de la espiritualidad, le habían convertido a ojos de todos en el claro favorito.
¿Dónde demonios está?, se preguntó Mortati.
Mortati estaba especialmente nervioso por la desaparición de los cardenales, porque la tarea de supervisar el cónclave había recaído sobre sus espaldas. Una semana antes, el Colegio Cardenalicio había elegido por unanimidad a Mortati para el cargo conocido como Gran Elector: el maestro interno de ceremonias del cónclave. Si bien el camarlengo era el miembro de mayor relevancia de la Iglesia, sólo era un sacerdote y estaba poco familiarizado con el complejo proceso de elección, de forma que se elegía a un cardenal para supervisar la ceremonia desde el interior de la Capilla Sixtina.
Los cardenales solían comentar en broma que el cargo de Gran Elector constituía el honor más cruel de la cristiandad. El nombramiento inhabilitaba para ser elegido Papa, y también exigía dedicar muchos días previos al cónclave a repasarlas páginas del Universi Dominici Gregis, con el objetivo de recordar las sutilidades de los rituales arcanos del cónclave y asegurar de esta forma que el proceso se llevara a cabo de la manera correcta.
Sin embargo, Mortati no estaba resentido. Sabía que había sido el candidato lógico. No sólo era el cardenal de mayor edad, sino que también había sido confidente del difunto Papa, un hecho que elevaba su estima. Aunque Mortati aún estaba dentro de la edad legal para ser elegido, era un poco viejo para ser un candidato serio. A los setenta y nueve años, había cruzado el umbral tácito en que el colegio ya no confiaba en la salud del elegido, con la vista puesta en el riguroso calendario del pontificado. Un Papa solía trabajar unas catorce horas al día, siete días a la semana, y, según la media estadística, moría de agotamiento al cabo de seis años y tres meses. En el Vaticano se decía en broma que aceptar el papado era la «ruta más rápida para ir al cielo».

Muchos creían que Mortati habría podido ser Papa cuando era más joven, de no ser tan liberal. Para acceder al papado, había que guiarse por una particular Santísima Trinidad: conservador, conservador, conservador.
Mortati siempre había considerado irónico que el difunto Papa, Dios lo tuviera en su seno, se hubiera revelado sorprendentemente liberal en cuanto ocupó el trono. Tal vez al presentir que el mundo moderno se alejaba cada vez más de la Iglesia, el Papa había propiciado ciertas aperturas, suavizando la posición de la Iglesia sobre las ciencias, e incluso había donado dinero para causas científicas selectas. Por desgracia, había sido un suicidio político. Los católicos conservadores acusaron al Papa de «senil», al tiempo que los científicos puristas le acusaban de intentar extender la influencia de la Iglesia donde no correspondía.
—¿Dónde están?
Mortati se volvió.
Uno de los cardenales le estaba dando golpecitos en el hombro, nervioso.
—Tú sabes dónde están, ¿verdad?
Mortati procuró disimular su preocupación.
—Puede que sigan con el camarlengo.
—¿A esta hora? ¡Eso sería de lo más heterodoxo! —El cardenal frunció el ceño, desconfiado—. ¿Es posible que el camarlengo haya perdido el sentido del tiempo?
Mortati lo dudaba, pero no dijo nada. Era muy consciente de que la mayoría de cardenales apreciaban poco al camarlengo, pues creían que era demasiado joven para servir al Papa. Mortati sospechaba que esa antipatía se debía a los celos, y admiraba al joven y aplaudía en secreto la elección del fallecido Papa. Mortati sólo veía convicción cuando miraba a los ojos del camarlengo, y al contrario que muchos cardenales, el camarlengo anteponía la Iglesia y la fe a la política. Era en verdad un hombre de Dios.
Durante todo el ejercicio de sus funciones, la devoción del camarlengo se había hecho legendaria. Muchos lo atribuían al acontecimiento milagroso de su niñez, un acontecimiento que habría impreso una huella indeleble en el corazón de cualquier hombre. El milagro y el prodigio, pensó Mortati, quien a menudo deseaba que en su niñez se hubiera presentado un acontecimiento que le hubiera inyectado esa fe invencible.
Mortati sabía que, por desgracia para la Iglesia, el camarlengo nunca llegaría a Papa cuando fuera mayor. Acceder al papado exigía cierta ambición política, algo de lo que el joven camarlengo carecía en apariencia. Había rechazado en muchas ocasiones las ofertas de ascenso del Papa, pues decía que prefería servir a la Iglesia como un simple sacerdote.
—¿Qué vamos a hacer?
El cardenal dio unos golpecitos en la espalda de Mortati, a la espera.
Mortati alzó la vista.
—¿Perdón?
—¡Se retrasan! ¿Qué vamos a hacer?
—¿Qué podemos hacer? —contestó Mortati—. Esperar. Y tener fe.
El cardenal, sin ocultar el disgusto que le producía la respuesta de Mortati, desapareció en la penumbra.
Mortati se masajeó las sienes y trató de aclarar sus ideas. Pues sí, ¿qué vamos a hacer? Desvió la vista hacia el fresco restaurado de Miguel Ángel que colgaba sobre el altar, El Juicio Final. La pintura no contribuyó a mitigar su angustia. Era una representación horripilante, de quince metros de altura, de Jesucristo separando a la humanidad en justos y pecadores, y arrojando a los pecadores al infierno. Había carne despellejada, cuerpos ardiendo, e incluso un rival de Miguel Ángel sentado en el infierno, con orejas de asno. Guy de Mau-passant había escrito en una ocasión que el cuadro semejaba algo pintado por un carbonero ignorante para una barraca de lucha libre de una feria.
El cardenal Mortati no pudo por menos que darle la razón.

43

Langdon permanecía inmóvil ante la ventana a prueba de balas del despacho papal, y contemplaba el despliegue de las cadenas de televisión en la plaza de San Pedro. La siniestra conversación telefónica le había dejado conmocionado. No era el de siempre.
Los Iluminati, como una serpiente surgida de las profundidades olvidadas de la historia, habían reanudado una antigua enemistad. Sin negociación. Sin exigencias. Simple desquite. Diabólicamente sencillo. Una venganza aplazada durante cuatrocientos años. Daba la impresión de que, tras siglos de persecución, la ciencia se había desquitado.
El camarlengo estaba de pie ante el escritorio y contemplaba el teléfono sin verlo. Olivetti fue el primero que rompió el silencio.
—Carlo —dijo, llamando por su nombre al camarlengo, más como un amigo preocupado que como un agente de la autoridad—. Durante veintiséis años he jurado por mi vida proteger este despacho. Parece que esta noche he caído en la deshonra.
El camarlengo meneó la cabeza.
—Usted y yo servimos a Dios de maneras diferentes, pero el servicio siempre nos procura honor.
—Estos acontecimientos... No puedo imaginar cómo... Esta situación...
Olivetti parecía desbordado.
—Será consciente de que sólo podemos proceder de una forma. Soy responsable de la seguridad del Colegio Cardenalicio.

—Temo que la responsabilidad es mía, signore.
—Entonces, sus hombres supervisarán la evacuación inmediata.
—Signore?
—Más tarde examinaremos otras posibilidades: peinar el Vaticano hasta localizar el artefacto, un registro exhaustivo en busca de los cardenales desaparecidos y sus secuestradores. Pero antes hay que poner a salvo a los cardenales. Lo más importante es ahorrar vidas humanas. Esos hombres son los cimientos de nuestra Iglesia.
—¿Sugiere que interrumpamos el cónclave ahora mismo?
—¿Me queda otra alternativa?
—¿Y la misión de elegir a un nuevo Papa?
El joven camarlengo suspiró y se volvió hacia la ventana. Sus ojos pasearon sobre la enorme extensión de Roma.
—Su Santidad me dijo una vez que un Papa es un hombre dividido entre dos mundos, el mundo real y el divino. Me advirtió de que cualquier Iglesia que hiciera caso omiso del real no sobreviviría para disfrutar del divino. El orgullo y los precedentes no pueden imponerse a la razón.
Olivetti asintió, impresionado.
—Le he subestimado, signore.
Dio la impresión de que el camarlengo no le escuchaba. Su mirada vagó hacia la ventana.
—Hablaré con franqueza, signore. El mundo real es mi mundo. Me sumerjo en su fealdad cada día, al igual que otros se sienten libres para buscar algo más puro. Déjeme darle un consejo sobre la situación actual. Para eso me entrenaron. Su instinto, aunque respetable, podría ser desastroso.
El camarlengo se volvió.
Olivetti suspiró.
—La evacuación del Colegio Cardenalicio de la Capilla Sixtina es lo peor que se podría hacer en este momento.
El camarlengo no pareció indignado, sólo confuso.
—¿Qué sugiere?
—No diga nada a los cardenales. Aisle el cónclave. Nos concederá tiempo para sopesar otras opciones.
El camarlengo se mostró preocupado.

—¿Está sugiriendo que encierre a todo el Colegio Cardenalicio sobre una bomba de tiempo?
—Sí, signore. De momento. Más tarde, en caso necesario, procederemos a la evacuación.
El camarlengo meneó la cabeza.
—Aplazar la ceremonia antes de que dé inicio es suficiente para abrir una investigación, pero después de que se cierren las puertas, nada puede interferir. El procedimiento del cónclave obliga a...
—El mundo real, signore. Esta noche, le toca vivir en él. Escuche con atención. —Olivetti hablaba ahora con la eficiencia de un oficial de campo—. Evacuar a ciento sesenta y cinco cardenales a Roma, sin preparación y sin protección, sería una insensatez. Provocaría pánico y confusión en unos hombres muy viejos, y la verdad, con un ataque fatal este mes ya tenemos bastante.
Un ataque fatal. Las palabras del comandante recordaron a Langdon los titulares que había leído mientras comía con unos estudiantes en Harvard: EL PAPA SUFRE UN ATAQUE. MUERE MIENTRAS DORMÍA.
—Además —añadió Olivetti—, la Capilla Sixtina es una fortaleza. Aunque no le damos publicidad al hecho, el edificio está reforzado y puede repeler cualquier ataque, salvo el de misiles. Como preparativo, peinamos cada centímetro de la capilla esta tarde, en busca de micrófonos ocultos y otros aparatos de espionaje. La capilla está limpia, es un refugio seguro, y estoy convencido de que la antimateria no está dentro. Esos hombres no podrían encontrarse en un lugar más seguro. Siempre podemos hablar de la evacuación de emergencia más tarde, si es preciso.
Langdon estaba impresionado. La lógica fría e inteligente de Olivetti le recordaba a Kohler.
—Comandante —dijo Vittoria con voz tensa—, existen otras preocupaciones. Nadie había creado tanta antimateria. Sólo puedo calcular de manera aproximada el radio de la explosión. La zona de Roma que nos rodea podría estar en peligro. Si el contenedor se encuentra en uno de sus edificios centrales o bajo tierra, el efecto sobre el exterior podría ser mínimo, pero si el contenedor está cerca del perímetro, en este edificio, por ejemplo...
Miró por la ventana la multitud que se agolpaba en la plaza de San Pedro.
—Soy muy consciente de mis responsabilidades con el mundo exterior —contestó Olivetti—, lo cual no agrava más la situación. La protección de este santuario ha sido mi única responsabilidad durante más de dos décadas. No tengo la menor intención de permitir que esa arma estalle.
El camarlengo Ventresca levantó la vista.
—¿Cree que puede encontrarla?
—Deje que discuta nuestras opciones con algunos de mis especialistas. Existe la posibilidad, si cortamos la energía eléctrica del Vaticano, de que podamos eliminar las frecuencias de radio de fondo y crear un entorno lo bastante limpio para obtener una lectura del campo magnético de ese contenedor.
Vittoria manifestó su sorpresa, y luego pareció realmente impresionada.
—¿Quiere dejar a oscuras la Ciudad del Vaticano?
—Es una posibilidad. Aún no sé si es posible, pero quiero estudiar esa opción.
—Los cardenales se preguntarían qué pasa —recordó Vittoria.
Olivetti negó con la cabeza.
—Los cónclaves se celebran a la luz de las velas. Los cardenales no se enterarían. Una vez se aisle el cónclave, podría utilizar a casi todos los guardias del perímetro para iniciar un registro. Cien hombres podrían cubrir mucho terreno en cinco horas.
—Cuatro horas —corrigió Vittoria—. He de devolver el contenedor al CERN en avión. La explosión es inevitable si no recargamos las baterías.
—¿No hay forma de recagarlas aquí?
Vittoria sacudió la cabeza.
—La interfaz es complicada. De haber podido, la habría traído.
—Cuatro horas, pues —dijo Olivetti con el ceño fruncido—. Tiempo suficiente. El pánico no sirve de nada. Signore, tiene diez minutos. Vaya a la capilla y aisle el cónclave. Concédales un poco de tiempo a mis hombres para hacer su trabajo. Cuando nos acerquemos a la hora crítica, tomaremos las decisiones críticas.

Langdon se preguntó si Olivetti permitiría que la situación se prolongara en exceso.
El camarlengo parecía preocupado.
—Pero el Colegio preguntará por los preferiti, sobre todo por Baggia... Preguntarán dónde están.
—Tendrá que inventar algo, signore. Dígales que les sirvió algo en el té que les sentó mal.
El camarlengo se enfureció.
—¿Quiere que mienta al Colegio Cardenalicio?
—Por su propio bien. Una bugia veniale. Una mentira piadosa. Su trabajo consistirá en mantener la tranquilidad. —Olivetti se encaminó a la puerta—. Si me perdonan, debo ponerme en marcha.
—Comandante —le urgió el camarlengo—, no podemos olvidarnos de los cardenales desaparecidos.
Olivetti se detuvo al llegar a la puerta.
—Baggia y los demás se hallan ahora fuera de nuestra esfera de influencia. Hemos de dejarlos... por el bien de la mayoría. Los militares lo llaman triage.
—¿Quiere decir que vamos a abandonarlos?
La voz del comandante se endureció.
—Si hubiera otra solución, signore, alguna forma de localizar a esos cuatro cardenales, daría mi vida por ello. No obstante... —Señaló hacia la ventana, donde el sol del atardecer brillaba sobre un mar infinito de tejados romanos—. Registrar una ciudad de cinco millones de habitantes no está en mis manos. No malgastaré un tiempo precioso en apaciguar mi conciencia con un ejercicio inútil. Lo siento, signore.
Vittoria habló de repente.
—Pero si detenemos al asesino, ¿podría hacerle hablar?
Olivetti frunció el ceño.
—Los soldados no pueden permitirse ser santos, señorita Vetra. Créame, simpatizo con su deseo de atrapar a ese hombre.
—No se trata de algo solamente personal —dijo la joven—. El asesino sabe dónde está la antimateria... y los cardenales desaparecidos. Si pudiéramos encontrarle...
—¿Seguirle el juego? —dijo Olivetti—. Créame, retirar toda la protección del Vaticano con el fin de registrar cientos de iglesias es lo que los Illuminati esperan que hagamos. Desperdiciar un tiempo y unos efectivos humanos preciosos cuando deberíamos estar buscando... O peor aún, dejar la Banca Vaticana sin protección. Por no hablar de los restantes cardenales.
Sus palabras hicieron mella.
—¿Y la policía de Roma? —preguntó el camarlengo—. Podríamos alertarla de la crisis. Pedir su ayuda para encontrar al secuestrador de los cardenales.
—Otra equivocación —dijo Olivetti—. Ya sabe lo que los Cara-binieri de Roma opinan de nosotros. Obtendríamos unos cuantos hombres poco entusiastas a cambio de que vendieran nuestra crisis a los medios de comunicación. Justo lo que nuestros enemigos desean. Tal como están las cosas, no tardaremos mucho en tener que lidiar con los medios.
Convertiré a sus cardenales en luminarias de los medios de comunicación, pensó Langdon, recordando las palabras del asesino. El cadáver del primer cardenal aparece a las ocho de la noche. Después, uno cada hora. A la prensa le encantará.
El camarlengo estaba hablando de nuevo, con voz teñida de ira.
—¡Comandante, no podemos dejar desamparados a los cardenales desaparecidos!
Olivetti miró a los ojos del camarlengo.
—La oración de San Francisco, señor. ¿La recuerda?
El joven sacerdote dijo el verso con dolor en su voz.
—Dios, concédeme la fuerza de aceptar las cosas que no puedo cambiar...
—Confíe en mí —dijo Olivetti—. Ésta es una de tales cosas.
Y tras decir esto se marchó.

44

La oficina central de la BBC se halla en Londres, justo al oeste de Pic-cadilly Circus. Sonó el teléfono de la centralita, y una redactora de sumarios novata descolgó el teléfono.
—BBC —dijo mientras apagaba su cigarrillo Dunhill.
La voz que sonó era rasposa, con acento de Oriente Próximo.
—Tengo una noticia bomba que podría interesar a su cadena.
La redactora sacó un bolígrafo y una hoja de papel.
—¿Referente a?
—La elección papal.
Frunció el ceño, cansada. La BBC había emitido ayer una historia preliminar, y la respuesta había sido mediocre. Por lo visto, el público estaba muy poco interesado en el Vaticano.
—¿Cuál es el enfoque?
—¿Tienen un reportero en Roma que cubra la elección?
—Creo que sí.
—He de hablar con él sin intermediarios.
—Lo siento, pero no puedo darle el número sin tener idea de...
—El cónclave ha recibido una amenaza. Es lo único que puedo decirle.
La redactora tomaba notas.
—¿Su nombre?
—Mi nombre es irrelevante.
La redactora no se sorprendió.
—¿Tiene pruebas de lo que afirma?
—Sí.
—Me encantaría aceptar su información, pero nuestra política no admite dar el número de nuestros reporteros, a menos que...
—Comprendo. Llamaré a otra cadena. Gracias por concederme su tiempo. Adiós...
—Un momento —dijo la redactora—. ¿Puede esperar?
La redactora estiró el cuello. El arte de filtrar llamadas de posibles chiflados no era una ciencia exacta, pero quien llamaba acababa de superar las dos pruebas de autenticidad que exigía la BBC. Se había negado a dar su nombre, y estaba ansioso por colgar. Los ganapanes y buscadores de gloria solían lloriquear y suplicar.
Por suerte para ella, los reporteros vivían en el miedo eterno de perderse un gran reportaje, de modo que pocas veces la reprendían por ponerlos en contacto con algún psicótico. Hacer perder cinco minutos a un reportero podía perdonarse. Perder un titular no.
Bostezó, miró su ordenador y tecleó las palabras «Ciudad del Vaticano». Cuando vio el nombre del reportero que cubría la elección del Papa, rió para sí. Era un tipo que acababa de aterrizar en la BBC, procedente de un tabloide, al que habían encargado algunos de los reportajes más mundanos de la BBC. Era evidente que le habían destinado al escalón más inferior.
Probablemente se estaba aburriendo de lo lindo, toda la noche esperando a grabar su vídeo de diez segundos en vivo. Seguro que estaría agradecido de que algo rompiera la monotonía.
La redactora de sumarios de la BBC copió el número del reportero en la Ciudad del Vaticano. Después, encendió otro cigarrillo y dio el teléfono a su interlocutor anónimo.

45

—No saldrá bien —dijo Vittoria, mientras paseaba por el despacho del Papa—. Aunque un equipo de la Guardia Suiza pueda filtrar las interferencias electrónicas, tendrán que estar encima del contenedor para captar alguna señal. Y eso si pueden acceder al contenedor, porque quizá lo han aislado de alguna manera. ¿Y si está enterrado dentro de una caja metálica, o en un conducto de ventilación? No habrá forma de localizarlo. Además, si hay infiltrados en la Guardia Suiza, ¿quién garantiza que la búsqueda será exhaustiva?
El camarlengo parecía exhausto.
—¿Qué nos propone, señorita Vetra?
Vittoria se sentía confusa. ¡Algo evidente!
—Propongo, señor, que tomen otras precauciones de inmediato. Podemos confiar contra toda esperanza en que la búsqueda del comandante se vea coronada por el éxito. Al mismo tiempo, mire por la ventana. ¿Ve toda esa gente? ¿Esos edificios al otro lado de la plaza? ¿Esos camiones de las televisiones? ¿Los turistas? Están dentro del radio de alcance de la explosión. Hay que actuar ahora.
El camarlengo asintió, con la mirada perdida.
Vittoria se sentía frustrada. Olivetti había convencido a todo el mundo de que quedaba mucho tiempo, pero Vittoria sabía que, si la noticia se filtraba, toda la zona se llenaría de fisgones en cuestión de minutos. Lo había visto en una ocasión, ante el edificio del Parlamento suizo en Zúrich. Durante una toma de rehenes con bomba incluida, miles de personas se habían congregado en las afueras del edificio para presenciar el desenlace. Pese a la advertencia de la policía de que estaban en peligro, la multitud se fue acercando cada vez más. Nada captaba más el interés humano que la tragedia humana.
—Signore —urgió Vittoria—, el hombre que mató a mi padre anda suelto por ahí. Todas las células de mi cuerpo me impelen a salir en su captura, pero estoy en su despacho, porque me siento responsable de usted. De usted y de los demás. Hay vidas en peligro, signore. ¿Lo entiende?
El camarlengo no contestó.
Vittoria notó que su corazón se aceleraba. ¿Por qué no pudo la Guardia Suiza localizar al que llamó? ¡El asesino de los llluminati es la clave! Sabe dónde está la antimateria... ¡Sabe dónde están los cardenales! Si atrapamos al asesino, todo se solucionará.
Vittoria se dio cuenta de que estaba empezando a perder el control, algo que recordaba lejanamente de la infancia, los años de orfandad, la frustración sin herramientas para manejarla. Tienes herramientas, se dijo, siempre tienes herramientas. Pero era inútil. Sus pensamientos se entrometían, la estrangulaban. Era una investigadora, una mujer que se dedicaba a resolver problemas. Pero se enfrentaba a un problema sin solución. ¿Qué datos necesitas? ¿Qué quieres? Se ordenó respirar hondo, pero por primera vez en su vida, no pudo. Se estaba asfixiando.
A Langdon le dolía la cabeza, y experimentaba la sensación de que estaba bordeando los límites de la racionalidad. Miraba a Vittoria y al camarlengo, pero imágenes espantosas nublaban su visión: explosiones, ejércitos de periodistas, cámaras en acción, cuatro cadáveres marcados.
Shaitan... Lucifer... Portador de luz... Satanás...
Expulsó las imágenes horripilantes de su mente. Terrorismo calculado, se recordó, y trató de aferrarse a la realidad. Caos planificado. Pensó en un seminario de Radcliffe al que había asistido en una ocasión, mientras investigaba el simbolismo pretoriano. Desde entonces, su opinión sobre los terroristas había cambiado.

Vittoria y el camarlengo dieron un respingo.
—No lo veía —susurró Langdon como hipnotizado—. Lo tenía delante de mis ojos...
—¿No veías qué? —preguntó Vittoria.
Langdon se volvió hacía el sacerdote.
—Padre, durante tres años he estado pidiendo permiso para acceder a los Archivos del Vaticano. Me lo han negado siete veces.
—Lo siento, señor Langdon, pero no me parece el momento más adecuado para quejarse.
—He de acceder ahora mismo. Los cuatro cardenales desaparecidos. Tal vez consiga descubrir dónde serán asesinados.
Vittoria le miró, convencida de que no le había entendido bien.
El camarlengo parecía preocupado, como si fuera objeto de una burla cruel.
—¿Espera que crea que esta información consta en nuestros Archivos?
—No puedo prometerle que la localizaré a tiempo, pero si me deja entrar...
—Señor Langdon, debo personarme en la Capilla Sixtina dentro de cuatro minutos. Los Archivos están al otro lado de la Ciudad del Vaticano.
—Hablas en serio, ¿verdad? —interrumpió Vittoria, con los ojos clavados en los de Langdon.
—No es hora de andar bromeando —contestó Langdon.
—Padre —dijo Vittoria—, si existe alguna posibilidad de descubrir dónde se cometerán esos asesinatos, podríamos precintar los lugares y...
—Pero ¿qué tienen que ver los Archivos? —insistió el camarlengo—. ¿Cómo es posible que contengan alguna pista?
—Tardaré más tiempo en explicarlo del que le queda —dijo Langdon—. Pero si tengo razón, podremos utilizar la información para detener al hassassin.
La expresión del camarlengo delataba que quería creer, pero no podía.
—Los códices más sagrados de la cristiandad se hallan en esos Archivos. Tesoros que ni siquiera yo tengo el privilegio de ver.
—Lo sé.
—Sólo se permite el acceso con un permiso por escrito del conservador y la Junta de Bibliotecarios del Vaticano.
—O por orden del Papa —dijo Langdon—. Lo dice en todas las cartas de rechazo que me ha enviado su conservador.
El camarlengo asintió.
—No quiero ser grosero —le urgió Langdon—, pero si no me equivoco, una orden papal sale de este despacho. Por lo que yo sé, esta noche usted le sustituye. Teniendo en cuenta las circunstancias...
El camarlengo extrajo un reloj de bolsillo de su sotana y lo consultó.
—Señor Langdon, esta noche estoy dispuesto a ofrecer mi vida, en un sentido literal, por salvar a esta Iglesia.
Langdon percibió la más absoluta sinceridad en los ojos del hombre.
—¿Cree de veras que este documento se encuentra aquí? —preguntó el camarlengo—. ¿Podrá ayudarnos a localizar estas cuatro iglesias?
—De no estar convencido, no habría enviado incontables solicitudes. Italia está un poco lejos para venir de parranda con un sueldo de profesor. El documento que ustedes guardan es un antiguo...
—Por favor —interrumpió el camarlengo—, perdóneme. Mi mente es incapaz de asimilar más detalles en este momento. ¿Sabe usted dónde están los Archivos Secretos?
Langdon experimentó una oleada de emoción.
—Justo detrás de la puerta de Santa Ana.
—Impresionante. La mayoría de estudiosos creen que se accede a ellos por la puerta secreta que se halla detrás del trono de San Pedro.
—No. Eso es el Archivio della Reverenda Fabbrica di San Pie-tro. Una equivocación muy común.
—Un bibliotecario adjunto acompaña siempre a la persona que entra. Esta noche, los adjuntos se han ido. Usted pide carte Manche. Ni siquiera los cardenales entran solos.
—Trataré sus tesoros con el mayor respeto y cuidado. Sus bibliotecarios no encontrarán ni rastro de mi paso.

Las campanas de San Pedro empezaron a doblar. El camarlengo consultó su reloj de bolsillo.
—Debo irme. —Hizo una pausa y miró a Langdon—. Ordenaré que un Guardia Suizo le espere en los Archivos. Le entrego mi con-fianza, señor Langdon. Váyase.
Langdon se quedó sin habla.
Daba la impresión de que el joven sacerdote hacía gala ahora de un aplomo sin igual. Apretó el hombro de Langdon con sorprendente fuerza.
—Encuentre lo que está buscando. Y hágalo deprisa.

46

Los Archivos Secretos del Vaticano se hallan en un extremo del patio Borgia, y se accede a ellos por la puerta de Santa Anna. Contienen más de veinte mil volúmenes, y se rumorea que albergan tesoros tales como los diarios perdidos de Leonardo da Vinci y libros inéditos de las Sagradas Escrituras.
Langdon caminaba a toda prisa por la desierta Via della Fonda-menta en dirección a los Archivos, y su mente se negaba a aceptar que le hubieran permitido el acceso. Vittoria le acompañaba, sin rezagarse ni un centímetro. La brisa agitaba su pelo con aroma a almendra, que Langdon aspiraba. Notó que sus pensamientos se extraviaban.
—¿Vas a decirme qué estás buscando? —preguntó Vittoria.
—Un librito escrito por un tipo llamado Galileo.
—No fastidies —dijo la joven, sorprendida—. ¿Qué hay en él?
—Se supone que contiene algo llamado il segno,
—¿La señal?
—Señal, pista, signo... Depende de la traducción.
—¿Señal de qué?
Langdon aceleró el paso.
—Un lugar secreto. Los Illuminati de Galileo necesitaban protegerse del Vaticano, de manera que buscaron un punto de reunión ul-trasecreto en Roma. Lo llamaban la Iglesia de la Iluminación.
—Hace falta valor para llamar iglesia a una guarida satanista.
Langdon meneó la cabeza.
—Los Illuminati de Galileo no eran satanistas. Eran científicos que reverenciaban el esclarecimiento. Su lugar de reunión no era más que un escondite donde podían reunirse a salvo y hablar de temas prohibidos por el Vaticano. Aunque sabemos que dicho escondite existía, hasta hoy nadie lo ha localizado.
—Da la impresión de que los Illuminati saben guardar bien un secreto.
—Ya lo creo. De hecho, jamás revelaron el emplazamiento de su escondite a nadie ajeno a su hermandad. Este secretismo los protegía, pero también planteaba un problema en lo tocante a reclutar nuevos miembros.
—No podían crecer si no podían darse publicidad —dijo Vitto-ria. Sus piernas y su mente se movían a la misma velocidad.
—Exacto. Los rumores sobre la hermandad de Galileo empezaron a propagarse en la década de 1630, y científicos de todo el mundo peregrinaron en secreto a Roma con la esperanza de unirse a los Illuminati, anhelando la oportunidad de mirar por el telescopio de Galileo y escuchar las ideas del maestro. Por desgracia, debido al secretismo de los Illuminati, los científicos que llegaban a Roma no sabían dónde se celebraban las reuniones ni con quién podían hablar sin exponerse al peligro. Los Illuminati querían sangre nueva, pero no podían arriesgarse a revelar el emplazamiento de su escondite.
Vittoria frunció el ceño.
—Parece una situazione senza soluzione.
—Exacto. Un callejón sin salida, por así decirlo.
—¿Y qué hicieron?
—Eran científicos. Examinaron el problema y encontraron una solución. Brillante, a decir verdad. Los Illuminati crearon una especie de plano ingenioso que dirigía a los científicos a su refugio.
Vittoria aminoró el paso, con expresión escéptica.
—¿Un plano? Qué imprudencia. Si una copia caía en malas manos...
—Imposible —contestó Langdon—. No existían copias. No era un plano de papel. Era enorme. Una especie de senda luminosa que atravesaba la ciudad.
Ahora Vittoria caminaba más despacio aún.

—¿Flechas pintadas en las aceras?
—Sí, en cierta manera, pero mucho más sutil. El plano consistía en una serie de indicadores simbólicos, meticulosamente ocultos, colocados en lugares públicos de toda la ciudad. Un indicador conducía al siguiente... y al siguiente... Una senda... que terminaba en la guarida de los Illuminati.
Vittoria le miró de soslayo.
—Parece el plano de un tesoro.
Langdon rió.
—Y lo era, en cierto sentido. Los Illuminati llamaban a su senda de indicadores El Sendero de la Iluminación, y cualquiera que deseara unirse a la hermandad tenía que seguirlo hasta el final. Una especie de prueba.
—Pero si el Vaticano quería encontrar a los Illuminati —arguyó Vittoria—, ¿por qué no siguieron los indicadores?
—No podía. La senda estaba escondida. Un rompecabezas, construido de tal manera que sólo ciertas personas pudieran seguir los indicadores y descubrir dónde estaba escondida la iglesia de los Illuminati. Para ellos era como una iniciación, y no sólo funcionaba como medida de seguridad, sino también como procedimiento de criba para asegurarse de que sólo los científicos más brillantes llegaban a su puerta.
—No me lo trago. En el siglo diecisiete, el clero contaba con algunos de los hombres más cultos del mundo. Si estos indicadores se hallaban en lugares públicos, tenían que existir miembros del Vaticano capaces de descubrirlos.
—Claro —dijo Langdon—, si hubieran conocido la existencia de los indicadores. Pero no la conocían. Nunca se fijaron en ellos, porque los Illuminati los diseñaron de tal forma que los sacerdotes nunca sospecharon dónde estaban. Utilizaron un método conocido en simbología como disimulación.
—Camuflaje.
Langdon se quedó impresionado.
—Conoces el término.
—Dissimulazione. La mejor defensa de la naturaleza. Intenta localizar a un centrisco flotando entre algas.
—De acuerdo —dijo Langdon—. Los Illumínati usaban el mismo concepto. Crearon indicadores que se confundían con el telón de fondo de la antigua Roma. No podían emplear ambigramas ni simbología científica, porque se notaría demasiado, de manera que encargaron a un artista de su cuerda, el mismo prodigio anónimo que había creado su símbolo ambigramático, que tallara cuatro esculturas.
—¿Esculturas de los Illuminati?
—Sí, esculturas que debían atenerse a dos pautas precisas. Primero, las esculturas tenían que parecerse a las demás que había en Roma, para que el Vaticano nunca sospechara que pertenecían a los Illuminati.
—Arte religioso.
Langdon asintió. Dejándose llevar por un entusiasmo repentino, prosiguió.
—Y la segunda pauta era que las cuatro esculturas tenían que tocar temas muy concretos. Era preciso que cada obra constituyera un sutil tributo a uno de los cuatro elementos de la ciencia.
—¿Cuatro elementos? Hay más de cien.
—En el siglo diecisiete no —le recordó Langdon—. Los primeros alquimistas creían que todo el universo estaba compuesto tan sólo por cuatro sustancias. Tierra, Aire, Fuego y Agua.
Langdon sabía que la cruz antigua era el símbolo más común de los cuatro elementos: cuatro brazos que representaban la Tierra, el Aire, el Fuego y el Agua. Además, existían docenas de representaciones simbólicas de la Tierra, el Aire, el Fuego y el Agua a lo largo de la historia: los ciclos pitagóricos de la vida, el Hong-Fan chino, los rudimentos masculino y femenino junguianos, los cuadrantes del Zodíaco, hasta los musulmanes reverenciaban los cuatro elementos, aunque en el islam eran conocidos como «cuadrados, nubes, rayos y olas». Para Langdon, no obstante, había un uso más moderno que siempre le producía escalofríos, los cuatro grados místicos de la masonería de la Iniciación Absoluta: Tierra, Aire, Fuego y Agua.
Vittoria parecía fascinada.
—De modo que este artista de los Illuminati creó cuatro obras de arte que parecían religiosas, pero en realidad eran tributos a la Tierra, el Aire, el Fuego y el Agua, ¿verdad?

—Exacto —contestó Langdon, al tiempo que se desviaba por Via Sentinel en dirección a los Archivos—. Las piezas pasaban inadvertidas en el mar de obras religiosas de Roma. Mediante la donación anónima de dichas obras de arte a iglesias concretas, y utilizando después su influencia política, la hermandad facilitó el emplazamiento de estas cuatro piezas en iglesias de Roma escogidas con sumo cuidado. Cada pieza era un indicador, por supuesto, que señalaba de manera sutil a la siguiente iglesia, donde aguardaba el siguiente indicador. Funcionaba como una senda de pistas disfrazada de arte religioso. Si un candidato era capaz de localizar la primera iglesia y el indicador de la Tierra, podía seguirlo hasta el Aire, y después hasta el Fuego, y luego hasta el Agua, y por fin... a la Iglesia de la Iluminación.
Vittoria estaba confusa.
—¿Y esto nos ayudará a capturar al asesino de los Illuminati?
Langdon sonrió cuando enseñó el as que escondía en la manga.
—Ah, sí. Los Illuminati llamaban a estas cuatro iglesias de una forma muy especial. Los Altares de la Ciencia.
Vittoria frunció el ceño.
—Lo siento, eso no significa nada... —Se interrumpió—. L'alta-re di scienza? —exclamó—. El asesino Illuminati. ¡Advirtió de que los cardenales serían sacrificados como vírgenes en los altares de la ciencia!
Langdon le dedicó una sonrisa.
—Cuatro cardenales. Cuatro iglesias. Los cuatro altares de la ciencia.
Vittoria se quedó petrificada.
—¿Estás diciendo que las cuatro iglesias donde los cardenales serán sacrificados son las mismas cuatro iglesias que indican el antiguo Sendero de la Iluminación?
—Creo que sí.
—¿Por qué nos dio esa pista el asesino?
—¿Y por qué no? —replicó Langdon—. Muy pocos historiadores conocen la existencia de esas esculturas. Aún menos creen que existen. Su emplazamiento ha sido un secreto durante cuatrocientos años. No me cabe duda de que los Illuminati confiaron en que el secreto se prolongaría otras cinco horas. Además, los Illuminati ya no necesitan su Sendero de la Iluminación. Supongo que su guarida secreta hace mucho tiempo que no existe. Viven en el mundo moderno. Se encuentran en juntas directivas bancadas, clubs gastronómicos, campos de golf privados. Esta noche, quieren hacer públicos sus secretos. Ha llegado su momento. Su gran revelación.
Langdon temía que la revelación de los Illuminati presentaría una simetría especial con algo que todavía no había mencionado, Las cuatro marcas. El asesino había jurado que cada cardenal sería marcado con un símbolo diferente. Prueba de que las leyendas antiguas son ciertas, había dicho el asesino. La leyenda de las cuatro marcas ambigramáticas era tan vieja como los propios Illuminati: Tierra, Aire, Fuego, Agua, cuatro palabras labradas en perfecta simetría. Como la palabra Illuminati. Cada cardenal iba a ser marcado con uno de los antiguos elementos de la ciencia. El rumor de que las cuatro marcas estaban en inglés y no en italiano seguía siendo motivo de debate entre los historiadores. El inglés parecía ser una desviación fortuita de su lengua original... y los Illuminati no hacían nada al azar.
Langdon estaba delante de la senda de ladrillo que conducía a los Archivos. Imágenes siniestras se sucedían en su mente. El complot global de los Illuminati empezaba a revelar su paciente grandeza. La hermandad había jurado guardar silencio el tiempo necesario, amasando suficiente influencia y poder para poder resurgir sin miedo y luchar por su causa a plena luz del día. Los Illuminati ya no necesitaban esconderse. Querían exhibir su poder, confirmar que los mitos conspiratorios eran una realidad. Esta noche iban a conseguir publicidad en todo el mundo.
—Ahí viene nuestra escolta —dijo Vittoria.
Langdon alzó la vista y vio que un Guardia Suizo atravesaba corriendo un jardín adyacente en dirección a la puerta principal.
Cuando el guardia los vio, se detuvo en seco. Los miró, como si creyera sufrir alucinaciones. Dio media vuelta sin decir palabra y sacó el walkie-talkie. Habló con su interlocutor, como si no diera crédito a su misión. Langdon no entendió la airada respuesta, pero el mensaje era claro. El guardia tragó saliva, guardó su walkie-talkie y se volvió hacia ellos con expresión de desagrado.
El guardia no les dirigió la palabra cuando los guió hasta el interior del edificio. Atravesaron cuatro puertas de acero, dos entradas de llave maestra, bajaron por una larga escalera y llegaron a un vestíbulo con dos teclados de combinación. Atravesaron una serie de puertas electrónicas de tecnología punta y llegaron al final de un pasillo largo, donde los esperaba un conjunto de puertas dobles de roble. El guardia se detuvo, los miró una vez más, y mascullando por lo bajo se acercó a una caja metálica clavada a la pared. La abrió con llave, introdujo la mano y tecleó un código. Las puertas emitieron un zumbido y el cerrojo se abrió.
El guardia se volvió y les habló por primera vez.
—Los Archivos están al otro lado de esa puerta. Me han ordenado que les acompañe hasta aquí y regrese para recibir instrucciones sobre otro asunto.
—¿Se marcha? —preguntó Vittoria.
—La Guardia Suiza tiene prohibido el acceso a los Archivos Secretos. Ustedes están aquí sólo porque mi comandante recibió una orden directa del camarlengo.
—Pero ¿cómo saldremos?
—Seguridad monodireccional. No tendrán la menor dificultad.
Una vez concluida la breve conversación, el guardia giró sobre sus talones y se alejó por el pasillo.
Vittoria hizo un comentario, pero Langdon no lo oyó. Su mente estaba concentrada en las dobles puertas que se alzaban ante él, mientras se preguntaba qué misterios encerraban.

47

Aunque sabía que quedaba poco tiempo, el camarlengo Carlo Ven-tresca caminaba despacio. Necesitaba un poco de tiempo en soledad para serenarse antes de la oración de apertura del cónclave. Estaban sucediendo muchas cosas. Mientras se dirigía al ala norte, el reto de los últimos quince días pesaba con fuerza sobre sus huesos.
Había cumplido sus deberes santos al pie de la letra.
Según la tradición vaticana, después de la muerte del Papa el camarlengo había confirmado en persona el fallecimiento apoyando dos dedos sobre la arteria carótida del pontífice y luego pronunció en voz alta el nombre del finado sucesor de Pedro tres veces. Por ley, no se practicaba autopsia. Después, había sellado el dormitorio del Papa, destruido el anillo papal del pescador, despedazado el cuño utilizado para hacer sellos de plomo y efectuado los preparativos del funeral. Una vez finalizadas estas tareas, se dedicó a preparar el cónclave.
Cónclave, pensó. El obstáculo final. Era una de las tradiciones más antiguas de la cristiandad. En los tiempos actuales, como era normal conocer el resultado del cónclave antes de que empezara, el procedimiento se consideraba obsoleto, más una pantomima que una elección. Sin embargo, el camarlengo sabía que era simple falta de conocimiento. El cónclave no era una elección. Era un traspaso de poderes místico, anclado en el tiempo. La tradición se remontaba a épocas inmemoriales: el secretismo, las hojas de papel dobladas, la quema de los votos, la mezcla de productos químicos, las señales de humo.
Cuando el camarlengo atravesó las Loggias de Gregorio XIII, se preguntó si al cardenal Mortati ya le habría entrado el pánico. Sin duda, Mortati habría reparado en la desaparición de los preferiti. Sin ellos, la votación se prolongaría toda la noche. El nombramiento de Mortati como Gran Elector, se tranquilizó el camarlengo, había sido acertada. El hombre era un librepensador, capaz de expresar sus opiniones sin ambages. Esta noche, el cónclave necesitaría un líder más que nunca.
Cuando el camarlengo llegó a lo alto de la Escalera Real, experimentó la sensación de que su vida se iba a despeñar por un precipicio. Incluso desde aquí arriba podía oír el ruido de la actividad que tenía lugar en la Capilla Sixtina, la charla inquieta de ciento sesenta y cinco cardenales.
Ciento sesenta y un cardenales, se corrigió.
Por un instante, el camarlengo pensó que se precipitaba al infierno, rodeado de gente que chillaba, llamas, piedras y sangre que llovían del cielo.
Y luego, el silencio.

Cuando el niño despertó, estaba en el cielo. Todo a su alrededor era blanco. La luz era cegadora y pura. Aunque algunos dirían que a los diez años era imposible comprender el cielo, el pequeño Carlo Ventresca lo comprendía muy bien. Ahora estaba en el cielo. ¿Dónde, si no? Incluso en esta breve década sobre la tierra, Carlo había sentido la majestad de Dios: los órganos atronadores, las cúpulas altísimas, las voces de los coros, los vitrales de colores, el bronce y el oro centelleantes. La madre de Carlo, María, le llevaba a misa cada día. La iglesia era el hogar de Carlo.
—¿Por qué vamos a misa cada día? —preguntaba Carlo, aunque no le importaba.
—Porque se lo prometí a Dios —contestaba su madre—. Una promesa hecha a Dios es más importante que cualquier otra. Nunca rompas una promesa hecha a Dios.
Carlo se lo prometió. Quería a su madre más que a nada en el mundo. Era su ángel de la guarda. A veces, la llamaba María benedetta, aunque a ella no le gustaba. Se arrodillaba con ella mientras rezaba, percibía el aroma dulce de su carne y escuchaba el murmullo de su voz mientras pasaba las cuentas del rosario. Santa María, Madre de Dios... ruega por nosotros pecadores... ahora y en la hora de nuestra muerte.
—¿Dónde está mi padre? —preguntaba Carlo, a sabiendas de que su padre había muerto antes de que él naciera.
—Ahora, Dios es tu padre —contestaba ella siempre—. Tú eres hijo de la Iglesia.
A Carlo le gustaba mucho la frase.
—Siempre que te sientas asustado —decía su madre—, recuerda que Dios es tu padre. Él te vigilará y protegerá siempre. Dios tiene grandes planes para ti, Carlo.
El niño sabía que ella tenía razón. Sentía a Dios en la sangre.
Sangre...
¡Sangre que llovía del cielo!
Silencio. Después, el cielo.
Su cielo, averiguó Carlo cuando se apagaron las luces cegadoras, era la Unidad de Cuidados Intensivos del Hospital de Santa Clara, en las afueras de Palermo. Carlo había sido el único superviviente de un atentado terrorista que había derrumbado la capilla donde su madre y él habían asistido a misa durante sus vacaciones. Treinta y siete personas habían muerto, incluida la madre de Carlo. El hecho de que Carlo hubiera sobrevivido fue bautizado por los periódicos como El milagro de San Francisco. Por algún motivo ignoto, pocos momentos antes de la explosión, Carlo se había alejado de su madre para ir a examinar un tapiz que describía la historia de San Francisco, situado en una pequeña capilla lateral.
Dios me llamó, decidió. Quería salvarme.
Carlo deliraba de dolor. Aún podía ver a su madre, arrodillada en el banco, que le enviaba un beso con la mano, y después el estruendo ensordecedor, cuando su carne fragante estalló en pedazos. Aún podía saborear la maldad del hombre. Llovió sangre del cielo. ¡La sangre de su madre! ¡La bendita Maria!
Dios mirará por ti y te protegerá siempre, le había dicho su madre.
Pero ¿dónde estaba Dios ahora?

Después, como una manifestación terrenal de que su madre decía la verdad, un sacerdote había venido al hospital. No era un simple sacerdote. Era un obispo. Rezó por Carlo. El Milagro de San Francisco. Cuando Carlo se recuperó, el obispo se encargó de que viviera en un pequeño monasterio, contiguo a la catedral, que estaba a cargo del obispo. Carlo vivió con los monjes, que fueron sus profesores. Incluso se convirtió en monaguillo de su nuevo protector. El obispo sugirió que Carlo entrara en la escuela pública, pero el niño se negó. No habría podido ser más feliz en su nuevo hogar. Ahora sí que vivía en la casa de Dios.
Cada noche, Carlo rezaba por su madre.
Dios me salvó por algún motivo, pensaba. ¿Cuál es ese motivo?
Cuando Carlo cumplió dieciocho años, le correspondió hacer el servicio militar por imperativo de la ley italiana. El obispo dijo a Carlo que si entraba en el seminario se vería exento de ese deber. Él contestó al obispo que albergaba la intención de ingresar en el seminario, pero antes deseaba comprender la maldad humana.
El obispo no lo entendió.
Carlo le dijo que si iba a pasar la vida en la Iglesia luchando contra la maldad, primero tenía que comprenderla. No se le ocurría lugar mejor para comprender la maldad que el Ejército. El Ejército utilizaba cañones y bombas. ¡Una bomba mató a mi madre bendita!.
El obispo intentó disuadirle, pero Carlo ya había tomado la decisión.
—Sé prudente, hijo mío —dijo el obispo—. Y recuerda que la Iglesia espera tu regreso.
Los dos años de servicio militar de Carlo fueron espantosos. Había entregado su adolescencia al silencio y la reflexión, pero en el Ejército no había tranquilidad para reflexionar. Ruido interminable. Enormes máquinas por doquier. Ni un momento de paz. Aunque los soldados fueran a misa una vez a la semana en los barracones, Carlo no sentía la presencia de Dios en sus compañeros. Sus mentes eran demasiado caóticas para ver a Dios.
Carlo detestaba su nueva vida y quería volver a casa, pero estaba decidido a llegar hasta el final. Tenía que comprender la maldad. Se negó a disparar un fusil, así que le enseñaron a pilotar helicópteros de servicios médicos. Carlo odiaba el ruido y el olor, pero al menos le dejaban perderse en el cielo, para estar más cerca de su madre. Cuando le informaron de que su entrenamiento de piloto incluía aprender a tirarse en paracaídas, Carlo se quedó aterrorizado, pero no le dejaron otra alternativa.
Dios me protegerá, se dijo.
El primer salto en paracaídas de Carlo fue la experiencia física más jubilosa de su vida. Era como volar con Dios. No tuvo bastante... El silencio... El flotar... Ver el rostro de su madre en las nubes blancas, mientras se precipitaba hacia la tierra. Dios tiene planes para ti, Carlo. Cuando regresó del servicio militar, ingresó en el seminario.
Habían transcurrido veintitrés años.
Mientras Carlo Ventresca bajaba por la Escalera Real, intentó asimilar la cadena de acontecimientos que le habían conducido a esta encrucijada extraordinaria.
Abandona todo temor, se dijo, y entrega esta noche al Señor.
Vio la gran puerta de bronce de la Capilla Sixtina, custodiada por cuatro Guardias Suizos. Los guardias abrieron la puerta y empujaron las hojas. Todo el mundo se volvió. El camarlengo contempló las sotanas negras y los fajines rojos que había ante él. Comprendió cuáles eran los planes de Dios. El destino de la Iglesia estaba en sus manos.
El camarlengo se persignó y cruzó el umbral.

48

El periodista de la BBC Gunther Glick estaba sudando en la camioneta de la cadena, aparcada en el costado este de la plaza de San Pedro, y maldijo a su director. Si bien el primer informe mensual de Glick había estado trufado de superlativos (inventivo, agudo, serio), le habían enviado a la Ciudad del Vaticano para cubrir la elección del nuevo Papa. Recordó que ser corresponsal de la BBC conllevaba mucha más credibilidad que inventar chorradas para el British Tattler, pero de todos modos ésta no era la idea que se había forjado de su tarea.
El trabajo de Glick era sencillo. Insultantemente sencillo. Tenía que quedarse sentado en la camioneta, a la espera de que una caterva de viejos pedorros escogieran al nuevo pedorro supremo, después tenía que salir y grabar un spot «en directo» de quince segundos con el Vaticano como telón de fondo.
Brillante.
Glick no podía creer que la BBC enviara todavía reporteros a cubrir esta basura. Esta noche no verás reporteros norteamericanos por aquí. ¡Pues claro que no! Y todo porque esos tipos se lo montaban bien. Veían la CNN, hacían una sinopsis, y después fumaban su reportaje «en directo» frente a una pantalla azul, y proyectaban en ella imágenes de archivo para que pareciera real. La MSNBC incluso utilizaba máquinas que producían viento y lluvia para dotar de mayor autenticidad a las tomas. Los espectadores ya no querían la verdad; querían diversión.

Glick miró por el parabrisas, más deprimido a cada minuto que pasaba. La imperial Ciudad del Vaticano se alzaba ante él como un tétrico recordatorio de lo que los hombres podían lograr cuando se lo proponía.
—¿Qué he logrado yo en mi vida? —se preguntó en voz alta—. Nada.
—Pues ríndete —dijo una voz femenina detrás de él.
Glick pegó un bote. Casi había olvidado que no estaba solo. Se volvió hacia el asiento trasero, donde su cámara, Chinita Macri, se limpiaba en silencio las gafas. Siempre se estaba limpiando las gafas. Chinita era negra, aunque prefería que la llamaran afroamericana, algo corpulenta y lista como un demonio. Nunca permitía que lo olvidaras. Era una persona extravagante, pero a Glick le gustaba, y le apetecía mucho tener compañía.
—¿Cuál es el problema, Gunth? —preguntó Chinita.
—¿Qué estamos haciendo aquí?
La mujer siguió limpiando sus gafas.
—Presenciar un acontecimiento emocionante.
—¿Es emocionante un grupo de viejos encerrados a oscuras?
—Sabes que irás al infierno, ¿verdad?
—Ya estoy en él.
—Habla conmigo.
Igualita a su madre.
—Tengo ganas de dejar mi impronta.
—Escribiste para el British Tattler.
—Sí, pero sin ninguna resonancia.
—Venga ya, oí que escribiste un artículo sensacional sobre la vida sexual secreta de la reina con los alienígenas.
—Gracias.
—Las cosas van mejorando. Esta noche harás tus primeros quince segundos de historia televisiva.
Glick gruñó. Ya imaginaba la frase del presentador de las noticias. «Gracias, Gunther, excelente trabajo.» Luego el presentador pondría los ojos en blanco y hablaría del tiempo.
—Tendría que haber hecho una prueba para presentador.
Macri rió.
—¿Sin experiencia? ¿Y con esa barba? Olvídalo.
Glick se pasó las manos por el pelo rojizo de la barbilla.
—Creo que me hace parecer más listo.
Sonó el móvil de la camioneta, lo cual interrumpió por suerte otra descripción de los fracasos de Glick.
—Puede que sea la redacción —dijo, esperanzado de repente—. ¿Crees que quieren las últimas noticias en directo?
—¿Sobre esta historia? —Macri rió—. Sigues soñando.
Glick contestó al teléfono con su mejor voz de presentador.
—Gunther Glick, BBC, en directo desde Ciudad del Vaticano.
El hombre que habló tenía acento árabe.
—Escuche con atención —dijo—. Estoy a punto de cambiar su vida.

49

Langdon y Vittoria se hallaban solos ante las puertas dobles que conducían al sanctasanctórum de los Archivos Secretos. La ornamentación de la columnata consistía en una mezcla incongruente de alfombras de pared a pared sobre suelos de mármol y cámaras de seguridad inalámbricas, situadas junto a los querubines tallados en el techo. Langdon lo bautizó Renacimiento Estéril. Al lado de la puerta en forma de arco había una pequeña placa de bronce.
ARCHIVIO VATICANO Curatote Padre Jaquí Tomaso
Padre Jaqui Tomaso. Langdon reconoció el nombre del conservador por las cartas de rechazo que habían aterrizado sobre su escritorio. Apreciado señor Langdon, lamento comunicarle que escribo para denegar...
Lamento. Tonterías. Desde que había empezado el reinado de Jaqui Tomaso, Langdon no había conocido ni un solo estudioso norteamericano no católico que hubiera obtenido permiso para acceder a los Archivos Secretos del Vaticano. Il guardiano, le llamaban los historiadores. Jaqui Tomaso era el bibliotecario más irreductible del mundo.
Cuando Langdon empujó las puertas y entró en el santuario, casi esperaba ver al padre Jaqui con uniforme militar y casco montando guardia con un lanzagranadas. No obstante, la estancia estaba desierta.
Silencio. Iluminación suave.
Archivio Vaticano. Uno de los sueños de su vida.
Mientras Langdon paseaba su mirada por la cámara, su primera reacción fue de vergüenza. Se dio cuenta de lo romántico que era. Las imágenes que durante años había atesorado de esta sala no podían ser más equivocadas. Había fantaseado con estanterías polvorientas llenas de volúmenes manoseados, sacerdotes catalogando a la luz de velas y vidrieras, monjes inclinados sobre pergaminos...
Ni por asomo.
A primera vista, la sala parecía un hangar en penumbras en el que alguien había construido una docena de pistas de tenis. Langdon sabía lo que eran los recintos acristalados. No le sorprendió verlos. La humedad y el calor deterioraban los volúmenes y pergaminos antiguos, y era necesario conservarlos en cámaras herméticas como éstas, cubículos que aislaban de la humedad y los ácidos naturales del aire. Langdon había estado en cámaras herméticas muchas veces, pero siempre era una experiencia inquietante, algo parecido a entrar en un contenedor hermético donde un bibliotecario regulaba a su antojo el oxígeno.
Las cámaras eran tenebrosas, incluso tétricas, apenas perfiladas por luces diminutas colocadas al final de cada estantería. En la negrura de cada celda, Langdon intuyó la presencia de gigantes fantasmales, hilera tras hilera de estanterías altísimas, cargadas de historia. Era una colección impresionante.
Vittoria también parecía aturdida. Contemplaba en silencio los gigantescos cubos transparentes.
El tiempo apremiaba, y Langdon no lo perdió en explorar la estancia apenas iluminada en busca de un catálogo, una enciclopedia que documentara la colección de libros. El resplandor de un puñado de terminales de ordenador distribuidas por la sala llamó su atención.
—Parece que tienen un Biblion. El índice está informatizado.
Una expresión esperanzada apareció en el rostro de Vittoria.
—Eso debería facilitar nuestra búsqueda.
Langdon deseó poder compartir su entusiasmo, pero intuyó que en realidad se trataba de una mala noticia. Se acercó a una terminal y empezó a teclear. Sus temores se confirmaron al instante.

—El método antiguo habría, sido mejor.
—¿Por qué?
Langdon se alejó del monitor.
—Porque los libros auténticos no están protegidos por contraseñas. Supongo que las físicas no son piratas informáticas natas, ¿verdad?
Vittoria negó con la cabeza.
—Puedo abrir ostras, y gracias.
Langdon respiró hondo y luego se volvió para contemplar la tétrica colección de cámaras transparentes. Caminó hasta la más próxima y escudriñó el interior. Entre las paredes de cristal había formas amorfas que Langdon reconoció como estantes normales, cilindros para guardar pergaminos, y mesas de examen. Leyó las etiquetas indicadoras que brillaban al final de cada estantería. Como en cualquier biblioteca, las etiquetas indicaban el contenido de esa hilera. Leyó los encabezados mientras se desplazaba a lo largo de la barrera transparente.
PIETRO L'EREMITA... LE CROCIATE... URBANO II... LEVANT...
—Están etiquetadas —dijo sin dejar de andar—, pero no por orden alfabético de autor.
No le sorprendió. Los antiguos archivos casi nunca se catalogaban por orden alfabético, porque se desconocía la identidad de muchos autores. Los títulos tampoco servían, porque muchos documentos históricos eran cartas sin título o fragmentos de pergamino. Gran parte de la catalogación se hacía por orden cronológico. Sin embargo, lo desconcertante de este orden era que no parecía cronológico.
Langdon era consciente de que el tiempo se le escapaba de las manos.
—Parece que el Vaticano utiliza un sistema propio.
—Menuda sorpresa.
Volvió a examinar las etiquetas. Estos documentos abarcaban siglos, pero las palabras que describían el contenido de los documentos estaban interrelacionadas.
—Creo que se trata de una clasificación temática.
—¿Temática? —preguntó Vittoria en tono de desaprobación científica—. Suena muy ineficaz.
Pues la verdad, pensó Langdon, ahondando en la cuestión, puede que sea el catálogo más astuto que haya visto en mi vida. Siempre había animado a sus estudiantes a comprender las tendencias y motivos globales de un período artístico, antes que perderse en la maraña de datos y obras específicas. Por lo visto, los Archivos del Vaticano se catalogaban con una filosofía similar. Pinceladas esenciales...
—Todo lo que hay en esta cámara —dijo Langdon, cada vez más confiado—, siglos de material, está relacionado con las Cruzadas. Es el tema de esta cámara.
Todo estaba aquí, pensó. Informes históricos, cartas, obras de arte, datos sociopolíticos, análisis modernos. Todo en un solo sitio, con el fin de alentar una comprensión más profunda del tema. Brillante.
Vittoria frunció el ceño.
—Pero los datos pueden estar relacionados con múltiples temas al mismo tiempo.
—De ahí las referencias cruzadas con rótulos. —Langdon señaló las etiquetas de plástico de colores insertadas entre los documentos—. Indican los documentos secundarios situados en otro sitio con sus temas principales.
—Claro —dijo la joven, como aceptando su palabra. Puso los brazos en jarras e inspeccionó el enorme espacio. Después, miró a Langdon—. Bien, profesor, ¿cómo se llama esa cosa de Galileo que andamos buscando?
Langdon no pudo reprimir una sonrisa. Aún no acababa de creer que se hallaba en esta sala. Está aquí, pensó. Está esperando en la oscuridad.
—Sígueme —dijo Langdon. Avanzó por el primer pasillo, al tiempo que examinaba las etiquetas de cada cámara—. ¿Recuerdas lo que te conté sobre el Sendero de la Iluminación, que los Illuminati reclutaban nuevos miembros gracias una prueba complicada?
—La búsqueda del tesoro —dijo Vittoria, pisándole los talones.
—El reto de los Illuminati consistía en que, después de colocar los indicadores, necesitaban comunicar de alguna manera a los científicos que el camino existía.
—Lógico —dijo Vittoria—. De lo contrario, nadie lo buscaría.
—Sí, y aunque supieran que el sendero existía, los científicos no tendrían forma de saber dónde empezaba. Roma es enorme.

—De acuerdo.
Langdon avanzó por el siguiente pasillo, examinando las etiquetas mientras andaba.
—Hará unos quince años, un grupo de historiadores de la Sor-bona y yo descubrimos una serie de cartas de los Illuminati llenas de referencias al segno.
—La señal. El anuncio del sendero y dónde empezaba.
—Sí, y desde entonces, muchos estudiosos de los Illuminati, incluido yo mismo, han descubierto otras referencias al segno. Actualmente, se acepta la teoría de que la pista existe, y de que Galileo la hizo circular ampliamente entre la comunidad científica sin conocimiento del Vaticano.
—¿Cómo?
—No estamos seguros, pero lo más probable es que sean publicaciones impresas. Publicó muchos libros y boletines informativos a lo largo de los años.
—Que el Vaticano vio, sin la menor duda. Parece peligroso.
—Es verdad. No obstante, el segno se esparció.
—Pero nadie lo ha encontrado aún, ¿verdad?
—No. Aunque parezca extraño, siempre que aparecen alusiones al segno (diarios masónicos, revistas científicas antiguas, cartas de los Illuminati), la referencia se concreta en un número.
—¿Seiscientos sesenta y seis?
Langdon sonrió.
—El quinientos tres, de hecho.
—¿Qué significa?
—No lo hemos podido descifrar. El quinientos tres me fascinó, y lo probé todo con tal de descubrir el significado del número: nu-merología, referencias a mapas, latitudes. —Langdon llegó al final del pasillo, dobló la esquina y se apresuró a examinar la siguiente hilera de etiquetas—. Durante muchos años, la única pista parecía ser que el quinientos tres empezaba con el número cinco, una de las cifras sagradas de los Illuminati.
Hizo una pausa.
—Algo me dice que lo has descubierto hace poco, y por eso estamos aquí.

—Correcto —dijo Langdon, y se permitió uno de sus raros momentos de orgullo por su trabajo—. ¿Te suena el libro que Galileo tituló Dialogo?
—Por supuesto. Famoso entre los científicos como la máxima traición científica.«Traición» no era la palabra que Langdon habría utilizado